El coleccionista de olvidos

recuerdo

¿Adónde van las cosas que alguna vez quisimos y se nos perdieron? Fueron parte de nuestra vida y sin embargo, un día, no les prestamos atención, nos interesamos por otras cosas más nuevas y fuimos descuidando su presencia, que cada vez se iba haciendo más fantasmal, hasta que desaparecieron de nuestra vista. Pero un día las echamos de menos y ya no están, nos volvemos locos revolviendo cajones y baúles, miramos entre la ropa y debajo de los muebles, pero como un amante despechado, notamos que nos han abandonado silenciosamente sin dejar un solo rastro. Todavía me pregunto dónde estará un álbum de cromos que marcó mi futuro y que quise durante mi infancia como si fuera un amigo íntimo: se llamaba La vuelta al mundo en 320 cromos y me inoculó en la sangre el veneno de los viajes, porque yo quería ir a todos esos lugares donde se levantaban catedrales fastuosas y ruinas de civilizaciones que se creían eternas, de modo que cuando he viajado por fin a esas ciudades mi emoción ha sido doble: la que me provocaba su contemplación en directo y también la de haber hecho realidad una ilusión tanto tiempo acariciada.
 
Nos agarramos a las cosas y a los recuerdos, porque sabemos que nosotros vamos pasando pero ellos permanecen. Es como un combate contra el olvido, esa ola lenta que va erosionando la roca que es nuestra vida. Así debió entenderlo Marcel Proust, que se pasó sus últimos años escribiendo con detalle cada uno de sus recuerdos, enfermo y débil, encerrado en un dormitorio con las paredes forradas de corcho, hasta que concluyó En busca del tiempo perdido unos días antes de morir. Nos legó una de las obras más importantes de la literatura universal, y lo que nos resulta más admirable es la minuciosidad casi maniática con que reconstruye su vida entera, aunque novelada y transformada, en un ejercicio de memoria que a nosotros, sus lectores, no nos provoca más que una sana envidia y una nostalgia de nuestra propia existencia olvidada.
 
Gracias a Justo Navarro y a Juan Bonilla, conocí la existencia de un insólito libro, Je me souviens, de Georges Perec, que es una colección de 479 anotaciones que comienzan todas con la frase que da título al libro, “Yo me acuerdo”. Son pequeños recuerdos, frases a veces de una línea, rigurosamente personales. Dice Perec: “Me acuerdo de Xavier Cugat”, “Me acuerdo del verdadero nombre de Lord Mountbatten”, “Me acuerdo del apagón de Nueva York”. Yo ese libro no lo he leído, pero no necesito leerlo para que me transmita la emoción de rememorar mis recuerdos personales tal y como me vienen a la cabeza, y descubro que es un ejercicio unas veces placentero y otras doloroso. Pero lo más curioso del libro es que sus últimas páginas están en blanco, como una invitación al lector para que escriba sus propios recuerdos, y dice Juan Bonilla que desde que leyó el libro se dedica a coleccionar ejemplares comprados en librerías de segunda mano, porque nadie ha resistido a la tentación de escribir en esas hojas en blanco y en muchas de las anotaciones descubre que los recuerdos de los demás son su propio recuerdo. En un ejemplar leyó “Me acuerdo de las manos de mi madre” y pensó que ese otro lector podría ser él, como cualquiera de nosotros, porque todos recordamos las manos de algún ser querido, sobre todo de quien nos acogió y nos protegió con ellas. Leyendo esas notas me han dado ganas de escribir muchos recuerdos que me surgen inesperadamente, por ejemplo, la piel de mi abuela Lola, que tenía el tacto aterciopelado del melocotón, o el primer momento íntimo y emotivo en que tomé entre mis brazos a mi hijo, y tantos otros que seguramente podría compartir con cualquier lector y que son tan importantes para mí como el aire que respiro.
 
“Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía” dicen los bellísimos versos de Miguel Hernández y reconozco en sus palabras el otoño incierto que avanza sobre mi memoria. Presiento con pesadumbre que aunque pudiera anotar cientos de recuerdos como lo hizo Georges Perec, ya son más los momentos de los que no me acuerdo. Cada vez que dejo una ciudad lejana o me despido de un amigo con el que he pasado unas horas entrañables, trato de guardar con auténtica avaricia cada instante vivido en mi memoria porque intuyo que esa vivencia no volveré a tenerla aunque me esperen otras tan hermosas, pero que por fuerza han de ser diferentes. Entonces pienso que cada día escribo nuevas líneas en ese insondable libro del olvido cuyas páginas están todas en blanco y que nadie se atreve a leer.
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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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