Elle de Paul Verhoeven

elle-cartel-verhoevenNo acaban de pasar los títulos de crédito de la película y ya se están escuchando los gemidos inconfundibles de la voz ronca y gutural de la Huppert.

Todo apunta a que está siendo atacada. Y los primeros segundos del film así nos lo revelan.

A Verhoeven no le va andarse con chiquitas. Del mismo modo que su Instinto Básico comenzaba con una escena de sexo y un brutal apuñalamiento con punzón de hielo, aquí asistimos, junto al gato de la protagonista, a su violación en el suelo de su propio hogar.

Arranca así Elle, la nueva película del director holandés que ha llegado a nuestras carteleras trufada de buenas críticas y excelente taquilla en Francia, amén de una ovación en Cannes que, según la prensa, fue épica.

Si por algo se ha caracterizado Paul Verhoeven es por su incuestionable capacidad para polemizar y poner al público ante situaciones vergonzantes. No existe otro director en el mundo que haya llevado la provocación en el cine como él y quizá sea en ésta, su última obra hasta la fecha, donde la lleve hasta su paroxismo, incluso por encima de Showgirls, film maldito nacido como el campo idóneo para todo el despliegue de exhibicionismo y desmadre argumental posible.

La actitud de Verhoeven es clara ante su historia, volcado en la totémica y excepcional actuación de Huppert, elude cualquier rastro de condena o juicio (ya sea positivo o negativo), te lleva de la mano siguiendo a Michèle Blanc, una acomodada creadora de videojuegos que toma la determinación de no denunciar la violación que ha sufrido y que,  por el contrario, emprende una serie de extraños comportamientos que no parecen encajar en lo que se espera ante el perfil de cualquier ser humano (en sus cabales) en tales circunstancias. Aún es más, ante lo que en el cine siempre hemos visto como un acontencimiento inapelable (la víctima tiene que ser una víctima), Verhoeven toma la determinación de polemizar –una vez más- y darle la vuelta, mostrando a la víctima con resoluta dedicación a la investigación de descubrir quién es su atacante y sin dejar claro en ningún momento que ella misma, a pesar de haber sido agredida y vulnerada su intimidad (el atacante campa a sus anchas por el interior de su hogar), repruebe o condene dicha agresión.

 La incomodidad está servida, en las dos horas y pico que dura el film, lo que no es nuevo en su cine, pero, y aquí reside lo absolutamente brillante del film, lo hará como resulta difícil creer que lo pueda perpetrar: a través de un lenguaje exento de pomposidad o misterio y próximo a la sutileza de la comedia costumbrista francesa. Los personajes de la trama llegan a la pantalla como los integrantes de una comedia coral y, de este modo, lo que venden como un thriller, huye de las claves de género para resolver con efectividad pasmosa lo que podría verse como una paradoja del misterio: cómo introducir al espectador ante los lugares más aterradores de la mente humana, a base de pinceladas de comicidad, sin doble sentido, y, como en las mejores novelas, construyendo la identidad del personaje a través de atisbos que vamos vislumbrando de sus relaciones con la gente a su alrededor.

Conocemos a su exmarido, con el que conserva complicidad y celos; los mojigatos vecinos de la protagonista (fabulosa Virginie Effira autoparodiándose a sí misma y a su inequívoca posición de reina de la comedia romántica francesa), que despiertan su admiración y una insana atracción física hacia el marido (antológica resulta la escena en que Michèle se masturba mientras ve a los felices recién llegados montando un portal de Belén a tamaño natural en el jardín del chalet); a su desequilibrada madre, adicta a los jóvenes mazados y a la cirugía plástica, a quien vitupera y castiga verbalmente continuamente; a su hijo, que vive sometido por una macarra embarazada; a su mejor amiga, con quien guarda una peculiar relación e incluso una retorcida compartición de su propio hijo y con cuya pareja mantiene una relación adúltera; y así, un largo etcétera de personajes, que se convierten en la paleta con la que se dibuja el carácter y la psique de Michèle, poniendo de manifiesto su inequívoco desequilibrio mental.

Michèle es un personaje que cae mal, no existe ni un atisbo de cordialidad o coherencia en el comportamiento social. Pero, de alguna manera, impúdica, el espectador advierte que se avecina un efecto contrario, que de algún modo, el suceder de las escenas nos conduce hacia la empatía con ella. Nada más lejos de la realidad, no existe el menos hálito de redención, de suavización del personaje, complicándose la trama al tiempo que, a mitad del metraje, se resuelve la principal incógnita que plantea. Sabemos quién es el atacante… ¿qué sentido tiene continuar con la historia? Mucho, porque lo que podría ser el guion de una destartalada historia de “Se ha escrito un crimen” en su versión más hardcore, se convierte en uno de los mejores retratos de personaje en el cine de los últimos años.

