Niebla, de Miguel de Unamuno: entre la novela y la conciencia

Portada de Niebla, de Miguel de Unamuno

Hay libros que parecen escritos para ser releídos en cada etapa de la vida. Niebla, de Miguel de Unamuno (1914), es uno de ellos. No solo porque plantea preguntas esenciales que siguen vibrando un siglo después, sino porque su forma misma —ambiguamente rotunda, esencialmente quebradiza— nos obliga a desconfiar de cualquier certeza. No es novela, decía Unamuno, sino «nivola», un término inventado para dar nombre a lo que escapa de las normas, lo que no encaja. Y es ahí, en ese gesto de ruptura con las formas tradicionales del relato, donde Niebla empieza a convertirse no solo en una obra singular, sino en un desafío para el lector.

La historia, a primera vista, es casi banal: Augusto Pérez, joven adinerado, culto pero vacío, vive entregado a la rutina y la abstracción. Un día se cruza con Eugenia, una maestra de piano, y decide enamorarse de ella. A partir de ahí, su vida, aparentemente apática, se trastoca: amores, decepciones, dudas, celos, deseos de muerte… y finalmente, un gesto inesperado que lo llevará a una situación que sólo puede entenderse desde la metaficción: visitar al propio autor de la novela, Miguel de Unamuno, y discutir con él su destino como personaje.

Ese es, quizás, uno de los momentos más célebres —y más radicales— de la literatura en lengua española. Porque Unamuno no solo rompe la cuarta pared: la dinamita. Convierte al personaje en una conciencia que interpela al creador, y al creador en un Dios inseguro, entre amoroso y tiránico, que duda sobre si concederle a su criatura la muerte o la vida. Este juego, que podría parecer una pirueta técnica, es en realidad una exploración filosófica de enorme calado: ¿somos los dueños de nuestra existencia? ¿Es la libertad posible o apenas una ilusión? ¿Quién escribe nuestra historia?

A lo largo de la novela —perdón, la «nivola»—, estas preguntas no se enuncian con solemnidad abstracta, sino que surgen encarnadas en diálogos, pensamientos erráticos, gestos triviales, silencios. Augusto Pérez es un personaje quijotesco en el mejor sentido: alguien que trata de vivir conforme a una lógica interior que no encuentra eco en el mundo. Se enamora porque cree que es lo que debe hacer, busca razones para vivir en medio de una vida sin dirección, intenta ejercer su voluntad pero acaba siempre tropezando con los límites que lo encorsetan… como personaje y como ser humano.

Unamuno, fiel a su pensamiento existencialista, no da respuestas sino que plantea conflictos. En Niebla no hay héroes ni villanos, ni siquiera desenlaces claros. Todo está envuelto en una bruma de incertidumbre que no se disipa. Incluso el propio final de la obra, con un epílogo firmado por uno de los personajes secundarios, rompe con la linealidad narrativa para sumergirnos en una especie de espejismo: ¿qué es ficción y qué es realidad? ¿Importa siquiera distinguirlo?

La escritura de Unamuno, de apariencia sencilla, está cargada de resonancias filosóficas y de ironía. Hay en ella una tensión constante entre la razón y el sentimiento, entre el pensamiento lúcido y la necesidad de fe. El autor vasco no quiere dar lecciones morales, pero tampoco permite la pasividad del lector. Niebla es un libro que nos obliga a pensar en nosotros mismos, en nuestras decisiones, en las voces que creemos propias y que tal vez no lo son. Como Augusto, nosotros también podríamos descubrir un día que alguien —el tiempo, el lenguaje, la historia— escribe por nosotros.

Más que una novela sobre el amor o la identidad, Niebla es una obra sobre el desconcierto. Y no el desconcierto como desorden, sino como condición humana. Ese estado de perplejidad que nos acompaña cuando tratamos de entender qué hacemos aquí, qué sentido tiene elegir o resignarse, qué papel jugamos en la obra del mundo. Por eso Unamuno no escribió una novela al uso: necesitaba una forma nueva, una “nivola”, para dar cabida a esas dudas que no caben en los moldes del realismo o del costumbrismo. Quería que su criatura dudara, y al dudar, se pareciera más al lector que a los personajes planos de otras historias.

Hoy, cuando todo parece condenado a la transparencia, Niebla nos recuerda que la opacidad también tiene su belleza. Que vivir en la incertidumbre no es una condena, sino una posibilidad. Que a veces, solo dudando encontramos el camino. Y que, como escribió Unamuno en otro lugar, “la fe que no duda es fe muerta”.

“Niebla” no es una novela. Es un espejo empañado. Y al mirar en él, tal vez no veamos con nitidez nuestro rostro, pero sí el temblor de estar vivos.

Niebla. Miguel de Unamuno. Alianza Editorial.

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016), Camino sin señalizar (2022) y El sicario del Sacromonte (2024).

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