Pocos lectores de Henry James conocen el motivo último de ese cambio de estilo que se produjo en las novelas del escritor a partir de un determinado momento de su etapa creativa. Sobre 1894 James comenzó a sufrir severos dolores en la mano que dificultaban su dura tarea diaria sobre el escritorio. Como paliativo, contrató a un amanuense al que dictaba sus textos. El resultado de este cambio en su forma de redactar ya puede notarse tímidamente en novelas como Lo que Maisie sabía o Los despojos de Poynton. Más adelante se produjo un curioso efecto cuando introdujo la máquina de escribir en su despacho, como tendremos ocasión de conocer. Éstas y otras impresiones acerca del “taller” literario del autor norteamericano están recogidas en un delicioso librito, Henry James en el trabajo, de la que fuera su última dactilógrafa, Theodora Bosanquet.
Theodora era una chica de veinte años, tímida, de aspecto varonil y profundos conocimientos de literatura inglesa, que en el verano de 1907 estaba revisando en una agencia de empleo un índice del Informe de la Comisión Real sobre Erosión Costera. Casualmente escuchó algunos pasajes de Los embajadores que estaban siendo dictados a una joven dactilógrafa con el fin de que se acostumbrara al fraseo de un escritor que necesitaba de sus servicios, ya que la anterior propietaria del puesto se había casado.
No parece que la aspirante sintiera ninguna alegría ante la perspectiva de escribir frases tan largas y farragosas, y así se lo comunicó a Theodora. Ésta, sin abrigar falsas expectativas, aprendió rápidamente a escribir a máquina a la espera de que su venerado James regresara de Italia, y como si de un cuento de hadas se tratara, consiguió el ansiado puesto, no sin antes ser advertida por el escritor que su trabajo tendría que realizarlo en la apartada localidad de Rye, al sur de Inglaterra, donde podría acecharla la soledad y el aburrimiento.
Se produjo desde entonces una extraña simbiosis entre la personalidad del escritor y la secretaria, fruto tal vez de su mutua admiración. Ocho años de trabajo junto a James hubieran dado para un largo libro lleno de chismorreos; sin embargo, Theodora Bosanquet jamás se permite en sus recuerdos desvelar un solo aspecto privado del autor. Sus palabras solo muestran una rendida fascinación por su genio creador, por la facilidad con que James conseguía traducir sus ideas en palabras mientras se paseaba por su despacho:
Era increíblemente fácil para él revivir el pasado; había sido siempre muy sensible a las impresiones y en su mente registraba cada cosa a la que había sido expuesto. Cada mañana, después de haber releído las páginas escritas el día anterior, se sentaba en un sillón y durante una hora aproximadamente se sometía a un esfuerzo consciente. Luego, arrastrado por una ola de inspiración, se ponía en pie, y midiendo la habitación con amplias zancadas, hacía resonar acentos de una vibrante certeza. En esos momentos, no podía ser alcanzado por ningún ruido o suceso. Hordas de gatos podían llorar debajo de su ventana, legiones de automóviles llenas de visitantes inoportunos ponerse a tocar el claxon delante de su puerta, y él no escuchaba nada. La única cosa que podía detenerlo era que no le viviese a la mente una palabra que necesitaba usar. Si la palabra se esfumaba, interrumpía el ritmo de la caminata y se acercaba a la repisa de la chimenea o a un estante lo bastante alto como para posar sobre él los codos mientras hacía reposar la cabeza entre las manos persiguiendo en voz alta la palabra fugitiva.
Theodora Bosanquet es testigo del cambio de estilo que operó en el escritor una vez que comenzó a dictar sus textos. James no solo creía que dictar fuera un método de composición más simple respecto a escribir de su puño y letra sino que también le parecía más estimulante. Pensaba que la eventual pérdida de concisión estaba más que compensada con una mayor expresividad, y eso que a la hora de dictar lo hacía en el estricto sentido del término, incluyendo comas, puntos y deletreos de las palabras cuando lo estimaba necesario.
