Los dioses tienen sed. Anatole France

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La Naturaleza nunca ha indicado el precio que pueda tener la vida de un hombre, y sin embargo, dice de mil maneras que no vale nada. En apariencia, los seres vivos no tienen más objeto que servir de pasto a otros seres vivos, los cuales están destinados al mismo fin. De esta manera, el asesinato, como derecho natural, legitimaría la pena de muerte no porque se ejerza por virtud o justicia, sino por necesidad o para obtener alguna ventaja. Sobre esta lógica que ha servido de base a los gobiernos durante siglos trata Los dioses tienen sed (1912), una de las mejores novelas que he leído acerca de la vulgarización y la rutina de la pena de muerte, y por extensión, de la propia muerte.

Para ello, su autor, Anatole France (1844-1924) retrató una de las épocas más controvertidas de la historia: la Revolución Francesa. Y dentro de ésta, su momento más sombrío, el período del Terror. Su protagonista principal, un incipiente pintor llamado Évariste Gamelin, va a ser el foco o la guía que el escritor francés utilice para internarnos en los entresijos institucionales de una forma de entender la ideología a favor del ciudadano actuando contra el propio ciudadano.

Y es que ya desde la primera página tomamos contacto directo con lo absoluto, con lo incontrovertible: Gamelin entra en una iglesia donde han sido mutilados los emblemas religiosos y sobre cuya puerta reza una frase demoledora: «Libertad – Igualdad – Fraternidad – o Muerte».

Mientras tanto, en el exterior, calladas, decepcionadas y olvidadas, malviven las víctimas de quienes sólo saben proclamar ideas pero no saben aplicarlas: el pueblo llano al que se le ha racionalizado el alimento, se le ha condenado a la miseria y se le ha prohibido cualquier derecho o posibilidad de protesta bajo pena de muerte.

Évariste Gamelin va a representar a ese ciudadano justo, que cree en las divisas políticas, que espera un mundo mejor para todos, y que se ve envuelto, aparentemente de forma racional, en la maquinaria del poder, a la cual sirve pensando que así está sirviendo a su patria.

Gracias a la intercesión de una vieja cortesana que sobrevive haciendo el doble juego entre mantener las antiguas amistades y procurarse nuevas que le permitan una vida sin sobresaltos, Gamelin pasará a formar parte de un Tribunal revolucionario dispuesto a eliminar a los conspiradores, a los enemigos de las grandes ideas, del bien común.

Anatole France, de una forma sencilla y progresiva, muy inteligente, va metiendo al lector en la cotidianidad de la mera supervivencia en tiempos revueltos. Gamelin es ante todo un hombre honrado que se va convirtiendo en un monstruo. Piensa que las angustias y las privaciones que sufre hoy no importan nada ante la dicha del género humano durante siglos si la Revolución triunfa.

El gran acierto de la novela es que escoge a una persona normal, incluso mediocre, como protagonista de la Historia, en mayúsculas. ¿Pero no es cierto que la Historia, el destino de los pueblos, la civilización, se construye mediante la acción de miles de personas normales que van ejecutando impasiblemente las ideas de otras pocas personas que entendemos excepcionales sin pensar que están tan sujetas al error como cualquier otra? De hecho, la aparición de Robespierre o Marat en la novela es fugaz y breve, pero no de sus ideas o de sus imposiciones: éstas sobrevuelan sobre las mentes de los ciudadanos, y las afectan dependiendo del lugar en que se hayan colocado esos ciudadanos. En el caso del pintor Gamelin, desde quien tiene potestad, no para condenar a una persona a la guillotina, que sería una simple consecuencia, sino para la tarea de dilucidar si esa persona es una traidora a su pueblo y una tara para la implantación de la paz, a través de pruebas no demasiado fehacientes, y cuyo fin no puede ser otro que su virtuosa eliminación en nombre de un derecho justo e inapelable.

Por otro lado, el relato también se irá construyendo alrededor de los vecinos, amigos y conocidos del ciudadano Gamelin, del honesto Gamelin, en cuyo corazón la amistad y el amor van permeabilizándose bajo el íntegro viento helado de la razón. Porque cuando el terror se impone sobre la población, siempre se busca al hermano, al amigo, al viejo conocido que pueda interceder por su vida, que no vale nada. El desarrollo de la trama va a permitir que en un determinado momento el lector se planteé qué haría si tuviera que impartir la misma justicia sobre un desconocido y sobre un amigo. Es más; Anatole France, parece preguntar: ¿estaría dispuesto a impartir esa justicia en el caso de que las ideas le parezcan indiscutibles, razonables, justas?

En cualquier caso, debemos dejar claro que esta excepcional novela no es la mera exposición de un planteamiento ético, sino que su interés reside aún más en la forma en que está contada y en la propia trama, que va ampliando sus posibilidades y sus interrogantes con una considerable sabiduría y amenidad narrativa que en manos de otro escritor menos dotado hubiera terminado en un simple panfleto. Como ha escrito Milan Kundera acerca de este libro: «Gamelin tal vez sea el primer retrato literario de un artista comprometido. Lo que me cautivó de la novela de France no fue la denuncia de Gamelin, sino el misterio de Gamelin. Digo misterio porque ese hombre, que terminó por enviar a decenas de personas a la guillotina, habría sido sin duda, en otra época, un amable vecino, un buen compañero y un artista dotado».

En ese misterio es donde se encuentra el atractivo último de la novela, hasta qué punto están unidos o reñidos la voluntad personal y los acontecimientos históricos. Lo que viene a contar Anatole France a través de siniestras situaciones y concluyentes diálogos es que hay momentos en que el ser humano se encuentra en la disyuntiva de defender las propias ideas bien con la práctica, bien en silencio, o bien mirando para otro lado, momentos en los que alguien, a quien se admira o en quien se cree, ha decretado que quien no es un amigo, es un enemigo. Y cuando es preciso vaciar los calabozos rebosantes, es preciso juzgar sin tregua. Demasiados ejemplos ha habido en el siglo XX, como para que nadie pueda recordar alguno de ellos.

Los dioses tienen sed trata de ese misterio que atraviesa la vida cotidiana en determinados momentos históricos, cuando no se busca el bien o el mal en sí mismos y en su esencia, sino sólo en relación con intereses tangibles y en sentimientos indudables; cuando se decide entre el amor y el odio, y no entre la verdad y el error; cuando se cree y se juzga por impulsos del corazón cuyos veredictos son indiscutibles puesto que los defienden las pasiones; esos momentos en que más valdría que las decisiones se encomendaran a un juego de dados, puesto que el azar sería lo menos erróneo.

Los dioses tienen sed. Anatole France. Barril & Barral.
 

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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