Dulce María Loynaz (1903–1997). Cuba
Poeta mayor de las letras cubanas, Dulce María Loynaz ocupa un lugar de excepción en la literatura hispanoamericana del siglo XX. Su vida, como su obra, fue discreta pero intensa, al margen de modas y movimientos, cultivada con una elegancia intelectual y espiritual que la convirtió en una figura admirada por poetas como Juan Ramón Jiménez o Gabriela Mistral. Nacida en La Habana en 1903, en una familia de gran cultura, se formó en Derecho —fue una de las primeras mujeres abogadas de Cuba—, pero su vocación verdadera fue siempre la literatura.
Su obra, escrita en su mayor parte entre los años 30 y 50, circuló en una época sin el reconocimiento masivo que merecía. Fue ya en su vejez cuando recibió el merecido homenaje: en 1992 le fue concedido el Premio Cervantes, el más alto galardón de las letras hispánicas. A pesar de su aparente reclusión, Loynaz escribió una poesía profunda, de aliento metafísico, con una voz íntima y refinada que explora el amor, la ausencia, la soledad, la fe y el tiempo con una sensibilidad que no se adscribe fácilmente a ninguna escuela. Su estilo evoca a veces el simbolismo, a veces el misticismo, y siempre una conciencia dolida pero lúcida de lo efímero.
Hoy comentamos uno de sus poemas más conmovedores: Eternidad.
ETERNIDAD
No quiero, si es posible
que mi beneficio desaparezca,
sino que viva y dure toda la vida de mi amigo.
Séneca
En mi jardín hay rosas:
Yo no te quiero dar
las rosas que mañana…
Mañana no tendrás.
En mi jardín hay pájaros
con cantos de cristal:
No te los doy, que tienen
alas para volar…
En mi jardín abejas
labran fino panal:
¡Dulzura de un minuto…
no te la quiero dar!
Para ti lo infinito
o nada; lo inmortal
o esta muda tristeza
que no comprenderás…
La tristeza sin nombre
de no tener que dar
a quien lleva en la frente
algo de eternidad…
Deja, deja el jardín…
no toques el rosal:
Las cosas que se mueren
no se deben tocar.
Hay una hondura moral y estética en este poema que sólo puede ofrecer quien ha conocido el precio de amar con el alma entera. Eternidad no es un poema de negación, sino de exigencia: de un amor que no se conforma con lo efímero, con el adorno, con la dádiva pasajera. La voz poética —contenida, serena— se resiste a dar lo frágil, lo transitorio, lo que ha de marchitarse: ni las rosas, ni el canto, ni la dulzura inmediata bastan si no tienen vocación de eternidad.
Y es que para Loynaz, dar es un acto sagrado. No se entrega lo que se pudre mañana. No se ofrece lo que escapa. Se da solo aquello que no muere. El poema, atravesado por una tensión entre la belleza y la muerte, entre lo que brilla y lo que permanece, nos obliga a reflexionar sobre el sentido último del amor: ¿qué ofrecer al otro si todo lo bello se disuelve?
En esa pregunta se filtra la melancolía:
La tristeza sin nombre
de no tener que dar
a quien lleva en la frente
algo de eternidad…
La tristeza nace no de la falta de amor, sino de la incapacidad de estar a la altura de lo eterno. De sentir que lo que uno tiene es bello, pero mortal, y no se atreve a ponerlo en manos de quien merece otra cosa: lo inmortal. Es una forma de humildad, sí, pero también de desesperación amorosa.
La última estrofa cierra con un imperativo casi religioso:
Las cosas que se mueren
no se deben tocar.
Como si tocar lo efímero fuera profanar lo sagrado. El jardín —símbolo del alma o del amor— no puede ser visitado por quien se conforma con lo finito. Loynaz reclama, para sí y para el otro, una trascendencia. Un amor que no se consuma en el goce inmediato, sino que aspire al más alto ideal: la eternidad compartida.
En tiempos donde todo parece urgencia y fugacidad, la voz de Dulce María Loynaz resuena con la sobriedad de lo imperecedero. Frente al vértigo del instante, su poesía propone la espera, la elección rigurosa, el amor sin concesiones. Un amor que no se toca, porque permanece.