Las escenas paralelas que he elegido para esta semana pertenecen a estos dos filmes y, aunque su paralelismo es un tanto circunstancial, no me he podido resistir a incluir su comentario entre otras cosas porque son dos películas por las que siento especial predilección.
Hay una escena al comienzo de La mujer del cuadro que todo aquel que la haya visto la recordará sin ningún género de dudas. Se trata del momento en que Edward G. Robinson regresa a su casa tras haberse despedido de su familia que ha partido de vacaciones y se detiene frente a un escaparate en el que ve por primera vez a “la mujer del cuadro”.
Más adelante, el protagonista volverá a detenerse frente al escaparate, de noche, para contemplar el cuadro y es entonces cuando, a través de un juego de luces, Edward G. Robinson ve el rostro de Joan Bennet reflejado en el escaparate, junto a la imagen del cuadro. Obviamente, se trata de la misma mujer y ahí es donde realmente comienza la historia, llena de giros y con un final que, en su momento, resultó bastante sorprendente.
Por analogía, en Laura, el detective interpretado por Dana Andrews, va a la casa de Laura, interpretada por la bellísima y fascinante Gene Tierney, para tratar de descubrir indicios que desvelen su supuesta muerte. El inspector mira sin disimular su curiosidad algunos de los objetos personales de Laura, pero se queda particularmente embelesado ante su magnífico retrato, que preside el salón.
Posteriormente, el inspector se queda en la casa para seguir investigando y se queda dormido en un sillón. Al despertar, una mujer está entrando en el salón. El inspector se frota los ojos con incredulidad hasta que comprende que la mujer que tiene delante de sus narices no es otra que Laura, la misma mujer del retrato, de quien se ha enamorado perdidamente incluso cuando la creía muerta.
En ambas películas los personajes masculinos idealizan a una mujer a la que no conocen a través de un cuadro. El fetichismo que subyace en ambos casos (en el de Laura, además, con un morboso matiz necrófilo) parece querer representar la idea del deseo de lo imposible, de la quimera, de la utopía que no está al alcance de las personas corrientes, representada en este caso en los roles de un profesor (en el caso de Edward G. Robinson) o de un detective (en el caso de Dana Andrews). La idea de la fatalidad es un elemento común a estas dos historias y bastante habitual en la mayoría de las películas del cine negro. Una fatalidad cuyo catalizador es el personaje femenino que, como sucede en la mayoría de estas historias tiene un lado muy oscuro y perverso, frío y manipulador. Han pasado ya setenta años por estas dos cintas y, aunque a algunos les puedan parecer un poco ingenuas, a mí me siguen pareciendo dos joyas del cine negro, dos clásicos ante los que hay que descubrirse y que merece la pena visionar.