Una vida en Londres. Henry James: La obstinación por la renuncia

vida en londresRara vez Henry James publicó un libro de cuentos de acuerdo a una línea temática. Si algo tienen en común sus relatos es que no tienen nada en común, al menos mientras iba escribiéndolos. Fue en la Edición de Nueva York, en los tomos que reservó para sus narraciones cortas, donde los agrupó por afinidad, algunas veces sorprendente –como en el caso de Otra vuelta de tuerca, que no se encuentra entre los cuentos de fantasmas sino entre los correspondientes a personajes mentirosos-. Pero esto ocurrió al final de su vida.

Antes, tras Los papeles de Aspern, escribió cuatro relatos cuya nota común es la obstinación de los protagonistas. Una vida en Londres (A London Life, 1889) es un libro compuesto por cuatro cuentos en los que se puede percibir casi hasta la angustia la insensatez del ser humano, y en concreto, ese extraño sentido de la renuncia –me refiero a un determinado tipo de renuncia absurda, irracional- que tan querido era para el autor.

La inexplicable conducta de una joven a lo largo del tiempo es el tema principal de La señora Temperly (Mrs. Temperly). En este cuento, como en tantos otros de James, es más importante la densidad de lo narrado que los propios acontecimientos. La anécdota es simple y machacona: un joven norteamericano se enamora de la hija mayor de su prima, a la que visita asiduamente en su casa de la Quinta Avenida. No podemos decir que la joven lo rechace porque ya lo hace implícitamente su madre, una mujer encantadora, dueña de un seductor don de gentes que cae simpática de inmediato. Es de esa clase de primas que siempre hubiéramos querido tener o que, quienes las tuvieron, guardarán un imperecedero recuerdo de ellas.

Al ser su prima, el caballero acepta el modo afectuoso y cercano con que es tratado por ella. Su hija Dora parece tener una comunión total con la madre, y aunque no carezca de personalidad propia, posee una indudable capacidad para agazaparse tras la figura materna, incluso la de su difunto padre que, como dice Mrs. Temperly, ya profetizó que “iba para solterona, que nunca escogería”.

Con una obstinación propia de un relato de Kafka, el joven Raymond insiste una y otra vez en proponer matrimonio a Dora, y una y otra vez su propuesta es postergada, que no rechazada de plano. Madre e hija se van tirando la pelota una a otra aunque James carga la responsabilidad de un modo muy habilidoso en Mrs. Temperly: demasiado cariñosa, demasiado adorable, demasiado brillante para no estar fingiendo. Incluso en un momento dado Raymond piensa que el rechazo se debe a su falta de medios económicos, pero pronto comprenderá que el dinero no es obstáculo para su prima. Es otra cosa. La habilidad de James está en que no sepamos –ni Raymond ni los lectores- de qué cosa se trata, pero el tono triste y apagado con que está narrado el cuento –aun en tercera persona- nos deja la sospecha de que la afable Dora, como ya dijo su padre, quedará soltera para siempre.

Un tono bien diferente es el empleado por James para relatar El mentiroso (The Liar), un cuento que rezuma humor sardónico. Sin duda ello se debe a que el narrador, un famoso retratista, se encuentra con la posibilidad de “vengarse” de un antiguo amor que lo rechazó muchos años atrás (para los seguidores de Henry James no hace falta decir que el pintor quedó soltero).

La casualidad va a querer que el retratista pase unos días invitado en una casa de campo donde también se halla Everina Brant junto a su esposo, el Coronel Clement Capodose, que desde el principio llama la atención del pintor: se hable sobre lo que se hable, el apuesto Coronel tiene una anécdota personal que lo hace aparecer como una especie de héroe aventurero. Es cierto que ha conocido mundo, que su profesión hace respetables sus narraciones, pero son demasiado fantásticas como para ser ciertas. Pronto nuestro pintor, Oliver Lyon, descubre que todos los presentes saben del carácter mentiroso del Coronel, algo compulsivo que lleva dentro pero que lo hace simpático para los demás, porque sus mentiras son absolutamente inofensivas.

Lo que no se termina de explicar el sorprendido Oliver Lyon es que su esposa le siga en su pasión mitómana. Él la ha conocido bien, y precisamente la posible causa de la ruptura entre ambos se debió a la integridad de Everina. ¿Tanto puede cambiar una persona por amor?

Entre los celos y la curiosidad, Oliver concibe una venganza: se ofrece para hacer un retrato de su marido. Como ya pasara en un cuento anterior, La historia de una obra maestra, el pintor tiene la facultad de plasmar en el lienzo el carácter de sus modelos: el resultado será un retrato cruel, fiel reflejo de la vergonzosa personalidad del Coronel. Por una serie de peripecias que deben ser aquí omitidas, Oliver tendrá la oportunidad de comprobar si su querida Everina, pillada en una mentira flagrante, se obstinará en proteger a su marido, aun cayendo en la ignominia ante su antiguo amante.

