Cinco días, un verano. Fred Zinnemann

cinco dias un verano

Qué mejor para escapar del asfixiante calor del verano que tomarse unas vacaciones, viajar a algún lugar fresco e idílico como, pongamos por caso, los Alpes. Recientemente, aunque no exactamente por unas vacaciones, he tenido que sobrevolar esa cordillera a mi vuelta de una breve estancia en Alemania y, mirando desde la ventanilla del avión las montañas nevadas, fue como me vino a la memoria la que fuera la última película rodada por Fred Zinnemann y posiblemente una de las menos conocidas dentro de su filmografía.

Esta película está protagonizada por un maduro Sean Connery en el papel de Douglas Meredith, un médico escocés que viaja a Suiza acompañado de la joven Kate (interpretada por Betsy Brantley, cuyo papel en esta película supuso su debut) a quien presenta como su esposa, aunque el espectador no tarda en averiguar que en realidad ambos son amantes y, más aún, que Kate es sobrina de Douglas, lo que añade un tinte transgresor y algo pecaminoso a esa relación. Pese a la felicidad inicial que embarga a la pareja a su llegada a los Alpes suizos, el estado de ánimo de Kate comienza a decaer en una especie de melancolía inexplicable. A través de sucesivos flashbacks, comenzamos a comprender el origen de esta relación amorosa, casi incestuosa, que tío y sobrina mantienen a escondidas.

Douglas es un gran aficionado al alpinismo y con su viaje pretende, entre otras cosas, que su sobrina Kate aprenda y disfrute con este deporte. Es en este punto cuando entra en juego una tercera persona que, lógicamente, será el fermento del drama que puede intuirse fácilmente. Se trata de Johann Biari, un joven y atractivo monitor que instruirá a la joven Kate y que servirá de guía a la pareja a través de varias excursiones por las montañas suizas. No resulta difícil adivinar que Johann será el tercer vértice de un triángulo y que Kate no tardará en sentirse confusa por unos sentimientos que no sabe cómo puede o debe interpretar. La atracción de la joven pareja es mutua y Douglas, quien, como dice el refrán, sabe más por viejo que por diablo, no tarda en darse cuenta de lo que está sucediendo, estableciéndose un curioso enfrentamiento sin palabras entre los dos personajes masculinos de este film.

Creo que lo más llamativo de la película son las escenas de montañismo bellamente rodadas, acompañadas por la música estupenda de Elmer Bernstein. Las escenas de alpinismo son muy realistas, e incluso parece que Sean Connery tuvo que recibir clases prácticas para rodar algunas de dichas escenas. La película, apenas sin diálogos, esconde momentos llenos de dramatismo, como cuando encuentran el cuerpo congelado de un hombre que desapareció treinta o cuarenta años antes, y cómo su antigua novia, convertida ya en una anciana, se emociona al reconocer un rostro que ha permanecido inalterable al paso del tiempo, conservado en el hielo, cruel espejo fiel del que fue un rostro amado.

La última película de Zinnemann no es la mejor de su filmografía y, desde luego, no es la más apreciada por la crítica, pero a su ritmo lento, yo sigo encontrándole cierto encanto, el encanto de la sencillez y del tratamiento de unas imágenes llenas de innegable belleza, rodadas con maestría y sensibilidad. La escena final, que gira en torno a un accidente en la montaña en el que los dos hombres se ven involucrados, después de que Kate abandone la expedición por cansancio, es una de las más devastadoras y emotivas secuencias que recuerdo y cuyo tratamiento del tiempo me recordó lejanamente al rodaje en tiempo real que ya usó Zinnemann en la magnífica «Solo ante el peligro«.

Puede que a estas alturas todavía no se hayan planteado si desean pasar estas vacaciones en la playa o en la montaña. Por alguna razón, como a los protagonistas de esta película, creo que encuentro más idílica la montaña, pero, independientemente de que acudan a uno u otro lugar, o incluso a un lugar distinto, les recomiendo que si desean disfrutar de esta película, la vean con cierta tranquilidad, dejándose llevar por unos paisajes espléndidamente fotografiados, y acompañando a sus protagonistas a través de un idilio imposible, no ya el de los deportistas tratando de conquistar las montañas esplendorosas, sino ese implacable factor humano que algunos denominan amor.

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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