Xavier Villaurrutia (1903–1950). México
Xavier Villaurrutia es uno de los nombres esenciales de la poesía mexicana del siglo XX. Integrante del grupo «Los Contemporáneos», Villaurrutia destacó no solo como poeta, sino también como dramaturgo, crítico y traductor. Su obra, aunque breve, es de una intensidad lírica y una sofisticación formal que lo sitúan entre los más altos exponentes de la poesía hispanoamericana. Su mundo poético está marcado por un tema que lo obsesionó a lo largo de su vida: la muerte. Pero no una muerte gloriosa o épica, sino íntima, silenciosa, nocturna. Una muerte que, como sugiere su estilo, es tan existencial como estética.
Influenciado por el simbolismo francés y el modernismo, pero también por el psicoanálisis freudiano y la poesía metafísica, Villaurrutia crea una lírica de lo interior, de lo onírico, de lo oscuro. En sus Nocturnos, entre los que se encuentra el poema que hoy comentamos, el poeta explora con lúcida desesperación el tránsito entre la vigilia y el sueño, entre el cuerpo y la nada.
NOCTURNO MUERTO
Primero un aire tibio y lento que me ciña
como la venda al brazo enfermo de un enfermo
y que me invada luego como el silencio frío
al cuerpo desvalido y muerto de algún muerto.
Después un ruido sordo, azul y numeroso,
preso en el caracol de mi oreja dormida
y mi voz que se ahogue en ese mar de miedo
cada vez más delgada y más enardecida.
¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento
en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma
el corazón inmóvil como la llama fría?
La tierra hecha impalpable silencioso silencio,
la soledad opaca y la sombra ceniza
caerán sobre mis ojos y afrentarán mi frente.
En este Nocturno muerto, Villaurrutia logra una de las más densas y estremecedoras imágenes de la agonía consciente, del tránsito hacia la muerte, o quizás hacia el sueño definitivo. La secuencia del poema —del aire tibio que ciñe al silencio absoluto que aplasta— reproduce una especie de ritual de extinción del cuerpo, pero sobre todo del yo lírico, que observa con minuciosidad su propia desaparición.
El tono es contenido, frío, casi clínico, pero cargado de símbolos oscuros: vendas, caracoles, sombras, ceniza. Todo en este poema parece construido desde la imagen de un cuerpo que se va quedando sin aliento, sin voz, sin identidad. El lector asiste no a una explosión de vida o de angustia, sino a un apagar lento, una evaporación existencial.
¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento
en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma
el corazón inmóvil como la llama fría?
Este terceto central es fundamental. El cuerpo, ya helado, se presenta como una contradicción: un corazón quieto como una llama fría. Villaurrutia lleva el oxímoron al extremo: la muerte no es fuego ni hielo, es ambas cosas a la vez. Es un estado suspendido entre el calor que se fue y el frío que invade.
El poema concluye con una desmaterialización total. La tierra se vuelve impalpable, el silencio se hace materia (“silencioso silencio”), la soledad y la sombra caen sobre el rostro como si fueran sustancias físicas, en una imagen cercana al final del cuerpo, pero también de la conciencia.
La tierra hecha impalpable silencioso silencio,
la soledad opaca y la sombra ceniza
caerán sobre mis ojos y afrentarán mi frente.
El verbo «afrentar» en el último verso —tan violento como inesperado— sugiere que la muerte no es solo desaparición, sino una humillación, un agravio que el yo no puede evitar. No hay consuelo, no hay trascendencia. Solo una conciencia lúcida del final, de ese instante en que la vida se apaga sin gloria ni redención.
Xavier Villaurrutia nos ofrece con este poema una obra de arte sombría y precisa, una sinfonía de silencios y apagamientos donde cada palabra resuena como un eco de lo inevitable. En un mundo donde la poesía muchas veces celebra la vida, él elige explorar el territorio opuesto: la noche del alma, la quietud del cuerpo, la soledad total. Y lo hace con tal maestría que su poesía no deja de vibrar con intensidad y belleza.
Su voz —como su “voz que se ahoga”— sigue resonando en quienes se atreven a mirar cara a cara la noche interior.