Que su flujo oral de redacción devino en un nuevo estilo narrativo más prolijo queda fuera de cualquier duda. Lo que no es tan conocido es la ayuda que le brindó la técnica: se hizo con una aparatosa Remington, una máquina de escribir complicadísima que tronaba sobre la mesa del estudio. “Si debía hablar delante de cualquier cosa que no produjera ningún sonido como respuesta, esto lo llevaba a los límites de la inhibición”. La Remington se convirtió con el tiempo en el medio que permitía a su pensamiento convertirse en realidad. Las palabras fluían de su boca siempre que fueran acompañadas por el metálico crepitar de las teclas y el relampagueante ruido del carro al pasar de línea. Una vez que tuvo que dejarla en el taller durante dos semanas y le prestaron una Oliver, no encontró estímulo suficiente para escribir. La Remington era la diosa dentro del santuario de su creación.
Theodora Bosanquet también conoció el riguroso estilo de vida de Henry James, consagrado estrictamente a la literatura. Nada lo apartaba de su celoso oficio:
Cuando su “momento matutino de labor creativa” había terminado, volvía al asalto de las impresiones que estaban siempre ahí fuera para ser atendidas. Estaba perennemente expuesto y constantemente ocupado en el cruel deber de asimilar sus experiencias, separando el metal de la ganga, remodelando todo para crear nueva belleza con la ayuda de cualquier medio que le fuese ofrecido a su arte. Él no usaba sus amigos como material para su arte, como hacen algunos artistas faltos de inspiración, sino como fuente para sus materiales. Cogía todo lo que le podían dar y lo restituía en sus libros.
En este sentido, sus Cuadernos de notas –a los que la señorita Bosanquet no pudo, naturalmente, acceder- verifican sus palabras. Henry James nunca utilizó a sus amigos como materia narrativa, pero casi todos sus cuentos provienen de ideas extraídas de alguna conversación que tuvo con sus amistades. Curiosamente a James se le achaca cierta falta de realidad en sus escritos –demasiado refinados, con hechos en apariencia inverosímiles- cuando su fuente de inspiración era la propia realidad, a la que extraía todas sus posibilidades.
Ocho años de convivencia con el autor hicieron captar a Theodora Bosanquet algunos aspectos de su personalidad que no siempre han sido comprendidos ni siquiera por sus biógrafos. Uno de ellos, como se ha dicho, es la casi monástica dedicación que tenía por su oficio, que desligaba completamente de su vida privada. Donde después los biógrafos han encontrado motivos psicoanalíticos que, por lo visto, se ocultan en casi cualquiera de sus textos, su secretaria los explica a través de la extrema sensibilidad que extraía de sus impresiones, fuera de hechos vividos de su propia experiencia, fuera de su contacto con personalidades fascinantes o vulgares. Todo era aprovechable siempre que pasara de antemano por el filtro de su imaginación.
El otro aspecto de la personalidad de James que la señorita Bosanquet apunta con gran acierto es el de sus simpatías sociales y políticas: “Nunca fue realmente inglés ni americano, ni siquiera cosmopolita”. Lo mismo daba que sus personajes internacionales fueran ingenuos americanos víctimas de odiosos europeos o refinados europeos depredados por americanos sin escrúpulos:
La cuestión esencial es que, dondequiera que mirase, Henry James veía la finura aparentemente sacrificada por la vulgaridad, la belleza a la avaricia, la verdad a una apariencia audaz. Se daba cuenta de que la ternura de la vida estaba constantemente a merced de las tiranías personales y odiaba la tiranía de las personas más que cualquier otra cosa. Sus novelas son una repetida exposición de esta iniquidad, una reiterada y apasionada defensa del desarrollo en plena libertad sin el peligro de la estupidez incauta y bárbara.
No cabe duda de que Theodora Bosanquet llegó al fondo del corazón literario de Henry James descubriendo en él razones que se le siguen escapando a la crítica incluso 100 años después de su muerte. No es de extrañar que fuera justamente Virginia Woolf quien publicara este encantador e inteligente librito en su editorial The Hogarth Press. La sensible escritora y la afectuosa secretaria coincidían en la pasión por una literatura cuya distinguida apariencia no ocultaba sus nobles argumentos.
Henry James at Work. Theodora Bosanquet. University of Michigan Press.
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