Es destacable la ironía de este relato, su exposición entre ligera y penetrante, su deliciosa ambigüedad. James, como en tantas ocasiones, utiliza un truco perverso para hacer un estudio de las contradicciones humanas, y lo hace con tanta amenidad que, mientras estamos leyendo el cuento, no nos damos cuenta de que difícilmente un pintor puede retratar el carácter mentiroso de una persona, por muy brillante que sea.

En El Patagonia (The Patagonia) el escritor norteamericano vuelve a buscar enclaves cerrados para profundizar en sus análisis de situaciones límite. La acción transcurre casi por completo en el barco que da título al cuento, un trasatlántico que hace el viaje de Norteamérica a Inglaterra.

En este caso, James introduce su nota malsana al comienzo de la narración sin que apenas nos demos cuenta: la joven Grave Mavis está prometida con un inglés, mayor que ella, al que conoció muchos años antes y que, por razones que nadie se explica, ha seguido durante mucho tiempo del debido sus estudios de arquitectura en París hasta que, después de este “largo compromiso” ha decidido casarse. Este extraño personaje, que apenas ha tenido contacto con su prometida y que tampoco ha movido un dedo por ir a Estados Unidos para pasar alguna temporada con ella, la espera en el puerto de Liverpool para celebrar la boda. La pobreza de la chica la obliga a emprender sola el viaje y justamente ahí es donde comienza la acción: su madre se acerca a la anciana amiga de una conocida, que también tomará un pasaje en el Patagonia, para que la tutele.

La otra circunstancia anómala que sucede antes del viaje es que el hijo de esta anciana, Jasper Netllepoint, decide en último momento embarcarse también, casualmente cuando se entera de las tristes circunstancias en las que se encuentra la joven Grave, a la que acaba de conocer. Jasper nos es presentado como un hijo un tanto calavera pero gentil, y en cualquier caso poco respetuoso con su madre.

La situación de partida es, por así decirlo, “poco romántica”. Se va a celebrar una boda pero a todas luces esa muchacha se ve obligada a cerrar un compromiso que está muy lejos de querer cumplir. Las intenciones del inesperado Jasper no son nada claras pero, si alberga algunas, tienen que ver con la atracción por el sexo femenino. Y su anciana madre considera su obligación tutelar como un “marrón”, lo que supone una total falta de apego por la joven casadera. De una forma sutil, James nos presenta a la joven como un objeto con el fin de preparar el nudo de la trama.

Esta cosificación de una mujer se ve agravada por el punto de vista elegido para exponer el relato. De nuevo tenemos un narrador innominado y cotilla que opina constantemente acerca de la conducta de la muchacha. Porque lo que ocurre en el barco es que ella y el galante Jasper se dedican a dar paseos a bordo hasta llegar a lo que, para la época, era un escándalo: esconderse de los demás pasajeros detrás de los pocos elementos que un barco ofrece para la estricta intimidad y quedarse juntos hasta altas horas de la noche.

El narrador comienza a acumular malas opiniones de ésta o aquélla pasajera hasta que, por pura insistencia, consigue alarmar a la anciana dama que hasta bien avanzado el viaje no ha abandonado su camarote (lo que viene a demostrar que su tutelada le importaba bien poco). Lo perverso –y aquí Henry James era muy consciente de lo que estaba escribiendo- es que las miradas aviesas de pasajeros y tripulación, incluido la del capitán, recaen exclusivamente en la joven, no en el caballero, que en principio es el que se ha arrogado la labor de protegerla. Esa focalización de todos los reproches sobre una misma persona, justamente la más débil y que en realidad no sabemos lo que está haciendo, convierte el ambiente del barco en una olla a presión. Así el drama está servido.

Desconozco por qué El Patagonia no es un cuento más considerado de Henry James. A mi entender es milimétrico, perfectamente ordenado desde la primera frase para alcanzar el clímax justo en el último párrafo, en un crescendo ejemplar, un cuento de esos que se podrían estudiar para aprender cómo se compone una situación asfixiante con una pasmosa economía de medios.

Mucho más extenso es el último relato del libro, Una vida en Londres, que actualmente consideraríamos una novela corta. Como el anterior, también se basa en el acertado punto de vista de la narración: escrita en tercera persona, sigue los actos y sobre todo los pensamientos de Laura Wing, una joven norteamericana que lleva un año hospedada en Londres en casa de su hermana Selina, casada con un británico, Lionel Berrington. Como suele ser costumbre, el aspecto dramático toma forma de triángulo, pero esta vez en lugar de ser amoroso es todo lo contrario: hay una ausencia de sentimientos escalofriante.

