Henry James, una introducción: Retrato del escritor como artista

21.introducciónDos fechas nos ayudan a perfilar la grandeza de este autor: 1864, año en el que publica su primer cuento, A Tragedy of Error, y 1915, en el que ya enfermo trata de terminar una novela concebida para ser una obra maestra, El sentido del pasado. Durante 50 años, entre el final de la Guerra Civil Americana y el principio de la Primera Guerra Mundial, Henry James fue un incansable escritor que revolucionó la narrativa y la elevó a la categoría de obra de arte. Vivió el crecimiento y auge de su país, Estados Unidos, y la decadencia de su lugar de adopción, Europa, los comprendió y encontró el nexo de unión entre las dos culturas, las dos mentalidades y los distintos momentos de su realidad histórica. Él, como nadie, representa el modelo del escritor cosmopolita que es capaz de observar con el debido distanciamiento, pero también con sumo afecto, las virtudes y los defectos de un mundo complejo que, en aquellos momentos, estaba cambiando velozmente mientras él lo estaba describiendo.

Henry James es, en sí, un mundo aparte, un nuevo capítulo en la literatura norteamericana que cruzó el océano para cambiar la literatura europea. Desde sus primeros escritos se observa en él un talento que después el tiempo corroboraría hasta niveles de pura maestría, pero también hay en él algo que, desde el principio, lo diferencia inmediatamente de sus predecesores americanos. Acaso su extraña educación hizo de él un escritor diferente, al igual que le ocurrió a su hermano, el eminente psicólogo William James, propulsor del pragmatismo. Su visionario padre lo llevó a Europa dos veces en el curso de su adolescencia: primero, desde los doce a los dieciséis años, y otra vez al contar los diecisiete. Su verdadera escuela la encontró en los pasillos de los museos, en la belleza de las calles ilustradas de monumentos y en los tranquilos parques cubiertos de historia. Uno de sus más remotos recuerdos era el de la columna de Napoleón en la Place Vendôme de París, aunque sus primeras incursiones por la gran ciudad las hizo sobre el pavimento en la parte baja de la Quinta Avenida, a pocos pasos de Washington Square.

Antes de que él comenzara su carrera, los escritores norteamericanos se hallaban sumidos en la recreación de su propia y corta historia, desde las virginales historias de Fenimore Cooper a la estricta mirada moral de Nathaniel Hawthorne. El joven Henry James, sin embargo, leía incansablemente a aquellos autores que comenzaban a servirle de modelo: Balzac, Mérimée o George Sand, autores que le habrían otros mundos y otras posibilidades narrativas, aunque en su modo de escribir se evidencia una atenta lectura de Hawthorne. Pero todo su afán fue el de escapar del provincianismo en el que está sumida la narrativa en su país.

Junto a Melville y Walt Whitman, se impone como poética una mirada global sobre la cultura occidental, y dentro de ella, sobre la gran ciudad como lugar donde reverbera la auténtica esencia del tiempo, las costumbres y las ideas del momento que le ha tocado vivir. Ya no es que el novelista deba reflejar la realidad como el espejo que se pasea por un ancho camino, sino que también es de vital importancia el portador del espejo, su forma de ver ese reflejo. Henry James es la lúcida transición entre el espejo de Stendhal y el espejo de Proust. Tal vez en este sentido ha sido y sigue siendo un escritor incomprendido, porque toda su carrera literaria fue una lucha casi titánica por encontrar nuevas formas de expresión en la narrativa hasta el punto de darle la vuelta a su concepción, a costa de resultar cada vez más oscuro, confuso o ininteligible para sus lectores.

No obstante, Henry James vivió exclusivamente de sus escritos desde los 20 años y fue el único, entre los grandes escritores norteamericanos de su tiempo, que jamás tuvo otra ocupación que no fuera la de escribir. Numerosas anécdotas lo muestran como un hombre ocioso, asiduo de todo tipo de salones y miembro indispensable de a cuantas cenas se le invitara, viajero incansable, conversador empedernido y un tanto pelmazo y, en definitiva, un hombre que vivía de lo que buenamente le ofrecían los demás.

La realidad, bien distinta, es que fue un escritor que convirtió su oficio en una especie de religión a la que se consagró pero que no trató de imponer a nadie, y si bien nunca llegó a ser un best-seller, vivió de una forma desahogada de su pluma hasta el punto de renunciar a su suculenta parte de la herencia paterna a favor de su hermana. En cuanto a su fama de viajero, sólo conoció bien tres países europeos, Francia, Italia y Gran Bretaña, con breves y poco interesantes incursiones por Baviera, Irlanda y los Países Bajos. Además de Nueva York, admiraba Roma, París y Londres, y cada una por distintos motivos, y una vez que le resultó incómodo vivir en la capital inglesa, adquirió Lamb House, una casa enclavada en lo más alto de una calle retorcida de Rye, Sussex, una pintoresca ciudad costera.

