Yolanda Bedregal (1916–1999). Bolivia
Poeta, narradora y ensayista, Yolanda Bedregal es sin duda una de las figuras más destacadas de la literatura boliviana del siglo XX. Su obra se despliega entre la introspección existencial, el dolor íntimo, la reflexión sobre lo femenino y el misterio de la trascendencia. Cultivó una poesía esencialista, marcada por la búsqueda de lo absoluto a través de un lenguaje limpio, simbólico y contenido.
Su voz se distingue por una intensidad contenida que atraviesa los cuerpos, el paisaje y los vínculos humanos con un halo de melancolía. Bedregal no teme la hondura emocional, pero huye del exceso retórico: sus versos surgen como plegarias nacidas del cuerpo y el alma, y se aferran a una espiritualidad desnuda.
El poema “Resaca” es una muestra conmovedora de ese estilo. En él, la poeta explora las ruinas del amor, lo que queda cuando la pasión ha sido arrasada por el tiempo y la conciencia. Una plegaria de arena y sal.
RESACA
Cuando ya la resaca deje mi alma en la playa,
y del arco agobiado de mi espalda se vaya
el ala cercenada, cual vela desafiante,
en cicatriz y estela prolongará el instante.
Quedarán vigilando, símbolo intrascendente,
dos pobres ojos pródigos y una mendiga frente.
¡Catacumba de agua, amor! ¡No me conoces!
Ni nadie nos conoce. Sólo hay fugaces roces,
desencuentros, en la prieta mudez de encrucijadas.
Expían su demora presencias nunca halladas.
No son cruz ya los brazos ni altar para holocausto
de salvajes ternuras. Con su claror exhausto,
un sol desalentado ahonda los abismos.
Somos polvo y lucero, todo en nosotros mismos.
Para esta elemental ceniza taciturna
sea la inmensa lágrima del Mar celeste urna.
Cuando el amor se retira
Desde el primer verso, Resaca se inscribe en el tiempo del después:
Cuando ya la resaca deje mi alma en la playa,
La metáfora de la resaca es perfecta: aquello que antes fue oleaje y plenitud, ahora retrocede y deja el cuerpo tendido en la orilla. El alma ha naufragado. La pasión ha pasado. El instante, sin embargo, no muere, se prolonga en “cicatriz y estela”.
Quedarán vigilando, símbolo intrascendente,
dos pobres ojos pródigos y una mendiga frente.
Todo el cuerpo se vuelve ruina simbólica. Los ojos ya no ven con deseo, la frente ya no sueña. El amor, convertido en “catacumba de agua”, no reconoce a la que fue su templo. El “¡No me conoces!” resuena como un eco desolado del desamor universal.
La tercera estrofa declara la incomunicación esencial:
Ni nadie nos conoce. Sólo hay fugaces roces,
desencuentros…
El amor es aquí una promesa no cumplida, un cruce de caminos donde las presencias se extravían. Ya no hay brazos para ofrenda ni altar para ternura: sólo un “sol desalentado” que “ahonda los abismos”.
Somos polvo y lucero, todo en nosotros mismos.
Este verso es, quizá, la cumbre del poema. Una síntesis perfecta del ser humano: materia y luz, límite y anhelo, finitud y trascendencia.
La estrofa final es una plegaria:
Para esta elemental ceniza taciturna
sea la inmensa lágrima del Mar celeste urna.
La tristeza no se niega, se consagra. El mar —símbolo de lo eterno, del amor que fue— es llamado a convertirse en urna: testigo sagrado del duelo.
En Resaca, Yolanda Bedregal traza una elegía íntima del desamor. Pero no hay patetismo ni resentimiento. Hay aceptación, dolor lúcido, y un silencio que nombra lo que ya no puede ser. Como las mejores poetas místicas, Bedregal transforma la pérdida en ofrenda. Porque, a veces, la poesía no puede salvar el amor. Pero puede sostener su ausencia con dignidad.