José Lezama Lima (1910–1976). Cuba
Figura central de la literatura cubana del siglo XX, José Lezama Lima fue un poeta, novelista y ensayista que desafió todas las convenciones. Su obra, densa, barroca y profundamente erudita, gira en torno a una idea totalizadora de la poesía: como revelación, como misterio, como forma de conocimiento que excede lo racional. Fundador de la revista Orígenes y autor de la novela Paradiso, Lezama fue un solitario brillante, ajeno a las corrientes políticas dominantes y entregado a un universo simbólico donde convergen teología, filosofía, historia del arte y mitología.
Sus poemas no se explican fácilmente. No deben, quizás, explicarse. Se deben habitar. Tal es el caso de este texto breve y extraordinario, donde la ausencia —más que una emoción— se convierte en una presencia tangible, en una entidad que se mueve entre el humo del tiempo y las sombras de los objetos.
ESPERAR LA AUSENCIA
Estar en la noche
esperando una visita,
o no esperando nada
y ver cómo el sillón lentamente
va avanzando hasta alejarse de la lámpara.
Sentirse más adherido a la madera
mientras el movimiento del sillón
va inquietando los huesos escondidos,
como si quisiéramos que no fueran vistos
por aquellos que van a llegar.
Los cigarros van reemplazando
los ojos de los que no van a llegar.
Colocamos el pañuelo
sobre el cenicero para que no se vea
el fondo de su cristal,
los dientes de sus bordes,
los colores que imitan sus dedos
sacudiendo la ausencia y la presencia
en las entrañas que van a ser sopladas.
La visita o la nada
cubiertas por el pañuelo,
como el llegar de la lluvia
para oídos lejanos,
saltan del cenicero,
preparando la eternidad
de sus pisadas o se organizan
inclinándose sobre un montón de hojas
que chisporrotean sobre el jarrón
de la abuela,
huyendo del cenicero.
El temblor del no-llegar
El poema de Lezama es una miniatura metafísica sobre la espera: no la espera heroica, ni la espera romántica, sino la espera mínima, cotidiana, casi inmóvil. Un sillón que se desliza levemente. Un pañuelo que cubre un cenicero. Una visita que no llega y que, quizás, nunca llegará. Pero en ese “nunca” se concentra toda la sustancia del poema.
La imagen del sillón que se aleja de la lámpara tiene algo de ensoñación inquietante, como si el espacio habitado se animara con voluntad propia. Y el cuerpo del que espera —nos dice el poeta— se adhiere cada vez más a la madera, como si la quietud fuera también una forma de resistencia a lo inevitable: la ausencia.
Los cigarros que reemplazan los ojos son una imagen insólita y lúcida: cuando ya no hay miradas que nos busquen, lo que queda son brasas consumiéndose en la penumbra. Restos de lo humano en un espacio abandonado por la esperanza.
La colocación del pañuelo sobre el cenicero no es un gesto casual: es un ritual doméstico que evoca un acto fúnebre. El intento de cubrir lo visible para que no nos duela lo que ya no será. Los objetos, en Lezama, siempre son símbolos en fuga: aquí el cenicero se convierte en una urna oracular de lo que pudo haber sido.
Finalmente, ese “llegar de la lluvia para oídos lejanos” expresa el drama central del poema: lo que viene, viene siempre para otro. Nunca para nosotros. La ausencia se vuelve una coreografía minuciosa de gestos, una liturgia que no se clausura, porque nadie entra, porque nadie llama, porque nadie llega.
Este poema nos recuerda que no hay soledad más pura que la del que espera sin certeza. Que no hay más visita que la que no se produce. Y que, en el fondo, todos estamos sentados, cada noche, ante un cenicero cubierto, esperando a que la ausencia nos diga algo.