Asesinato y ánimas en pena, de Robertson Davies: La herencia de nuestros antepasados

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Asesinato y ánimas en pena fue la penúltima novela que publicó en 1991 el canadiense Robertson Davies, que iba a formar parte –como ocurrió con toda su narrativa- de una trilogía, en este caso la Trilogía de Toronto, que quedó truncada con la muerte del escritor en 1995. Como también era habitual en él, la novela plantea una situación de inicio, que en primera instancia parece que será fundamental en el desarrollo de la obra, pero que más tarde, generalmente a través de un Mcguffin, se bifulcará en subtramas que contienen lo más sustancioso de la novela.

Un asesinato con ironía

En las dos  primeras páginas de la obra ya se establece el punto de partida de la historia. Robertson Davies era un escritor especialmente dotado para la narrativa y nunca se anduvo con contemplaciones a la hora de contar los hechos básicos para atraer la atención del lector.

El director de la sección de espectáculos de un diario de Toronto, Connor Gilmartin, sorprende a su mujer en la cama con otro hombre, crítico a su vez del mismo periódico. De una forma bastante ridícula, éste asesina al amante burlado.

La cuestión es que Connor Gilmartin, en un dechado de inspiración swedenborgiana, sale de su cuerpo y se queda contemplando la escena. Y no solo eso, sino que además se lo toma con buen humor. Como decíamos, el asesinato es de lo más ridículo, y el asesino tampoco le anda a la zaga a su asesinato, puesto que es un hombre poco apreciado en su trabajo por pedante.

Ánimas en pena en la sala de cine

Por alguna razón que solo el Cielo sabe, el alma de Connor Gilmartin queda unida a la existencia de su asesino, de manera que a partir de su muerte, el finado estará presente en todo lo que haga aquél. Esta sería la parte del ánima en pena del título, ya que no deja de ser un hecho irónico y digamos que bastante desagradable.

Por suerte para los lectores –y como no podía ser de otra manera en Robertson Davies- el muerto se lo toma con buen humor, o mejor dicho, con curiosidad, y el resultado tampoco deja atrás la ironía: aquellas personas que más allegadas estaban a él tampoco es que sientan demasiada pena por su ausencia. La actuación de la esposa ante la policía es antológica.

Como el asesino es crítico de espectáculos, da la coincidencia de que tiene que seguir su trabajo como crítico en el Festival de Cine de Toronto, que en esa ocasión tiene a gala presentar una serie de películas clásicas recuperadas por la filmoteca. Como no podría ser de otra manera, el fallecido Connor acompañará a su asesino a la sala de cine, y allí es donde se obrará el milagro.

El Macguffin

De una manera más o menos evidente, Robertson Davies siempre se apoya en este recurso –por cierto, más cinematográfico que literario- que según Hitchcock, designa una excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de una historia, pero carece de relevancia por sí misma.

Robertson Davies no tarda mucho en enseñar este recurso al lector, puesto que cuando comienza a visionar la primera película exhibida, un film americano de 1917, Connor se da cuenta de un hecho sorprendente: la película que él está viendo no es la misma que ve su asesino, digamos en el mundo de los vivos.

La película se desarrolla en el Nueva York del siglo XVIII, pero lo que para los seres vivientes no dejan de ser actores vestidos con indumentarias cosidas en el siglo XX, para Connor son los personajes reales sobre los que se basa la película. Y con ese conocimiento más amplio que se sobreentiende que concede el hecho de estar muerto, Connor comprende que esos personajes son sus propios antepasados. Sus vidas se despliegan ante su conciencia –que no ante sus ojos- en lo que podríamos llamar una ausencia total del sentido del Tiempo, desde el punto de vista humano, pero que, en definitiva, es el Tiempo en términos absolutos tal como se entiende en la Física.

El milagro del Tiempo

Es en este momento es cuando se despliega el extraordinario encanto de Robertson Davies, esa característica tan singular del escritor canadiense y tan escasa en la literatura actual. Un gran escritor –y Robertson Davies lo era- sabe aplicar para cada historia los recursos y las técnicas narrativas idóneas para producir el efecto deseado en el lector, y así, distinguirse de lo que podríamos denominar una forma plana de contar.

Lo que vamos a leer a partir del instante en el que el protagonista entra en el cine es la historia de sus antepasados, con la excusa –o Macguffin- de una serie de películas que se irán exhibiendo en el festival y que no tienen nada que ver con esa historia ancestral que se pretende narrar.

