El prestamista, de Sidney Lumet: vivir en el infierno

el-prestamistaA veces basta con mirar quién ha sido el director de una película para conocer, de una forma bastante certera, qué tipo de historia estamos a punto de ver. La filmografía de Sidney Lumet quizá sea uno de esos casos singulares en los que un realizador aparece ligado, por regla general, a un tipo de cine bastante comprometido y, aunque el producto final de su trabajo sea desigual y no siempre logre la misma brillantez, no cabe duda de que Sidney Lumet es un director de referencia cuya trayectoria cinematográfica resulta no solo interesante sino de cierta altura. Es conocido que Lumet inició su andadura profesional en la televisión, lo que se deja entrever en la que fuera su primera y excepcional película Doce hombres sin piedad, que por la forma en que está rodada a mí me recuerda a esas adaptaciones televisivas de obras de teatro clásico y contemporáneo que, durante bastantes años, nos llegaron felizmente a las pantallas de los televisores españoles a través del mítico programa Estudio 1.

La película El prestamista (1965) no es una de las más conocidas ni reconocidas de Lumet, si bien en su momento llegó a conseguir varios premios por la fabulosa interpretación de Rod Steiger, quien incluso llegó a estar nominado al Oscar. Y puede que el motivo de este olvido o poco aprecio por la película se deba a la dureza de su planteamiento. Es cierto que Lumet siempre nos ha planteado tramas muy críticas, duras y sin concesiones, propias de un modo de hacer cine muy de aquella época, notoriamente influenciado por los cineastas de la nouvelle vague y cuyo estilo de crítica social está presente en otros cineastas como John Frankenheimer o Martin Ritt, por mencionar otros dos realizadores con inquietudes similares.

El protagonista absoluto de la película es Sol Nazerman, cuya interpretación corre a cargo de Rod Steiger, y se trata de un judío afincado en Nueva York que regenta una tienda de empeños. Nazerman es un hombre gris, vacío e infeliz. Y esto se debe fundamentalmente a que se trata de un hombre marcado por un pasado dramático: una víctima del holocausto cuyas cicatrices nunca se curaron.

Al comienzo de la película vemos una escena rodada a cámara lenta en la que nos retrotraemos, como una evocación o una pesadilla, al momento en el cual Sol Nazerman dejó de ser un feliz padre de familia para ser capturado por los nazis y enviado a un campo de concentración. Son pocos los momentos de la película en los que el protagonista recuerda los turbios y desagradables momentos que pasó de su estancia en el campo, pero nos bastan para comprender que allí lo perdió todo: a sus hijos, a su mujer, a sus amigos y, sobre todo, a sí mismo, pues el trauma que le ocasionan tales vivencias lo convierten en una especie de pelele sin vida, y lo que es aún peor, sin ninguna esperanza en el género humano y sin deseo alguno de seguir viviendo. En la misma línea, pero en el ámbito de la Literatura, existen otros testimonios igualmente escalofriantes de cómo la guerra en general y los campos de concentración en particular son capaces de destruir el interés de una persona por seguir viviendo. Uno de los más conmovedores que me vino de inmediato a la mente viendo esta película es Si esto es un hombre, de Primo Levi.

Una de las primeras escenas ya resulta bastante significativa a este respecto. Se trata de una secuencia en la que vemos a Nazerman sentado en una tumbona, en el jardín de una casa propiedad de su cuñada. Esa imagen pretende contraponer lo que podría considerarse como una forma de vida tranquila, apacible (el american way of life), sin problemas económicos ni familiares, con el infierno interior que vive el protagonista. Cuando su cuñada se acerca a preguntarle si desea acompañarlos a un viaje por Europa, Nazerman no muestra interés alguno. ¿Qué es lo que va a encontrar allí? Su cuñada le responde que Europa es un continente lleno de historia, y que incluso se puede oler la diferencia con respecto a América. Pero entonces Nazarman replica con hiel que ese olor, si no recuerda mal, es un hedor insoportable.

Son pocos los momentos en los que vemos a Sol Nazerman con su familia, pero los escasos planos ya nos anuncian, casi sin palabras, que el protagonista está en medio de un naufragio personal para el que no existen tablas a las que agarrarse. El único espacio en el que parece olvidar un poco su condición es su oscura tienda de empeños, en el barrio de Harlem, un lugar lúgubre en el que la delincuencia, las bandas juveniles, o la prostitución, son claramente visibles y acrecientan esa sensación de mundo podrido que atosiga al prestamista.

Si hay algo que me resultó agobiante en esta película es que no existe ni una sola concesión al humor, no hay nada positivo. La vida del prestamista en su escondite particular parece la de una comadreja en su guarida. Todas las personas que entran para desprenderse de sus objetos buscan alguna palabra de aliento, de comprensión, intentan conversar o ganarse, si no la amistad, sí al menos el afecto del dueño. Pero Nazerman se envuelve en una coraza inexpugnable. Es como un erizo que continuamente muestra sus púas para que nadie se acerque hasta él. Sobrevive como puede a base de trapicheos y negocios nada claros con maleantes y mafiosos que controlan la zona. Su desprecio por todo y hacia todos es notable. Un joven hispano que consigue emplearse en su tienda ve su trabajo como una opción para escapar de ese mundo de delincuencia y podredumbre, pero Nazerman no hace gran cosa por ayudarle.

El prestamista es un retrato de la soledad más rotunda, pues se trata de una soledad autoimpuesta, no tanto como una penitencia, sino como el sentimiento de que, pase lo que pase, nada importa. El nihilismo de Nazerman es, ciertamente, desolador. Es un superviviente del holocausto convertido en muerto viviente, algo que su padre enfermo le llega a reprochar en una de las escenas al decirle: “Yo también estuve en Auschwitz, pero salí vivo. Tu saliste muerto”. Y a continuación le recrimina: “Un superviviente cobarde ¿merece la pena? Sin amor, sin compasión ni piedad. ¡Sol Nazerman sólo eres un cadáver que se mantiene en pie!”

Aparte de la poderosa interpretación de Rod Steiger, hay que destacar la espléndida fotografía en blanco y negro de Boris Kaufmann, fotógrafo que trabajó en distintas ocasiones con Lumet y también con Elia Kazan. Y, por supuesto, no se puede hablar de este filme sin mencionar su música. Lumet le encargó a Quincy Jones su composición, convirtiéndose de este modo en el primer músico negro que realizaba una banda sonora, además de ser una de las pocas bandas sonoras cuyo estilo está casi íntegramente basado en el jazz. Y digo casi porque Quincy Jones compone dos tipos de música bastante diferenciadas que a su vez encajan en dos tipos de escenas: una más melódica, con cuerdas y flauta, para las escenas de flashback en las que el protagonista evoca sus días en el campo de concentración, y otra a ritmo de hard bop que resulta mucho más agresiva en la que se incluyen ritmos mucho más propios del jazz, con la batería el piano y los instrumentos de viento que están mucho más acordes con las escenas urbanas en Nueva York, dentro o fuera de la casa de empeños y cuyos ritmos asonantes debieron de resultar toda una provocación en aquella época.

En cualquier caso, la música es un elemento fundamental en esta película. Su tono por momentos áspero, por momentos vibrante o melancólico, pero exento de dulzura, anticipan el cataclismo de una trama que conduce, de forma inevitable, hacia un final tan desgraciado como todos sus protagonistas.

Para terminar, dejo dos vídeos con algunas escenas de esta película, el primero de de ellos con la música de fondo de Quincy Jones:

http://www.youtube.com/watch?v=J7ZIjjZ12BE

Clip de la película en V.O.:

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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