¿Qué ocurre cuando el horror no se vive como horror? ¿Qué sucede cuando lo más inhumano se experimenta con la misma frialdad con que se describe una fila o una sopa aguada? Sin destino (1975), la novela con la que el húngaro Imre Kertész reconstruyó su paso por Auschwitz y Buchenwald, es muchas cosas a la vez, pero ante todo es una exploración de lo insoportable desde un tono que desarma: un tono sin rabia, sin épica, sin redención.
La historia es sencilla, en apariencia: un chico judío de catorce años, György Köves, vive en Budapest durante la ocupación nazi. Su padre es deportado, y poco después él mismo es arrestado, obligado a bajar de un autobús camino del trabajo y enviado a Auschwitz. De allí pasará a Buchenwald y Zeitz. Sobrevivirá. Y volverá. Pero Sin destino no es la historia del Holocausto tal como la ha contado la memoria oficial, ni siquiera como la han contado los testigos más reconocidos. Aquí no hay grandes escenas de piedad ni gestos heroicos. No hay una voz dolida ni una voluntad manifiesta de explicar el pasado. Kertész opta por otro camino: mostrarlo desde dentro, con la lógica muda e infantil de quien no entiende del todo lo que ocurre, y por eso mismo lo describe con pasmosa objetividad.
György narra en primera persona su tránsito por los campos con la mirada de alguien que no está interpretando nada. Todo lo que cuenta —el olor del tren, las órdenes en alemán, la progresiva desnutrición, los castigos, la muerte silenciosa de quienes caen agotados— lo hace sin dramatismo, con una especie de aceptación técnica. La voz narrativa parece casi ajena a los hechos, no porque no los sufra, sino porque se adapta a ellos, sin elección, como quien se acomoda a una nueva forma de clima, a una nueva ley física. Esa es la clave de la novela: en Auschwitz no hay espacio para la indignación. Hay, en cambio, una disciplina de la supervivencia, una obediencia progresiva a lo real.
En ese sentido, Sin destino recuerda más a Kafka que a Primo Levi. El horror no es aquí un estallido, sino un proceso, una metamorfosis sin ruido. Y eso es lo que vuelve tan perturbadora esta novela: la naturalización de lo antinatural. György no se rebela, no llora, no se lanza a comprender. Solo describe, a veces con precisión casi científica, lo que le ocurre. Como si la experiencia fuera tan extrema que sólo pudiera sobrevivirse si se la despoja de cualquier interpretación moral.
Pero esa aparente frialdad es, en realidad, una máscara devastadora. Porque a medida que la novela avanza, el lector —que sí sabe lo que implica Auschwitz, que sí carga con el peso de la Historia— se siente cada vez más inquieto. La falta de énfasis, el tono monocorde, el registro neutro: todo va dejando una huella sorda, como una grieta que se abre con lentitud. Imre Kertész consigue lo que muy pocos escritores: que el horror se infiltre en la prosa sin necesidad de levantar la voz.
Cuando el protagonista vuelve a Budapest, tras la liberación, no encuentra un hogar, ni un sentido. Encuentra preguntas incómodas: ¿cómo fue? ¿fue tan terrible? ¿cómo pudiste vivirlo? Y György, con esa lucidez que atraviesa el libro, contesta lo impensable: “hubo también momentos felices”. Porque Sin destino no es solo una novela sobre los campos de concentración, sino una reflexión incómoda sobre el lugar del sufrimiento, la pasividad de la víctima, y la absurda necesidad de encontrar un sentido allí donde no lo hay.
En la literatura del Holocausto, esta novela ocupa un lugar extraño, lateral. No busca testimoniar para recordar, sino para desestabilizar. No busca justicia, sino verdad. Y su verdad es atroz porque no permite consuelo: el mal puede vivirse sin dramatismo, el destino puede ser una ausencia, y el ser humano puede adaptarse a casi todo, incluso a su propia deshumanización.
Cuando Kertész recibió el Nobel en 2002, muchos se sorprendieron. Su obra era breve, escurridiza, poco espectacular. Pero Sin destino había hecho algo que pocos libros logran: había desmontado los mecanismos de la memoria fácil, de la compasión automática, y había puesto al lector frente a su propia necesidad de ordenar lo que no tiene orden. Porque si algo enseña esta novela es que el horror no siempre grita. A veces simplemente sucede. Y en ese suceder sin propósito, sin moral, sin destino, se esconde el corazón más oscuro de lo humano.
Kertész, superviviente y escéptico, escribió una obra que parece negarse a ofrecer respuestas. Y eso es precisamente lo que la vuelve imprescindible. Sin destino no narra cómo se sobrevivió al campo. Narra cómo es vivir después de haberlo hecho.
Sin destino. Imre Kertész. Acantilado.
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