Su producción literaria fue tan abundante que llegó a saturar su propio mercado, ya que, como era costumbre en la época, sus escritos eran publicados en periódicos y revistas, escritos que no cesaban de llegar a las imprentas y que abarcan toda clase de géneros: relatos, críticas literarias, novelas cortas, relatos de viajes, biografías, novelas, memorias, prefacios o reflexiones sobre el arte de escribir, sin contar con las obras de teatro que nunca alcanzaron el éxito que él se empeñó en obtener de ellas y las miles de cartas que de él se conservan y que forman en su conjunto todo un tratado sobre el arte de escribir ficción. Su influencia puede apreciarse en Edith Wharton, James Joyce, Virginia Woolf, Graham Greene, Ford Madox Ford o Joseph Conrad, del que era amigo personal, como lo fue de Zola, Rossetti, Ruskin, Stevenson, Edmond de Goncourt, Daudet, Maupassant o Turguenev, que lo llevó a conocer a Flaubert, igual que también quiso conocer a Darwin. Trabó una estrecha amistad con H. G. Wells, que después lo ridiculizaría en una novela, pero nosotros sentimos que Henry James estaba más cerca de Kafka que de Kipling o Thomas Hardy.

Fue un infatigable observador de la vida, pero no de un modo contemplativo, como se le ha querido ver, sino de una manera aguda, inteligente, dinámica, interesado ante todo por reflexionar sobre la forma de vida de sus conciudadanos, en su caso de ambos lados del océano, lo que lo convierte en un escritor único. De hecho, sus primeras obras, que culminan en una obra maestra como es El retrato de una dama, muestran su preocupación y su análisis acerca de las distintas formas de percibir la vida entre la primigenia ingenuidad norteamericana y la cada vez más decadente y cínica visión de los europeos, buscando el equilibrio donde los dos mundos pudieran convivir sin entorpecerse y, de esta manera, interesar al público no con soterrados estudios sociológicos sino con espléndidas obras de ficción.

Podría haberse quedado ahí, dada su posición privilegiada cargada de distanciamiento y sabiduría, y que, a la postre, supondría el momento de mayor gloria literaria que vivió, pero ese espejo que refleja la realidad lo llevó hacia otro tipo de novela más social, más apegada a las férreas costumbres de una sociedad que se estaba descomponiendo y reinventándose conforme terminaba el siglo XIX, sin abandonar por ello otros temas, como lo fantástico o lo artístico, de los que daba buena muestra en sus extraordinarios cuentos.

Una vez acaecido su fracaso personal como dramaturgo, lejos de abandonar su brillantez narrativa, dio otra vuelta de tuerca a su forma de entender la ficción, mezclando una poderosa introspección psicológica en los personajes con la fuerza dramática de situaciones complejas que había aprendido a manejar sobre las tablas del teatro, en ese último y esplendoroso período de su vida en que cada una de sus novelas y relatos fueron una obra maestra.

Hay una imagen que, acaso, refleja ese dominio de sus facultades, su profunda satisfacción por haber alcanzado la maestría que tanto había buscado: se trata del impresionante retrato que le hizo en 1913 John Singer Sargent, un retrato que desvela más el interior del maestro que su propia fisonomía. Esos ojos duros y cansados marcando una mirada firme y serena son el reflejo de un íntimo orgullo maduro.

Hace ahora poco más de un siglo, el 28 de febrero de 1916, fallecía en Chelsea a la edad de 72 años, venerado e incomprendido. Dejaba atrás una prolífica obra con más de 100 cuentos y 25 novelas, junto a varias obras de teatro y una producción como crítico y analista literario cuyo estilo sería perdurable. Con él nació la narrativa del siglo XX que él comenzó a escribir en el siglo XIX, puesto que sus obras a partir de 1880 ya no se parecen a ninguna otra publicada en aquellas fechas. Tuvo la certera intención de incluir al lector dentro de sus tramas a través de la sutil introducción del punto de vista deliberadamente falible y subjetivo.

Su idea de mostrar la realidad mediante el stendhaliano recurso del espejo lo llevó con el tiempo a descubrir que ese espejo es necesariamente fragmentario, que la realidad no es una sino que depende del punto de vista de quien la observe y que por tanto el novelista tiene la obligación de ser veraz antes que realista, psicológico antes que naturalista; que, en definitiva, el narrador omnisciente no es más que una trampa del escritor para contar lo que quiere contar, cuando su interés como honrado cómplice del lector está en contar lo que debe contar, incluso a costa de resultar difícil o fragmentario, tal como es la realidad, ese pequeño trozo de vida que cada uno comprende a su manera, como Henry James comprendió a su manera lo que dignificaba y convertía al oficio de escribir en arte.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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