La fórmula del éxito: el binomio Verhoeven-Huppert, que funciona como la más delicada maquinaria, sin duda de ninguna clase.

Inicialmente, el holandés pretendía rodar la adptación de Oh…!, de Philippe Djain –inédita en castellano- en Estados Unidos, cambiando el París de la novela por alguna de las grandes ciudades norteamericanas, con un presupuesto de 20 millones de euros y con el firme propósito de contar con una gran estrella en el papel protagonista. Sin embargo, todas las actrices a las que se les propuso el papel, se negaron rotundamente. Ante la situación, decidieron trasladar el proyecto a Francia, donde sólo le presentaron el proyecto a Isabelle, quien lo tomó a la primera y se puso a trabajar codo con codo con Verhoeven. Regresaba así la historia a su París inicial y se rebajaba de golpe el presupuesto a 8 millones de euros.

¡Bendita hipocresía norteamericana!

Y así, toda la complejidad del personaje de Michèle llega a la gran pantalla en la piel de la que muchos (y me incluyo) consideran “la mejor actriz del mundo”. No existe nadie que se fuera a sentir más a gusto ni a demostrar sus inabarcables registros y posibilidades dramáticas como ella ante un papel de tan inestable complejidad. Isabelle Huppert, erigida y merecida musa del cine más oscuro, llega en esta Michèle a reconquistar el lugar destinado a aquellos que no tienen miedo a demostrar que pueden rebasar con creces lo que se está dispuesto a mostrar delante de una cámara. Pero cuidado, que no me refiero a exhibicionismo barato, sino al verdadero deambular por un farragoso camino de la exploración de las morbosidades y desviaciones humanas, el inmiscuirse en la psique de personalidades trastornadas y a la vez disfrazadas de miembros socialmente válidos y conducir al espectador, desde la sutileza, al más negro y enrevesado rincón de la psicopatía. Y eso, como Isabelle, no lo hace nadie. Y, para cantar más sus alabanzas, no es posible eludir que, en una carrera trufada de premios y de papeles difíciles y de inverosímil filigrana dramática, haya protagonizado obras maestras de la interpretación como lo es la Erika Kohut de La pianista de Michael Haneke o cualquiera de los excepcionales roles que supusieron sus colaboraciones con Chabrol, entre las que resulta imposible elegir la mejor . Y, además, en estos días también la podemos ver en otro filme de excepción: El Porvenir de Mia Hansen Love.

Y la compenetración entre ambos es absoluta.

Uno se sienta en la butaca y descubre cómo las atrocidades que se perpetran en la pantalla (no hay que engañarse, Elle es una barbaridad emocional) ocurren con la mayor de las delicadezas, con la cercanía más amable, como un vecino de asiento en el autobús te regala una sonrisa furtiva. Así se desliza Verhoeven en el desarrollo de la trama y te conduce a la que será la escena más brillante del metraje: una cena de nochebuena en casa de Michèle a la que están invitados todos los allegados a la anfitriona y que culmina con un soliloquio de Huppert narrando en tono jovial el acontecimiento que marcó su vida y la de su familia cuando era apenas una adolescente y que no desvelaré aquí por razones evidentes. Pero sí quiero hacer hincapié en que pocas veces he asistido en un cine a un momento de semejante contención, curtiendo el drama más extremo y extrapolándolo al diálogo cotidiano incluso dotándole de un guiño cómico, sin caer en el patetismo. Grandiosos, realmente, director y actriz.

Queda manifiesta la libertad de la que el holandés ha hecho gala durante toda su carrera, pero se vislumbra el regreso a la frescura (curioso hecho, teniendo en cuenta que el director se acerca a los ochenta años) de un maestro de ceremonias capaz de analizar los vericuetos de algunas de las relaciones más complejas plasmadas en el cine. Verhoeven vuelve a la espontaneidad de sus Delicias Turcas (su película más popular en Holanda, la más taquillera y considerada como “mejor película holandesa del siglo XXI”), a su capacidad de mostrar la violencia y la deshumanización como elementos indisolubles del ser humano, pero sobre todo, logra abordar la perversión última desde la más absoluta naturalidad. Y nos ofrece una auténtica joya que se posiciona desde ahora mismo, como una de las mejores películas que se hayan visto en lo que llevamos de siglo XXI.

Esperemos sólo que esto sólo sea un atisbo de lo que esta colaboración pueda llegar a dar como frutos.

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