Henry James visto por sus contemporáneos: leer sin perspectiva

Henry James junto a Edith Wharton y Howard Sturgis, 1904
Henry James junto a Edith Wharton y Howard Sturgis, 1904

En la actualidad pocos críticos dudan de la calidad literaria de Henry James, no sólo por su valor intrínseco, sino también por la influencia que tuvo su estilo en las posteriores generaciones de escritores. Henry James es el puente que une la narrativa del siglo XIX y la del XX, y conforme iba corrigiendo y enriqueciendo su forma de escribir, iba a la vez creando los cimientos de una literatura cuyos frutos él no pudo conocer.

Por desgracia, los auténticos innovadores, los creadores (y entiendo como creador aquél que crea un público hasta entonces inexistente y no el que se acopla a los gustos de éste), suelen ser incomprendidos en el momento en el que están inventando una nueva manera de entender las cosas. Es cierto que Henry James murió entre honores oficiales y venerado por algunos amigos que supieron ver la estatura gigantesca de su obra. Pero no es menos verdad que casi nadie lo leía, que era generalmente considerado una especie de dinosaurio del que se hablaba pero del que apenas nada se conocía.

Es interesante constatar cómo se veía a Henry James cuando aún estaba vivo y ya su producción literaria estaba prácticamente acabada. Es ese Henry James visto sin perspectiva, ese autor del que se recibe una novela o un libro de relatos y se lee en la inmediatez del momento, y para verlo de esa manera hemos elegido a tres afamados autores que fueron contemporáneos suyos y que estaban escribiendo su propia obra a la vez que leían la de James.

Quizás el caso más llamativo fue el de H. G. Wells, amigo personal y brillante escritor. Wells fue derivando de sus primeras y famosas novelas del género fantástico hacia una literatura social y reivindicativa, cuyo mejor ejemplo es Kipps. Es posible que este cambio en sus ideas acerca de la sociedad y de la manera de representarla más crudamente en sus novelas lo llevara a confundir ficción y realidad, hecho lamentable, aunque posible, en un escritor.

22.HGWellsLa cuestión es que las novelas de James, como es sabido, se suelen desarrollar en ambientes selectos donde no faltaba algún millonario o aristócrata, en ciudades hermosas y bajo situaciones donde se evita la fealdad. Tal vez esta característica (sin duda, la menos importante para hacer un juicio literario) llevó a Wells a ver en las novelas de su amigo, junto a su estilo complejo, una especie de pedantería y elitismo cuyo rechazo mostró de una manera un tanto grosera: en su novela satírica de 1915, Boon, se mofa del estilo de James haciendo que los personajes hablen y piensen inmersos en interminables párrafos llenos de oraciones subordinadas, en un pastiche soporífero que ocupa el 5º capítulo de la novela. Por una característica de esta novela, que no viene al caso, Wells tiene la oportunidad de divagar sobre lo humano y lo divino. Valga este extracto para entender la visión que el escritor tenía de su amigo y colega:

James empieza dando por sentado que una novela es una obra de arte y debe ser juzgada por su unidad. Alguien le inculcó esa idea al comienzo de los tiempos y él nunca la ha descubierto. No descubre cosas, Ni siquiera parece querer cosas… Acepta rápidamente…y luego…se explica. Los únicos motivos humanos vivos que quedan en las novelas de Henry James son una cierta avidez y una curiosidad enteramente superficial… Sus gentes van asomando su desconfiada nariz, reuniendo un indicio detrás de otro, atando un cabo tras otro. ¿Han visto algún ser humano que haga esto? El tema sobre el que versa la novela está siempre ahí. Es como una iglesia iluminada, sin feligreses que te distraigan, cuyas luces y líneas convergen todas en el gran altar. Y sobre él, depositado con suma reverencia, intensamente presente, hay un gatito muerto, una cáscara de huevo, un trozo de cuerda…

Valga como atenuante que en el siguiente capítulo se despacha a gusto con George B. Shaw, y más adelante, con Nietzsche, y que el propio Wells se ríe de sí mismo, con ese sentido del humor tan británico que, en determinadas circunstancias, puede herir. De hecho, James llegó a leer esta novela en sus últimos días de vida porque el propio Wells se la regaló, y dado que él sólo conocía anteriormente juicios favorables acerca de su obra por parte de su amigo, le contestó con una cortés y dolorosa carta que Wells nunca entendió, puesto que siempre sostuvo que lo que había escrito era un elogio de James.

Afortunadamente no ocurrió lo mismo con E. M. Forster, ya que el juicio que éste hizo de la obra de James lo escribió años después de la muerte del escritor norteamericano. En este caso, es curioso que su análisis lo hiciera en un momento en el que la influencia de James sobre la literatura posterior empezaba a ser evidente. En su notable libro Aspectos de la novela trata de explicar los términos forma y ritmo para hablar de dos elementos fundamentales que deben regir un buen argumento.

