Hay personas para las que la historia se configura como un destino. Más allá de la propia individualidad, el bien de la comunidad se alza como un objetivo vital. Ese hombre históricamente puro se consagró en el siglo XX, y pocos escritores -o intelectuales- tomaron sobre sus hombros esa premisa vitalista y arrolladora como André Malraux (1901-1976). Revolucionario, aventurero, político, embustero, embaucador, ensayista y, sobre todo, gran escritor, Malraux representa como pocos el hombre del siglo XX, envuelto en la maraña de conspiraciones y aventuras que auspiciaron el desarrollo de la civilización. En él encontramos el precedente de lo que más tarde sería la novela existencial que consagraron Albert Camus y Jean-Paul Sartre.
La obra del humanista Malraux
Dominado por su pensamiento humanista, Malraux no podía hacer otra cosa que escribir novelas de tesis. Pero no podemos dejarnos confundir por un término tan prosaico: Malraux, que era un hombre extremadamente inteligente, supo disfrazar sus novelas ideológicas de los suficientes elementos de ficción para pasar de matute sus propios pensamientos sin perder en ningún momento el interés del lector.
De alguna manera, las novelas de Malraux son novelas-trampa: igual que esos preciosos regalos primorosamente envueltos que dentro contienen una bomba, las novelas de Malraux contienen en su interior la explosiva mezcla de pensamiento y aventura necesarios para que el lector salga con la sensación de que las palabras que ha leído contienen un mensaje digno de tenerse en cuenta más allá del mero entretenimiento. En ese sentido, La condición humana (1933) es una novela modélica: a su evidente carácter de obra maestra, une una fuerza vigorosa de pensamiento bien estructurado y lo suficientemente bien camuflado para que no aburra al lector.
La acción se desarrolla en China, en 1927, en los momentos en los que comienza la gran revolución que enfrenta al partido nacionalista Kuomintang, liderado por Chiang Kai-shek, y el Partida Comunista Chino contra la autocracia militar feudal de los conocidos como Señores de la guerra. Una revolución que tuvo al mundo pendiente hasta que acabó en Guerra Civil en 1950. Malraux, como no podía ser de otra manera, no quiere hacer un fresco histórico de aquellos momentos decisivos, que hubiera llevado a la novela por unos derroteros historicistas no deseados: la trama se concentra en unos pocos días, quizá no decisivos, en los que un grupo de comunistas quieren hacerse con el poder en la ciudad de Shanghai.
Así conoceremos a un puñado de personajes fascinantes, cada uno con su propia condición y su propio destino marcados a fuego: el terrorista Chen, un hombre aparentemente desalmado que sólo vive para el crimen y que pone a la revolución como excusa para sus actos delictivos; el político Kyo, cuyas decisiones son fundamentales para la marcha del plan y cuyos compañeros toman como referente en las peligrosas acciones que tienen que llevar a cabo; el revolucionario Katow, de origen burgués, un luchador procedente de las sangrientas escenas rusas que se suma a la sublevación llevado por un idealismo sin excusas; el excéntrico barón Clappique, tal vez un trasunto del propio Malraux, un sensualista que apoya por dinero una revolución en la que quizás no cree pero que lo envuelve muy a pesar suyo; May, la médico que tiene que convivir con el dolor humano y cuyos pasos nos enseñan las condiciones de vida de aquellos ciudadanos abocados a la miseria de la guerra; Gasors, el padre de Kyo, fumador de opio, también idealista a su manera, que observa desde su vejez la contraposición de fuerzas que estalla en la mente de los revolucionarios y cuyo vigor ya no está dispuesto a compartir desde la sabiduría de sus años; y el orgulloso hombre de negocios francés Ferral, el negativo de todas esas luchas, el amigo de la estabilidad, del poder del dinero, de la necesidad de marcar un territorio imperialista en un país que se le va de las manos una vez iniciada la revolución.
En La condición humana no hay medias tintas, pero tampoco hay buenos ni malos. Hay personas luchadoras, individualidades que sufren por un mundo mejor, cada uno a su manera. No podemos dudar de que se trata de una novela comunista, y que la tesis que sostiene el libro se inclina inevitablemente en favor de quienes luchan por la libertad de su pueblo a través de las teorías de marxismo. Pero Malraux no se deja llevar por el sentimentalismo: por ejemplo, en un personaje tan reprochable como Ferral, sólo preocupado por sus negocios, también hay un elemento de verdad, un luchador por su causa; en este caso, la causa del capitalismo.
