La invención de Morel. Adolfo Bioy Casares: La precisión de la trama

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Cuando uno se acerca a una novela como La invención de Morel (1940), queda intimidado por las palabras que Jorge Luis Borges escribió en el prólogo del libro: «He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta». Al igual que Borges, al lector que termina esta novela solo le cabe pensar que es perfecta: no parece faltarle ni sobrarle una sola palabra; cada frase, cada párrafo, parece haber sido escrito con el único propósito de llegar a un final que podríamos calificar de antológico, sorprendente, extraordinario. Utilizando una comparación matemática, podríamos tildar la novela de perfectamente geométrica, en la que cada punto depende de los demás, cada línea llega a otra línea de la cual depende y a la cual a su vez da sentido. Todo se cierra como un círculo perfecto. No hay otra forma de expresar la calculada trama del relato de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), preciso y milimétrico.

Sin embargo, quien se acerque a la novela no debe saber, bajo ningún concepto, cuál es la invención de la que habla el título. Ahí se encuentra el verdadero sentido de la novela: la negación de aquello de lo que se nos habla. En este caso, el factor sorpresa no es un elemento más de la trama, sino que es la trama misma: La invención de Morel es de esas novelas que se leen de de dos maneras bien distintas entre la primera lectura y la relectura. Solo puedo decir que envidio al lector que se acerque por primera vez a esta novela.

Ese lector inadvertido encontrará una historia insólita, en un marco geográfico y en una situación personal realmente asombrosos: un hombre solo en una isla desierta. Lejos de cualquier parecido a Robinson Crusoe, el protagonista innominado de la historia trata de sobrevivir a duras penas en esa isla solitaria a la que ha accedido voluntariamente huyendo del mundo. No ha huido por algún capricho sentimental: una condena a cadena perpetua lo espera en algún lugar de la tierra, y él ha elegido a propósito alejarse de los hombres en una barca a una isla en la que, es conocido por todos (o al menos por quien se lo dijo), nadie ha sobrevivido. Se habla de una peste que asoló su pequeño territorio, y realmente lo que encuentra el protagonista es un curioso poblado ricamente adornado por edificios que se mantienen intactos, como si la población hubiera muerto de una manera repentina, aunque no se encuentran restos humanos de su permanencia en la isla.

De repente, un día, el protagonista avista unos veraneantes que habitan un edificio llamado el museo. Esos veraneantes parecen estar inmersos en una especie de fiesta, y repetidamente escuchan dos canciones en un tocadiscos. Al protagonista le podría parecer una aparición percibida por su mente febril, pero no es así: allí están, como si aquella isla fuera un refugio inocuo para una serie de personas que han decidido pasar sus vacaciones en un lugar inhóspito, sacudido por la enfermedad.

Esa aparición no parece verosímil, puesto que al protagonista le ha costado Dios y ayuda llegar allí: está probado que ningún barco se atreve a atracar en sus orillas. Es una isla maldita, y el propio estado de sus edificios así parece demostrarlo: lo que llaman museo es un edificio de piedras suntuosas que parece haber sido erigido como hotel para unas cincuenta personas, o como un sanatorio. Pero una paciente indagación en sus estancias indica que hace mucho tiempo que nadie ha vivido allí: no quedan víveres, es imposible que nadie pueda habitarlo de forma natural, y menos esos veraneantes que parecen no darse cuenta del estado en que se encuentra todo.

Al poco tiempo, el protagonista avista a una mujer que se asoma al mar, solitaria, con un libro en la mano. Quizá por la soledad a la que se encuentra relegado, inmediatamente se prenda de ella. Parece haber en esa mujer un secreto que quizás desvele la extraña irrupción de los veraneantes en la isla. A esa mujer le acompaña a veces un hombre barbudo, que le habla de un tal Morel. Se pueden escuchar sus diálogos, incomprensibles fuera de contexto, que llegan como retazos de viento al oído del protagonista.

Éste, cada vez más arrinconado en la isla, no se atreve a entrar en contacto con aquellas personas, pues teme que lo terminen entregando a las autoridades de las que huye. Incluso, en algún momento, piensa que pueden ser policías que están tramando la forma de apresarlo. Sin apenas comida, tomando raíces que encuentra en el suelo, el protagonista cree ver alucinaciones, pero el relato mantiene en todo momento un razonamiento que descarta cualquier hipótesis verosímil: esas personas están allí, de eso no cabe duda; lo único que no sabe es la razón por la que permanecen en ese lugar, el motivo de sus encuentros y desencuentros, qué buscan en una isla desierta. En un momento de desesperación se acerca a la chica con la intención de cruzar unas palabras con ella, o solo una mirada, pero ella parece no verlo. Es como si él fuera invisible. Sin saberlo, el protagonista empieza a formar parte de esa invención de Morel a la que alude el título de la obra, y cuya existencia debemos hurtar al lector, que debe descubrir poco a poco, con asombro, la extraña invención que desembocará en una historia distinta, de consecuencias imprevisibles, para el protagonista.

Se ha hablado de una novela de imaginación razonada, de ciencia ficción. Creo que la novela va mucho más allá de la mera clasificación en un género determinado. La invención de Morel es una novela que acomete temas profundos, como el de la inmortalidad, como el del avance científico, como el de la locura. El gran hallazgo de Bioy Casares es presentar la historia en forma de diario, de manera que el lector va a descubrir la historia a la vez que el protagonista, se va a azorar con su azoramiento, va a sorprenderse paso a paso de los extraños movimientos que se producen en la isla, va a vivir sus mismas dudas. De alguna forma, la trama se va construyendo poco a poco en la mente del lector, al igual que en la del protagonista, y no hay un solo momento de descanso para ese hallazgo extraordinario e infinito. Si las obras maestras son aquellas que permiten una relectura feliz, La invención de Morel es una gran obra maestra: no es posible haberla leído sin que nazca inmediatamente la necesidad de una relectura más detenida, más deliciosa.

La invención de Morel. Adolfo Bioy Casares. Alianza Editorial

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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