22.emforsterPara ello escoge una novela de James, Los embajadores, que para Forster es un ejemplo del buen uso de estos dos elementos. Disecciona con brillantez el argumento y termina concluyendo que “la belleza que impregna Los embajadores es la recompensa que se merece un gran artista después de un duro trabajo”. Elogia el esfuerzo de James y reconoce que su labor se ve coronada por el éxito en toda la extensión de sus posibilidades, y cuando parece que nos está presentando una obra perfecta, escribe: “¡Pero a qué precio!”, momento a partir del cual hace un ataque frontal al estilo de James hasta el punto de pensar que “los lectores no pueden aceptar su premisa de que la mayor parte de la vida humana tiene que desaparecer para que él haga una novela”.

Acusa a James de poseer un elenco muy limitado de personajes, que además, “están trazados con líneas muy someras”. Para Forster son como una especie de marionetas de cartón piedra, repetitivas, tristes, que “desembarcan en Europa, contemplan obras de arte, se miran unos a otros, pero eso es todo.”

En las páginas de Henry James sólo pueden respirar criaturas mutiladas; mutiladas pero especializadas. Nos recuerdan a esas exquisitas deformidades que plagaban el arte egipcio en la época de Akenatón: enormes cabezas y piernas minúsculas que forman, sin embargo, figuras fascinantes. En el siguiente reinado desaparecieron.

Imagina que si introdujéramos a Tom Jones o a Emma en un libro de Henry James los reduciría a cenizas para después sentenciar con una afirmación sorprendente: “Solo los personajes de Henry James encajan en los libros de Henry James”, y termina quejándose de que, aunque no estén muertos, sus personajes carecen del contenido que normalmente hallamos en los de otros libros y en nosotros mismos.

Acaso esa haya sido la mayor crítica que se le ha hecho a James hasta que llegó su reconocimiento universal: que sus personajes solo encajaban en sus libros, cuestión cuando menos extravagante ya que, por lo general, también nos costaría encajar los personajes de Dickens en las novelas de Jane Austen o los de Kipling en las novelas del propio Forster.

22.josephconradLa cara más amable sobre la obra de James la mostró Joseph Conrad en un profundo artículo publicado en 1905, es decir, en pleno momento creativo de ambos. Decir que eran amigos y casi vecinos no debe enturbiar el juicio de una persona tan huraña e intratable como era Conrad, siempre más basado en sensaciones que en razonamientos.

En dicho artículo escribe lo que, a mi entender, es el mayor elogio que se le puede hacer a un escritor acerca de su obra:

Tras unos veinte años de una relación atenta con la obra de Mr. Henry James se alcanza la convicción absoluta de que, al margen todo sentimiento personal, aporta a la existencia artística de uno un sentido de felicidad.

E incide en una cuestión que aún asombra a quienes nos acercamos a la obra de Henry James: su fertilidad creadora y su acierto constante, como si estuviera al margen de las irregularidades y los momentos de dificultad propios de cualquier artista:

El caudal de inspiración fluye lleno hasta los bordes en una dirección predeterminada, inmune a los periodos de sequía, inafectado en su claridad por las tormentas de la tierra literaria, sin languidez ni violencia en su poder, sin rebelarse jamás contra corriente, abriendo nuevas vistas con el serpentear de su curso a través de ese tan generosamente poblado país que su fertilidad ha creado para nuestra delectación, juicio y afán explorador. Se trata, en fin, de una fuente mágica.

Conrad admira lo que James aportó a la narrativa inglesa: su persistencia en convertirla en obra de arte, obra digna de ser admirada y no mero vehículo de distracción. Cree que ha dominado su terreno, sus ámbitos de acción, los umbríos rincones y las asoladas veredas que hay detrás de toda verdadera creación, que ya no hay secretos en sus dominios, que la veracidad de su arte se hace sentir hermosamente, tangible y virtuosa.

El autor que ya había escrito El corazón de las tinieblas o Lord Jim confiesa que la facultad crítica vacila ante la magnitud de la obra de James, y habla de que posee un milagro, un privilegio, no del todo oculto “a los más ruines de nosotros”, para terminar preguntándose: “No sé en qué clase de tinta moja su pluma Mr. Henry James”.

Es el retrato de un escritor, de un gigante, que admira a otro gigante, y desde esa altura no tiene por qué subirse a una silla para imponer nada sino sólo admirar y aprender del otro, porque ciertamente Conrad aprendió de James que una historia puede ser contada de muchas maneras, pero que sólo hay una, un punto de vista, que eleva el texto a la categoría de obra maestra.

Para terminar por este recorrido contemporáneo acerca de Henry James, resulta notorio un detalle que señala el propio Conrad en su artículo: que aunque los libros de su admirado amigo los tiene en una estantería siempre a mano, no los tiene todos, porque James, al contrario de muchos escritores muy inferiores a él, no vio publicada en vida su obra completa, ningún editor quiso hacerse cargo de algo que era muy normal en aquellas fechas porque, al fin y al cabo, sólo interesaba a muy pocas personas, sólo a personas de la talla de Joseph Conrad.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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