Comparado con los demás personajes, mucho más profundos en su pensamiento, a riesgo de perder sus vidas, Ferral parece esa diana idónea sobre la que lanzar todo nuestro odio. Sin embargo, no es así. Cada personaje tiene su lugar en la historia, y no por ello lo convierte en un héroe o un villano. Es cierto que Malraux reviste a sus revolucionarios de un aura romántica que no es cierta en la realidad y que atrae la atención del lector, pero tampoco nos engaña cuando nos presenta sus actos, no siempre equilibrados ni correctos. En este caso podríamos decir que la novela está por encima de sus personajes, que aún siendo atractivos, sucumben ante la inteligencia del autor, que sabe construir con sus vidas un mundo rico de matices y de contradicciones que aleja la novela de cualquier mensaje maniqueo.
Hay mucha sabiduría en La condición humana. Quien se acerque a esta novela va a disfrutar con cada movimiento de sus personajes, de acciones trepidantes, de un sentido estético muy logrado, de unos sentimientos expuestos a flor de piel, pero ante todo el lector va a asistir a una trama convulsa que no le dejará indiferente, porque en ella se describe con minuciosidad todo el poder de los pensamientos humanos llevados hasta sus últimas consecuencias, sin que chirríe en ningún momento la trama. La condición humana es una obra maestra y, sobre todo, una novela necesaria para aquellos que entiendan la ficción como un vehículo de comprensión de la realidad del hombre.
La condición humana. André Malraux. Edhasa.
André Malraux es uno de los más claros ejemplos de lo que se vino a llamar «intelectual» en el siglo XX, especie ya extinta en el presente siglo. Su vida es todo un ejemplo de aventura vital: expedicionario en Indochina, intervino de forma muy valerosa en la Guerra Civil española. Fue periodista, escritor, director de documentales que prefiguran el neorrealismo italiano, amigo de todos los artistas más influyentes del siglo, un político como ya no existen, ministro de Interior con De Gaulle y, finalmente, ministro de Cultura durante más de 10 años, a pesar de las fuertes diferencias ideológicas con el general francés. Pero eran otros tiempos menos maniqueos…
La fuerza de sus ideas y de su expresión es continuamente recordada por Mario Vargas Llosa de su estancia en París cuando aún era un joven escritor. De Malraux ha dicho en un artículo titulado Nostalgia de Paris: «Pero, tal vez, si tengo que elegir el más vivo y fulgurante de mis recuerdos de esos años, sería el de los de los discursos de André Malraux. Siempre he creído que fue un grandísimo escritor y que La condición humana es una de las obras maestras del siglo veinte (el menosprecio literario de que ha sido víctima se debe exclusivamente a los prejuicios de una izquierda sectaria que nunca le perdonó su gaullismo). Era también un orador fuera de serie, capaz de inventar un país fabuloso en pocas frases, como lo vi hacer respondiendo, en una ceremonia callejera, al Presidente Prado, del Perú, en visita oficial a Francia: habló de un “país donde las princesas incas morían en las nieves de los Andes con sus papagayos bajo el brazo”. Nunca olvidaré la noche en que, en un Barrio Latino a oscuras, iluminado solo por las antorchas de los sobrevivientes de los campos nazis de exterminio, evocó al mítico Jean Moulin, cuyas cenizas se depositaban en el Panthéon. Entre los propios periodistas que me rodeaban había algunos que no podían contener las lágrimas. O su homenaje a Le Corbusier, con motivo de su fallecimiento, en el patio del Louvre, enumerando sus obras principales, de la India a Brasil, como si fueran un poema. Y el discurso con el que abrió la campaña electoral, luego de la renuncia de De Gaulle a la presidencia, con esa frase profética: “Qué extraña época, dirán de la nuestra, los historiadores del futuro, en que la derecha no era la derecha, la izquierda no era la izquierda, y el centro no estaba en el medio”.»
Sí, eran otros tiempos que trajeron la bonanza de los que ahora vivimos, cuando los políticos tenían ideas y los ciudadanos, conciencia de ciudadanos, no de condescendientes borregos asustados.
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