El túnel es una novela cruel, inesperada, única. No tiene piedad con el lector al igual que el personaje narrador no siente piedad por nada. Quien se acerca por primera vez a sus páginas descubre aterrado que la maldad humana habita en cualquier mente, que una persona cualquiera que se cruce por nuestro camino puede determinar nuestro destino sin que nosotros podamos hacer nada para impedirlo. Escrita por Ernesto Sabato en 1948, prefigura otra narración pesadillesca de 1957, el Informe sobre ciegos, que Sabato insertó en una obra delirante, Sobre héroes y tumbas.
Empecemos desde el principio. La novela comienza de una forma brutal:
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
Sin embargo, el libro consiste precisamente en lo contrario de lo que asegura el pintor Juan Pablo Castel: todo es una explicación sobre su persona, contada por sí mismo, hasta en los más siniestros detalles.
Adelantamos que no estamos ante una novela detectivesca, ni siquiera sobre la confesión de un asesino sino ante la disección pormenorizada de una personalidad trastornada, aterradora, narrada con la serenidad de quien cree ser un hombre normal.
Para ponernos en situación diremos que la acción –por llamarla de alguna manera- comienza durante una exposición de cuadros de Juan Pablo Castel. En uno de los lienzos, titulado Maternidad, arriba a la izquierda, a través de una ventanita, se ve una playa solitaria y una mujer que mira el mar. Otra mujer, una desconocida, María Iribarne, se detiene delante del cuadro y mira fijamente esa escena sugerente de soledad ansiosa y absoluta. Es la única persona que lo ha hecho, o eso le parece a Castel. Unos minutos más tarde, María Iribarne sale de la exposición. La obsesión de Castel será encontrarla entre la multitud de Buenos Aires.
Esa persecución desaforada puede interpretarse como parte de la conducta esquizoide del pintor. Apenas duerme, anda por calles, comercios, parques; entra en todo tipo de lugares, siempre buscando a esa mujer. Deja de pintar, deja de relacionarse con los demás: solo la quiere a ella.
Un día la encuentra a las puertas de un edificio. Ella lo reconoce –es un pintor famoso. A partir de ese momento la única idea fija de Castel es trabar amistad con ella, conversar sobre el motivo por el que se detuvo ante ese ángulo de su cuadro. Ella tuvo que ver algo que él quiso expresar cuando plasmó aquella escena en el lienzo. Es más: considera que lo único válido que ha pintado en su vida es esa ventanita con vistas al mar.
He leído muchas veces El túnel, y como cualquier obra maestra, he extraído una lectura distinta cada vez que he acudido a sus páginas. Al principio pensé que Castel estaba loco, que su comportamiento compulsivo obedecía a una mente irracional que no se detiene hasta que mata al objeto de su locura.
Otra lectura me ofreció un Castel esquizofrénico, con ciertas dosis de lógica que se evaporaban ante determinadas situaciones descontroladas por impulsos amorosos. En otra ocasión pensé en el sadismo, en que Castel obedecía a una incitación sádica, cruel, déspota, atroz; pero no pertenecía a la conducta fría y casi científica del marqués de Sade; la brutalidad de Castel es demasiado humana, demasiado cálida. También admite otras posibles lecturas: un hombre excesivo, una persona acomplejada o bipolar, un maníaco-depresivo.
Pero no. Juan Pablo Castel es, hasta el momento que conoce a María Iribarne, un hombre normal, un pintor de éxito, una persona de la calle. Es el amor que le inspira María lo que lo convierte en un monstruo. Cuando se comprende esto es cuando la novela toma una dimensión horrible: Juan Pablo Castel realmente es un maltratador.
De hecho, apenas sabremos nada de María Iribarne. Lo que le importa a Castel en su relato es él mismo, porque tiene una personalidad ególatra, posesiva, que se seduce a sí misma y disfruta creando el infierno en el que mete a María. La crueldad está en cada una de las situaciones que irá describiendo: un día se presenta en casa de María, ya que ésta no le contesta al teléfono. Ella no está, ha salido al campo a casa de un primo suyo, Hunter. La criada lo pasa al vestíbulo y allí lo recibe el marido de María, un hombre que es ciego.
Cuando más tarde consigue acostarse con ella, se da cuenta de la atrocidad que está cometiendo María: está engañando a un ciego. Y no solo lo engaña con él, sino también –al menos eso cree- con su primo, con alguien de la familia, y ella le dice a su marido, a un ciego, que va a descansar al campo cuando realmente va a serle infiel.
Y lo que es peor: se lo dice a ella, se lo dice en la cara cuando acaban de hacer el amor, le dice que es una puta, que es cruel, que lo mismo que le hace a su marido le hará a él, que es una mujer canalla.
La persigue, la insulta, le dice que la quiere, que la necesita, la seduce, le promete un futuro, la hace entrar en su infierno, la abduce con tenacidad, con sabiduría, conoce los puntos débiles de María, sabe utilizarlos cuando le conviene, le causa una dependencia emocional llena de palabrería, sentimientos y excesos.
Y María va cayendo en sus fauces, poco a poco, con pequeños detalles, y ella no quiere, escapa de él hasta que él la encuentra y vuelven a entrar en ese círculo que él ha creado para los dos, en esa tormenta perfecta que va preparando con cuidado entre frases amorosas e hirientes, entre el desprecio y el cariño, entre el engaño, la obsesión y la soledad.
El túnel es una novela absolutamente contemporánea a pesar de haber sido escrita en 1948; es una obra que debería leerse en los institutos, en las casas, porque describe de una forma pormenorizada el proceso que pone en marcha un maltratador para apoderarse de su víctima, el motivo por el que un hombre mata a una mujer por “amor”, esa lacra que en la actualidad se llama violencia de género.
El túnel. Ernesto Sabato. Austral.