El lector comprenderá –y hay críticas a esta obra, por desgracia, que no se han dado cuenta de este hecho- que Robertson Davies podría haber utilizado a un narrador en tercera persona que contara la historia desde fuera, porque al fin y al cabo lo que se despliega ante la conciencia del protagonista se encuentra absolutamente ajeno a su persona. Son las vidas de mujeres y hombres que vivieron, lucharon y murieron muchos años antes al período en el que vive el finado Connor Gilmartin. Pero, precisamente, el encanto reside ahí: no está narrado en tercera persona.

Una forma de ser canadiense

Robertson Davies lo que nos viene a decir –y también lo que a él le mueve a escribir en muchas cosas- es que es una persona que nació en Canadá, es decir, en un país muy reciente que, como Estados Unidos pero con mucha más demora en el tiempo- se fue formando con colonizadores que venían de otros países. Es decir, el escritor quiere saber en qué consiste ser canadiense.

Hay que recordar que a Canadá, y de nuevo, en mucha mayor medida que en Estados Unidos, acudían personas que huían de la penuria en sus propios países de nacimiento, gente por lo general con escasos recursos económicos. Canadá, por su orografía y su situación geográfica es, en principio, un país inhóspito, solo atractivo para personas con espíritu aventurero.

Allí estaba todo por descubrir y por hacer, y no fueron pocos los que perecieron en el intento. Por eso, el canadiense se ha hecho a sí mismo, es una persona dura y pertinaz y se ha debido a acostumbrar a convivir con otras personas de todo tipo de nacionalidad, religión y raza. Repito que si esta circunstancia es bien conocida en Estados Unidos, en Canadá se eleva a enésima potencia.

Melancolía por los antepasados

Sobre esta premisa, Robertson Davies crea un entresijo de vidas de mujeres y hombres que, sobre todo desde Gales, se van haciendo con sus pequeñas historias y sus miserables existencias. Lo que viene a decirnos el escritor –y este es el gran encanto de la obra- es que cuando cualquiera de nosotros imagina a sus antepasados, piensa en sus abuelos y en sus padres, pero casi nunca más allá.

El protagonista de la novela, desde su perspectiva ajena al tiempo –o cabría decir, inmersa absolutamente en el Tiempo- puede gozar con la contemplación de esas vidas que no son nada ajenas a la suya, y él, que ya está muerto, forma parte de esos antepasados, de las mujeres y hombres que le precedan en la existencia.

Esta novela tiene ciertas semejanzas con las narraciones sobre los pioneros –estoy recordando a Willa Cather- y en menor medida, a las novelas sudamericanas de estilo indigenista. Pero en esta obra hay una gran diferencia con éstas.

Porque lo que une al protagonista narrador con esos antepasados (que también fueron pioneros como también formaron parte de lo que podríamos denominar el indigenismo canadiense) es el sentimiento de cercanía, el hecho de saber que él, su vida, sus propios genes, deriva de aquellas vidas.

Una reflexión sobre la vanidad humana

Y junto a esa extraña melancolía que imprime en el relato, Robertson Davies también aprovecha para incluir su sempiterna ironía, porque cuando aparecen en el relato las personas que sí conoció en vida, o le contaron sobre ellas, es decir, sus abuelos y sus padres, queda desconcertado porque ve en ellos unas intimidades que le era imposible descubrir cuando estaba vivo.

En este excelso ejercicio de ternura e ironía descubre esas miserias de cualquier ser humano que jamás seríamos capaces de imaginar en nuestros seres queridos. Es muy casi imposible que alguien sepa realmente cómo son o eran sus padres y sus abuelos, porque son personas que ya están ahí cuando nosotros aparecemos en este mundo, y nada nos hace sospechar que, como cualquiera, tienen aspectos –positivos y negativos, pero en todo caso sorprendentes- que jamás podríamos imaginar en ellos.

De nuevo, Robertson Davies indagó en esta novela en la naturaleza humana, que también es característica propia de su forma de concebir la literatura, y con hizo con una sabiduría peculiar que nos pone en nuestro sitio a sus lectores. Porque lo que nos quiere decir el escritor canadiense es que nos parece que los sufrimientos y las insuficiencias de la humanidad se producen por primera vez en nuestra propia experiencia; y no, no es así del todo, aunque nuestra vanidad nos haga creer lo contrario.

Asesinato y ánimas en pena. Robertson Davies. Libros del Asteroide.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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