Toda idealización empobrece la vida. Embellecerla es quitarle su carácter de complejidad, es destruirla. El temperamento de Joseph Conrad (1857-1924) huía de cualquier atisbo de irrealidad, él, que salió con 17 años de su Polonia natal hasta Marsella para enrolarse como marinero: la vida se transforma con los hechos, se moldea al gusto de la propia personalidad. Por eso siempre detestó a los moralistas. En El agente secreto (1909) quiso demostrar que la historia la hacen los hombres, pero no en su cabeza: las ideas que nacen en su conciencia desempeñan un papel insignificante en el desarrollo de los acontecimientos.
Para ello nos presenta un grupo de anarquistas que operan en Londres, en un utópico deseo por la igualdad universal y la abolición de toda autoridad, y lo hace de la mano de uno de ellos, Verloc, un modesto comerciante perteneciente a un comité anarquista cuya ignominiosa vida es un pésimo ejemplo de moralismo.
El agente secreto es la única novela de Conrad donde aparece el humor, un humor amargo, sarcástico y despiadado. Su lectura no producirá ni una sola sonrisa, pero la forma de presentar los hechos penetra en el lector a través de un recurso muy efectivo: la ironía. Conrad no tendrá piedad con sus personajes, esos anarquistas que en su época imponían sus ideas a través de la destrucción, intentando movilizar las conciencias a través de actos violentos.
Sin embargo, ninguno de los anarquistas que rodean a Verloc pueden incluirse en esta facción. El propio Verloc es una persona absolutamente gris, sin apenas ideas en la cabeza, que regenta una pequeña tienda cuya clientela es de ésa que, si es joven, se demora un rato delante del escaparate antes de deslizarse súbitamente al interior, o si es más madura, entran con el cuello del abrigo levantado, con rastros de lodo en la parte inferior de los pantalones y con el aspecto de estar sin blanca. Al frente de la tienda, la esposa de Verloc, Winnie, y ocupando la parte alta de la casa, a cargo del hombre, la madre y el hermano de Winnie, Stevie, un joven retrasado que apenas si puede hacer los recados sin perderse en la calle.
Y en la parte trasera de la tienda, el lugar donde Verloc se reúne junto a sus tres camaradas anarquistas con la idea de cambiar el mundo: Michaelis, el apóstol de las esperanzas humanitarias en libertad condicional, un hombre cuya línea de pensamiento ha sido gestada en el cautiverio, desarrollada a la manera de una fe fundada en visiones reveladas, incapaz para la discusión, inconmovible al desorden de sus ideas; Karl Yundt, el viejo terrorista que nunca ha usado de la violencia, cuyo sueño es la existencia de un grupo de hombres absolutamente resueltos, sin piedad ninguna por nada en la tierra, incluidos ellos mismos, dispuestos a preparar el advenimiento del fin de la propiedad privada como algo lógico, inevitable, sin deslumbrantes banderas rojo sangre ni discursos ni indignaciones, sino como fruto de la fría razón; y el camarada Alexander Ossipon, el Doctor, ex estudiante de medicina, principal redactor de un folleto revolucionario, conferenciante ambulante en asociaciones obreras sobre los aspectos socialistas de la higiene, hombre dispuesto a demostrar que la ciencia está aliada con el anarquismo.
Cuatro camaradas reunidos en una trastienda intentando recomponer el mundo y sintiéndose víctimas de una sociedad despreciable que aplasta a las clases pobres, mientras que fuera, Stevie, el cuñado idiota, juicioso y callado, expectante ante las palabras incendiarias, dibuja círculos y más círculos, innumerables círculos concéntricos, excéntricos….
Y en contraposición a los ideólogos, vagando por las calles de un Londres nocturno, un desastrado hombrecillo de gafas porta en su abrigo un artefacto mortífero que puede accionarse mediante un dispositivo que él, el Profesor, lleva siempre junto a su mano, una bomba andante que provee a quien se lo pida el material explosivo con que se fundan sus sueños de desolación, porque él, al contrario de los pobres anarquistas que tratan de vencer a la sociedad con las mismas armas de la sociedad, piensa que la muerte es la salida de tanto oprobio, la destrucción masiva de la sociedad, de las instituciones. Él mismo no teme a la muerte, siempre cargado con su mercancía terrible, inmune al ataque de los policías que saben lo que lleva escondido y que perecerían junto a él cuando lo detuvieran. Ese ángel de la muerte se siente superior a los demás, a pesar de su abrigo raído y su presencia repugnante, porque él no depende de la vida sino de la desintegración del mundo, sin restricciones ni límites.
La novela se presenta como una partida de ajedrez en la que no sabemos cuáles son las piezas importantes y cuáles son los peones: Verloc sale por la noche camino de una embajada donde le espera el Primer Secretario para hacerle una demencial propuesta a su agente secreto Verloc: volar el meridiano de Greenwich, algo que revolucionará a las masas, ya penosamente acostumbradas a los bombazos contra políticos, religiosos y edificios administrativos, pero temerosas de la exactitud de la ciencia, de su certeza, que quedaría en entredicho, creando la confusión y la desconfianza en la sociedad.
La ridícula voladura se producirá, pero no del meridiano, sino de una persona hecha pedacitos cerca del Observatorio de Greenwich por una bomba fabricada por el Profesor cuyo detonador no sabemos si falló pero que portaba un hombre que podría ser Michaelis, el apóstol en libertad coindicional, puesto que se le vio por allí, al igual que a Verloc, que de no ser la víctima podrá ayudar al Inspector Jefe Heat, encargado del seguimiento de los anarquistas en Londres, hombre que asegura saber los movimientos de cada uno de ellos porque para eso tiene a su servicio al agente secreto Verloc, amigo de anarquistas, policías y fuerzas extranjeras.
El agente secreto podría ser una novela de espías, o una novela policíaca, o una novela política, pero Conrad la lleva al extremo más irónico: no es más que una historia doméstica, una novela de costumbres, de extrañas costumbres, donde hay mujeres y hombres que conviven, con sus engaños, falsas promesas, expectativas, ilusiones que quedan encerradas entre las cuatro paredes de una habitación, amores que se deshacen, pequeñas traiciones y pequeños gestos sentimentales cotidianos.
Contra el estruendo de un movimiento tan exacerbado como el anarquismo, Conrad nos presenta la visión más íntima de los anarquistas, nos dice que ellos no son más que personas que conviven con personas, que en su vida no hay más destrucción que una pelea doméstica, que la verdad que esconden a quienes viven con ellos puede ser tan ponzoñosa como la peor arma conocida. El punto de vista de El agente secreto es perfecto: no podemos conocer el alcance de las ideas si no conocemos a los hombres que las tienen.
El agente secreto. Joseph Conrad. Alianza Editorial.
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