El ganso salvaje. Mori Ogai: La mirada desde el estereoscopio

Mori Ogai

Parece que todo pasó hace mucho tiempo: pisas una calle de Tokio, entre grandes luminosos, anuncios gigantes y aceras atestadas de gente, y crees que ha sido así siempre cuando en realidad estás pisando sobre una tierra milenaria que no hace ni 100 años mantenía una férrea disciplina feudal. Si leer es una de las mejores formas de comprender la diversidad de las culturas, leer novelas japonesas de principios del siglo XX es como adentrarse en el túnel de un tiempo desconocido, y además una delicia: un puñado de escritores, que vivieron en Occidente, asimilaron como quizá no lo hayan hecho escritores de otra cultura, la conjunción entre el presente y el pasado sin renunciar a su forma de entender la vida. Uno de esos hombres fue Mori Ōgai (1862-1922); una de sus novelas más bellas es El ganso salvaje (Gan, 1911).

Para ello nos transporta al Tokio de 1880, pero siempre desde una mirada posterior, que debemos entender que corresponde a la época en la que escribió la novela. Muy hábilmente, entre la historia que será contada y el lector, Mori introduce un elemento perturbador: su propia persona. Él es el narrador de los hechos, pero no el protagonista. Incluso al comienzo de la novela parece como que recordara vagamente aquel episodio de su juventud, lo que le sirve para comparar la ciudad que conoció en su época de estudiante con la actual, en la que, en la realidad, ejercía como médico.

Ese adulto que ahora cuenta va recordando las calles por donde pasaba y los establecimientos que había en ellas, la mayoría ya inexistentes por los cambios producidos. No hay nostalgia en esa rememoración sino la búsqueda de una fidelidad que confiera verosimilitud a la historia, porque, al igual que aquel Tokio de hace 30 años, parece que los hechos expuestos nos remontaran a un tiempo extinguido hace siglos, casi incomprensible en el presente.

Mori sabía que aquel Japón feudal ya no volvería y disfruta recreándolo frase a frase. Así conoceremos la extraña historia de amor entre un estudiante y una muchacha que jamás se cruzarán una palabra. Esta sutileza sólo es posible en un texto oriental: una mujer y un hombre cruzan sus miradas, tal vez se enamoran a primera vista, pero la mente oriental entiende que se tienen que dar muchas circunstancias para que esas dos personas terminen unidas; o visto de otra manera: el azar juega siempre con su brutal peso sobre los seres humanos y nada puede darse por sobreentendido. Es como si la vida transcurriera a cámara lenta, tal como ocurre en la realidad, como no ocurre en las novelas.

Mori va superponiendo planos: el narrador que nada tiene que ver con la trama pero que la circunscribe a un espacio y a un tiempo perfectamente delineados se superpone al recuerdo de un estudiante amigo suyo llamado Okada, el cual tuvo una sutil relación con la bella Otama, una joven que vive sola a la cual ve a través de una ventana a lo largo de su paseo diario. Esa soledad en aquel Japón del siglo XIX es sinónimo de extrañeza. De esta forma superpone otro plano que nos ayudará a comprender la vida de Otama, cuyo único propósito era hacer feliz a su padre viudo, un hombre cuyo ruinoso negocio lo lleva a aceptar la proposición de un bedel de la Universidad, Suezô, que le pide a su hija para tenerla como mantenida.

No parece posible caer más bajo cuando Mori superpone otro plano aún más miserable: el que nos relata la vida del bedel Suezô, hombre que vive de la usura, infiel a su esposa, pero cuyas pretensiones sentimentales con la joven Otama son meramente platónicas: la quiere como una especie de desahogo de su sucia existencia, como una forma de purificar su insoportable realidad. La mantiene en una casa limpia y decente, lejos de miradas murmuradoras, consentida con un dinero que le cuesta gastar porque, como todo usurero que se precie, es avaro, pero su corazón, o su alma, parece ablandarse ante la mera presencia de Otama, con la que se limita a conversar en su visita diaria.

Cada una de estas historias individuales lleva dentro la ponzoña de una sociedad corrupta, anclada en la tradición porque conviene mantenerla anclada para no perder los derechos del poder y el dinero. El padre de Otama la vende por dinero pero él quiere creer que es para salvar a su hija de un porvenir sin horizonte; Suezô compra su propia felicidad a costa de la usura, pero quiere creer que esa felicidad revierte en mejorar su triste situación familiar junto a una esposa a la que aborrece hasta el instante en que aparece en su vida Otama; y la joven, quiere creer que acepta ser una concubina de manera altruista por dar a su padre una plácida vida en su vejez. Esa es la auténtica corrupción y así la retrata impecablemente Mori Ōgai: creer que se está obrando bien cuando en realidad se está manteniendo una situación inmoral.

El estudiante Okada representa, sin embargo, el futuro, otra forma de entender la vida que parte, en primer lugar, del conocimiento (está estudiando medicina) y, después, de la apertura hacia otras culturas (es lector de novelas occidentales). La bella Otama, junto a su padre y su amante, representan ese otro tipo de personas sin formación y sin inquietudes éticas, cerradas en una sociedad asfixiante que les impide ver la miseria que tienen delante de sus ojos.

Curiosamente, a través de esos ojos, Otama mira todos los días pasar al atractivo Okada, y sin saberlo está viendo pasar el futuro delante de su ventana, un futuro que ella llega a vislumbrar cuando, encontrándose sola, comprende que también es independiente, que ningún vínculo la une a ese hombre que cada día la visita y del cual se burla agasajándolo con unos gestos que lo único que pretenden es mantener su status independiente, el que la acercará a su admirado estudiante.

Y en ese contexto es cuando Mori Ōgai sobrepone el plano definitivo, ése que pende sobre cada una de nuestras cabezas: el azar. Esta novela está cargada de elementos simbólicos de brillante sutileza. Uno de ellos se desarrolla en una curiosa escena: Okada, junto al narrador y otro estudiante amigo descansan a orillas de un estanque. En él se hallan bebiendo una bandada de gansos. Los jóvenes se desafían a ver quién es capaz de alcanzar a alguno de ellos de una pedrada. Sin quererlo, por pura casualidad, el pacífico Otama derriba a uno de los gansos con un golpe en la cabeza. Esa noche, los tres estudiantes, en su pensión, comerán ganso asado, pero Otama no sabe que el azar ha desviado su camino y los caminos de quienes se relacionan con él.

Cuando el lector comprende que la muerte accidental de un ganso ha cambiado varias vidas ya ha caído en la inteligente trampa que tenía tendida Mori Ōgai: las cosas no ocurren porque sí, nada de lo que ha relatado tiene una lógica, los seres humanos muchas veces nos engañamos creyendo que somos fruto de nuestras decisiones. Vivimos en un espacio y un tiempo limitados y Mori Ōgai nos lo ha venido diciendo desde la primera página. Una sutil lección impartida por un escritor que vivió en una época convulsa, como casi todas.

El ganso salvaje. Mori Ōgai. Chidori Books.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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