El comienzo de la madurez. Henry James: Los años intermedios

Tras un largo período de depresión y la posterior muerte de su hermano William en 1910, Henry James volvió a la literatura con un vigor desusado para un hombre de 68 años que apenas ya nadie leía. Entre los muchos proyectos que comenzó se impuso el cumplimiento de lo que entendía que era un deber fraterno: los recuerdos de su famoso hermano, que ya por entonces era considerado como uno de los grandes intelectuales que había dado Estados Unidos. El primer resultado, Un chiquillo y otros, fue un libro de memorias de sus primeros años de vida en el que el propio Henry resultó ser el protagonista, quedando William en un discreto segundo plano: en aquellos momentos, James ya era el gran maestro de la digresión que actualmente reconocemos como característica de sus últimas producciones, hasta tal punto que él mismo fue víctima de su proclividad a perderse en los meandros, derivaciones y vericuetos de su compleja prosa.

Con más fortuna continuó sus memorias con otro libro, Notes of Son and Brother, en el que, esta vez sí, retrataba la brillantez de su hermano, al que admiraba profundamente, a la vez que recuperaba recuerdos de su padre, que tanto influyó en la deriva intelectual posterior de ambos hijos, y volvía la vista a sí mismo en un último capítulo escalofriante en el que rememora la figura de su prima Minny Temple, prematuramente fallecida en 1870 a los 25 años de edad, mujer por la que sentía una devoción rayana en el puro amor y que más tarde le serviría como modelo de sus heroínas americanas.

La muerte de Minny significó para Henry el final de su juventud, y en ese preciso momento es donde sitúa el principio de lo que iba a ser la continuación de sus libros autobiográficos, que tituló El comienzo de la madurez (discutible traducción del original The Middle Years). Según su secretaria Theodora Bosanquet, James se sentía muy a gusto redactando sus memorias en voz alta mientras ella las transcribía en una Remington, ambos encerrados en un pequeño apartamento de Chelsea buscado a propósito para evitar en la medida de lo posible las continuas visitas que sufría un escritor consagrado como él. Como ocurrió con otros proyectos, este libro se vio bruscamente interrumpido por el comienzo de la Gran Guerra, que conmocionó a Henry James.

Básicamente, El comienzo de la madurez es un canto de amor por Inglaterra, o al menos por la Inglaterra que él conoció en 1871 –después de 9 años tras su último viaje a la isla- cuando estaba iniciando su carrera literaria y encontró en suelo británico el lugar donde quería asentarse y vivir. Con un estilo oral y digresivo James va recuperando momentos que él considera importantes para que podamos comprender el impacto que le produjo el país en aquella época de su vida. Lejos de mostrarse como un escritor indulgente que repasa su acreditada vida, James se retrata con la inocencia propia de un joven que apenas tiene experiencia en busca de su lugar en el mundo a través de la curiosidad y la fascinación.

De hecho, su primer contacto con la Inglaterra que lo habría de deslumbrar lo cifra en el modesto encuentro que tiene con el casero de un par de cuartos sombríos en Londres, donde va a parar después de su desembarco en Liverpool. Él mismo califica estos instantes de “aventuras”, y no dudamos –por el tono como lo cuenta- que esos humildes episodios iniciáticos tuvieran, no solo en su memoria, un halo romántico que marcaría posteriormente su vida.

Esa primera “aventura” se concreta en el descubrimiento de la idiosincrasia inglesa a través de un desayuno al que es invitado. Como él mismo asegura, en los muchos años que había vivido en Estados Unidos, nadie lo había invitado jamás a un sencillo desayuno, y de ese discreto momento es capaz de extraer una nueva y entusiasta visión de la realidad que nos recuerda muchísimo a Proust:

No me sentí en paz conmigo mismo hasta que observé, por ejemplo, que en Inglaterra la bandeja de magdalenas de mantequilla y su tapa se ponen sagrada e ingeniosamente sobre una fuente de agua caliente. Y fui testigo de dicha circunstancia en medio de una nube perfecta de otros tantos detalles. Casi con toda seguridad, tomé mi té con magdalenas acompañado de uno o dos huevos y un toque de mermelada, pero fue otra clase muy distinta de condimentos la que tomé con la mayor holgura. Era muy consciente de hallarme al borde del precipicio, esotéricamente hablando, claro, a medida que me sumía en la degustación.