Selina Berrington es una mujer sin escrúpulos que no quiere a nadie: ni a sus hijos, ni a su hermana y mucho menos a su marido. Lo engaña constantemente con otros hombres porque ella, a quien realmente ama, es a sí misma. En este sentido, el retrato de la persona infiel por naturaleza es perfecto por parte de James: es un ser egoísta que solo quiere renovar sus sentimientos por otros hombres sin cesar porque inmediatamente se le agotan.

Su marido Lionel también se presenta bajo una mirada inteligente: conoce de las infidelidades de su mujer pero las ha dejado pasar mientras no le causen problemas para tener una vida por su cuenta. También es un egoísta aunque a su manera; digamos, por conformidad. Sabemos que podría querer a sus hijos, podría querer a su esposa o apreciar a su cuñada, pero hay algo que James interpone entre sus sentimientos reales y los actos que le observamos. La conclusión es que ante tanta comodidad se ha convertido en un cínico y si se acerca a su cuñada Laura es para que le sirva de testigo para un inminente divorcio.

Para terminar con ese tratamiento inteligente de la historia, hay dos personajes secundarios de una portentosa eficacia: los dos hijos pequeños de la pareja. Por un lado sirven como testigos mudos de la falta de escrúpulos de sus padres; los delatan por su nula atención hacia ellos, educados exclusivamente por una institutriz. Pero por otra parte, no son unos niños simpáticos para el lector, ni entrañables; no los maneja James para sacar un lado tierno de la historia, porque la historia no es tierna sino espinosa y sombría.

La propia Laura Wing, protagonista absoluta del relato puesto que todo lo vemos desde sus pensamientos, no es agradable sino que ejerce su papel de tía solterona, eso sí, preocupada por todos los habitantes de la casa hasta la extenuación. Más bien diríamos que demasiado preocupada, y en esta circunstancia es donde James pone el acento para perturbar la lógica secuencia de los hechos. Porque es natural que una mujer se preocupe de su hermana, y de la atmósfera enrarecida de una casa que debe afectar a los niños, y del indigno papel que le ha tocado vivir a su cuñado, pero no es natural que se desviva por ello.

En definitiva, Laura Wing asume la culpa de todo lo que ocurre a su alrededor, como si su papel de obligada espectadora fuera deshonroso. En Laura Wing hay mucho de ese puritanismo americano que tan bien reflejó Hawthorne en su obra. Al principio se presenta inocente, es decir, pura, pero progresivamente se va contagiando de la corrupción que la envuelve, aunque lo extraordinario es que se corrompe a sí misma, humillándose, infligiéndose un dolor inútil por los pecados de los demás.

Su hermana mayor es infiel pero también es deslumbrante, guapa, rica, optimista, inteligente, experimentada; nada de lo que es ella, que se ve como una inútil, una infeliz carente de seguridad. Su amistad con una anciana, Lady Davenant, que se convierte en su confidente, le irá abriendo los ojos, puesto que la vieja dama, una mujer temperamental suavizada con el paso de los años, no se escandaliza de nada y sirve de contrapeso para que los lectores podamos juzgar, con más amplitud de miras, lo que realmente está sucediendo y de paso tranquilizar a la atribulada Laura, que de otro modo se le hubiera ido de las manos al escritor por su persistente fuerza dramática.

Una vida en Londres es un cuento brillante y tiene un merecido prestigio dentro de la producción de su autor. No es de esas historias salpicadas de momentos encantadores tan propias de James sino, bien al contrario, es un relato patético, oscuro y a la vez apasionante. No podemos prever la conducta de Laura, ni de los demás personajes, porque están desquiciados por sus egos. Nos vemos abocados a la catástrofe cuando podría haberse evitado y lo que podría haber sido un desafío para su protagonista desciende en su cobardía por el abismo de la resignación. No obstante, James la reviste de una poderosa calidad humana, la hace interesante dentro de su conmovedora mediocridad.

Los cuatro cuentos que hemos reseñado tienen además un aliciente inesperado, que ya anunciábamos más arriba: un inconcebible sentido de la renuncia que no podemos desvelar porque en todos los casos llega al final de las historias, una particular y desoladora forma de expiación que parece ser el desenlace natural que Henry James le tenía reservado a los caracteres débiles o solitarios.

Una vida en Londres. Henry James. Alba Editorial.

Reseñas sobre Henry James en Cicutadry:

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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