Jaime Torres Bodet (1902–1974). México
Poeta, narrador, ensayista, diplomático y funcionario internacional, Jaime Torres Bodet fue una de las grandes figuras del panorama cultural mexicano del siglo XX. Nacido en la Ciudad de México en 1902, fue miembro destacado del grupo de los Contemporáneos, junto a autores como Xavier Villaurrutia, Salvador Novo o José Gorostiza, con quienes compartió una profunda preocupación por el arte, la modernidad y el lenguaje poético.
Intelectual comprometido, desempeñó importantes cargos públicos: fue director de la UNESCO, secretario de Educación Pública y secretario de Relaciones Exteriores en México. Desde esas esferas institucionales, impulsó con pasión políticas culturales y educativas que todavía hoy resuenan. Pero detrás de su intensa vida pública, vivía un poeta que siempre buscó el equilibrio entre la claridad emocional y la forma pulida. Su poesía está marcada por una serenidad luminosa, por un arte que rechaza el exceso retórico y se inclina hacia lo íntimo, lo reflexivo, lo cotidiano y, sobre todo, lo humano.
Publicó libros como Canciones (1922), Poemas (1934), Cripta (1942) y La pedagogía del dolor (1951). En todos ellos late una búsqueda esencial: comprender lo que somos a través de las palabras que nos nombran. El poema que hoy comentamos, «Mediodía», pertenece a esa veta poética que encuentra en lo cotidiano una revelación serena y profunda.
MEDIODÍA
Tener, al mediodía, abiertas las ventanas
del patio iluminado que mira al comedor.
Oler un olor tibio de sol y de manzanas.
Decir cosas sencillas: las que inspira el amor…
Beber un agua pura, y en el vaso profundo,
ver coincidir los ángulos de la estancia cordial.
Palpar, en un durazno, la redondez del mundo.
Saber que todo cambia y que todo es igual.
Sentirse, ¡al fin!, maduro, para ver, en las cosas,
nada más que las cosas: el pan, el sol, la miel…
Ser nada más el hombre que deshoja unas rosas,
y graba, con la uña, un nombre en el mantel…
El poema «Mediodía» se construye como un acto de contemplación. Aquí no hay épica ni grandes gestos, sino una estética de lo mínimo, donde cada cosa —el pan, el agua, la fruta, la luz— se vuelve signo de una plenitud modesta, pero verdadera. Torres Bodet escribe desde un instante suspendido, desde esa hora exacta en la que el mundo parece respirar con pausa y armonía.
La primera estrofa instala la escena: las ventanas abiertas, el patio iluminado, los aromas cálidos, las palabras sencillas. Todo invita a la experiencia sensorial y afectiva, como si el poeta quisiera recordarnos que lo esencial está en el presente, en la comunión íntima con lo inmediato.
La segunda estrofa eleva esa experiencia a una forma de sabiduría: el vaso de agua se convierte en un símbolo de transparencia, de introspección; el durazno, en metáfora de la completud del mundo; el reconocimiento de que todo cambia y todo permanece señala una aceptación madura del devenir.
Y así llegamos a la última estrofa, que es también una suerte de manifiesto existencial: dejar de buscar significados trascendentales y, en cambio, aprender a ver las cosas como son, con la gratitud y el asombro del que ha comprendido que en lo simple habita lo verdadero. “Ser nada más el hombre que deshoja unas rosas” no es una renuncia, sino una conquista. El poeta se declara, al fin, dispuesto a vivir con plenitud el instante, a grabar en lo cotidiano una huella íntima, humana, duradera.
Jaime Torres Bodet nos ofrece con Mediodía un poema de plenitud callada, un himno a la madurez interior. Una invitación a reconciliarnos con el mundo, con lo simple, con la belleza que no necesita ser explicada, sino simplemente vivida. En un tiempo como el nuestro, dominado por la prisa y el ruido, este poema es una lección de pausa, de claridad, de paz.