Tal vez sea la hospitalidad la primera fuerte impresión que queda grabada en la mente de James. Él procede de un país que en aquellos momentos está emergiendo pero cuyo ambiente califica en sus propias palabras de “provinciano” y de repente se encuentra con que en la mayor orbe del mundo en aquellos momentos él se siente “importante”. Por alguna razón que por entonces no entiende, suscita en sus compañeros de mesa un interés que se enfrenta con lo que él considera su insignificancia y de ser un joven sensible que quiere aprender del mundo se ve obligado a mostrar una cierta “exhibición personal” de la que no tenía experiencia hasta entonces, “una deficiencia cuya consecuencia en medio de todo ese primer arrebol tenía que ser, me temo, una abyecta resignación ante mi propio aire de imbecilidad”. El primer síntoma le parece alarmante:

Parecía que estaban sucediendo cosas interesantes en América y yo, en el colmo del absurdo, había tenido que venir a Inglaterra para enterarme: estando allí, sobre el terreno, no había tenido siquiera indicios al respecto, creía que nada remotamente interesante, según mis percepciones, cosa de la que supongo debería seguir ruborizándome, había ocurrido en mi país desde la Guerra de Secesión.

Así se muestra el joven James, lo que podríamos calificar como un pardillo metido entre leones acostumbrados a la grandeza de una civilización que ve como natural un escenario lleno de belleza, educación, elegancia y esplendor. Una anécdota tras otra nos hace vislumbrar al futuro escritor que encontrará en el contraste entre la cultura británica y la americana el principal tema de su obra.

Particularmente divertido es el recuerdo que tiene de su primer encuentro con el gran poeta Tennyson. Como después recogería en algunos de sus más celebrados cuentos, él es un invitado más en una reunión que se celebra en casa del afamado escritor, y su simple presencia lo perturba: allí delante, sentado a su propia mesa, se encuentra el autor de versos inmortales que le vienen continuamente a la cabeza. Lo ve como un gigante desde su diminuta estatura de escritor en ciernes. Y de repente, ocurre lo imprevisto: Tenysson no tiene nada de tennysoniano. Le es imposible reconocer en ese hombre nada interesante al gran poeta que él había imaginado. Después, en el cuarto de fumadores, la decepción es total: Tennyson recita sus propios poemas y le es imposible identificarlos con su creador.

Anteriormente había visitado a su admirada George Elliot y en ella pudo encontrar otra faceta imprevista: la humana. La escritora tiene en esos momentos su hijo enfermo y el propio James se ofrece para ir a la farmacia para que le hagan un medicamento. Su sensibilidad aumenta una característica de la novelista hasta entonces impensable: esa misma mujer escribirá pocos años después Middlemarch y en esa novela James encontrará la impronta de una personalidad que solo pudo entrever durante pocos instantes.

Aún más impresionado queda con la aparición en una de esas reuniones tan inglesas de Lady Waterford, esposa de Henry Beresford, tercer marqués de Waterford. Evidentemente su nombre no nos dice nada a los lectores actuales, y si resuena en las páginas de James es por la poderosa presencia victoriana con la que se impone a los demás, ese halo aristocrático que quedaría siempre en la memoria del escritor y que dio pie a toda una serie de personajes femeninos de su producción. Es ese tipo de mujer que pinta el mundo en grado superlativo, que está en un nivel mucho más alto que los demás con la excelsa y vieja felicidad de los afortunados, un espécimen que ya por entonces estaba en decadencia y que James tuvo la fortuna de conocer: esa antigua clase inglesa que había brillado con luz intensa justo un poco antes y que poco después desapareció para siempre.

Por desgracia, cuando empezamos a conocer el efecto que produjo en el joven James, el libro se interrumpe. Nos quedamos con ganas de saber más sobre aquel Londres magnífico que está a punto de entrar en su decadencia de la mano de un texto que por su estilo oral parece que nos lo estuvieran contando de viva voz el mismo Henry James en una de esas mansiones inglesas a las que era tan aficionado. Él nunca vio el libro impreso. Fue publicado en 1917 en una tirada de 2.000 ejemplares.

El comienzo de la madurez. Henry James. Editorial Periférica.

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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