Historia del ojo ha pasado con el tiempo de leerse como una mera novela pornográfica a ser considerada un símbolo de lo que podríamos denominar literatura de transgresión. Su autor, Georges Bataille, fue uno de esos intelectuales franceses de la primera mitad del siglo XX, mezcla de enfant terrible y pensador heterodoxo, que tocó todos los géneros con una libertad que quizás no ha vuelto a existir en la historia de la literatura.
Publicada de forma clandestina en 1928 bajo el seudónimo de Lord Auch (cuya traducción sería, «Lord A La Mierda«), Historia del ojo fue recibida con entusiasmo por el movimiento surrealista, del que Bataille nunca formó parte. No es extraño que el surrealismo viera en esta obra muchas de las propuestas que ellos defendían, y de alguna manera un lector despistado podría leer la novela en dicha clave surrealista, pero por suerte es mucho más que eso. Bajo mi estricta perspectiva personal, yo catalogaría Historia del ojo como una novela infantil pornográfica, sin que por ello haya que temer referencia pedófila alguna en el texto.
Para poder explicar esta catalogación importa ponernos en situación describiendo sucintamente la trama: una pareja de adolescentes -un joven de 16 años y su amiga Simone- mantienen desde el momento en que se conocen constantes encuentros sexuales, especialmente masturbaciones mutuas o por separado, acompañados de diferentes elementos como la orina, la leche de gato o los huevos de gallina.
Un día son descubiertos por su amiga Marcelle mientras se masturban en el campo. Ambos, al saberse pillados, comienzan a sentir un enorme deseo sexual hacia Marcelle. Sin embargo, su pasión es tan fuerte que provocan serios trastornos mentales en Marcelle después de una serie de estrafalarios acontecimientos. Este suceso funesto, lejos de generar en ellos angustia y dolor, da paso a que los jóvenes dejen de masturbarse y tengan sexo de forma cada vez más agresiva. De la mano de un tal Sir Edmon huyen a España, donde cometen actos violentos y sacrílegos.
Contada así la historia parece dar la razón al movimiento surrealista en cuanto a la continua transgresión en la que viven los dos adolescentes. Sin embargo, ahí empieza y acaba cualquier parecido con el surrealismo beatificado por André Breton. Más acertada entiendo que es la opinión de Mario Vargas Llosa, declarado admirador de esta novela, que ve en la Historia del ojo, al mismo tiempo, «una historia de niños traviesos y una novela gótica del siglo XX, un texto surrealista a medio camino de la prosa y de la poesía y un documento clínico sobre las obsesiones» para añadir: «Es todas estas cosas a la vez y en eso está su mérito. Cualquier intento de desunirlas, para analizarlas por separado, tendría el mismo efecto que autopsiar un cuerpo vivo: matarlo«.
Tiene toda la razón Vargas Llosa al encontrar estas características en el texto, pero es que ya existe un género literario que las une: el cuento infantil, especialmente los escritos por Perrault y los Hermanos Grimm, sin olvidar la omnipresencia del erotismo en la novela, ya que prácticamente todas las páginas de la obra contienen escenas sexuales explícitas.
En primer lugar, el cuento infantil participa de muchos elementos de la literatura gótica: la predilección por lo lúgubre, lo macabro, lo sobrenatural y por los escenarios de utillería: la siniestra casa de chocolate de Hansel y Gretel, el bosque fantasmal de Pulgarcito o el palacio del ogro en El gato con botas, por poner algunos ejemplos. En Historia de un ojo, los escenarios donde se desarrollan las aventuras sexuales de los adolescentes son, cuanto menos, extravagantes para ese cometido y obedecen además a elementos típicos del romanticismo gótico: un castillo-manicomio (la locura), un prado junto al mar rugiente iluminado por relámpagos bajo una atroz tormenta (la destrucción), la plaza de toros de Madrid (la muerte) o el Hospital de la Caridad de Sevilla (lo sagrado y lo sacrílego).
En segundo lugar está el protagonismo de tres adolescentes (ninguno tiene más de 17 años) con un fuerte comportamiento infantil, lúdico y caprichoso, en contraposición a un mundo adulto débil y decadente: el narrador vive con un «padre anciano, tipo clásico del general chocho y católico»; la madre de Simone es un ser sin defensas, una dama «extremadamente dulce de vida ejemplar»; el extraño Sir Edmon, un personaje que aparece de la nada para acompañar a los niños a España y que es un rijoso voyeur onanista, o el ominoso don Aminado, siniestro sacerdote del Hospital de la Caridad. Los adolescentes desafiarán la autoridad de los adultos de mil maneras, llegándoles a pegar, morder o a orinar encima.
Después nos encontramos la peculiar forma de narrar que utiliza Bataille, usando la lógica de los cuentos infantiles: las cosas suceden porque sí, sin un motivo razonable que lo sustente, al igual que Caperucita se detiene a hablar con un feroz lobo, sola y en mitad de un bosque. Los hechos que se cuentan en esta novela son inevitables y fatídicos, surgidos de una necesidad inmanente ajena a todo contexto cotidiano, liberados de cualquier atadura racional. En muchos momentos rozan lo onírico pero el escritor tiene mucho cuidado de plantar a sus protagonistas en situaciones reales y reconocibles por el lector.
Lo hiperbólico, tan querido por el cuento infantil, también está presente en Historia del ojo; al igual que los cien años que duerme la Bella durmiente o las botas de siete leguas del Ogro, los personajes de la novela se mueven con una exagerada facilidad y lo mismo están en medio del campo que a las puertas del castillo donde está encerrada la bella Marcelle, que huyen en una barca de Francia junto a Sir Edmon y en un pispás están en San Sebastián, que acuden a una corrida de toros en Madrid, que aparecen junto a la Torre del Oro de Sevilla, sin solución de continuidad, como si la mera voluntad fuera suficiente para hacer posible el desplazamiento de los protagonistas.
Lo mismo ocurre con sus aptitudes sexuales: los niños eyaculan cantidades ingentes de semen y flujo, orinan ríos de pis, se masturban en cualquier momento sin cesar. Simone muestra una especial habilidad para quebrar huevos con el coño, y llegado el momento, por el mismo orificio se introducirá testículos crudos de toro o un ojo recién extraído de la órbita.
Como vemos, desde un punto sexual estos adolescentes no dejan de ser niños jugando con cosas de mayores. Al principio los juegos tienen ese sabor embrionario de las primeras experiencias eróticas: Simone y el narrador se divierten desnudándose el uno al otro, orinando juntos, masturbándose mutuamente o rebozándose en sus propias secreciones. Transcribimos un pasaje de la novela para que el lector comprenda a qué nos referimos:
Al mismo tiempo imaginábamos acostar a Marcelle con las faldas levantadas, pero calzada y vestida, en una bañera a medio llenar de huevos sobre los que ella haría pipí a medida que fuera aplastándolos. Simone soñaba también que yo cogía a Marcelle desnuda en mis brazos, con el culo en lo alto, la cabeza abajo y las piernas dobladas; ella misma, vestida con una bata empapada de agua caliente y pegada al cuerpo, dejando desnudos los pechos se subía a una silla blanca. Yo enervaría sus pechos metiendo los pezones en el cañón de un revólver reglamentario cargado y recién disparado, cosa que, de entrada, nos inquietaría y, luego, daría al cañón el olor de la pólvora. Entretanto, ella derramaría desde lo alto y dejaría deslizar nata líquida sobre el ano gris de Marcelle; orinaría también en su bata o, si la bata se abriera, sobre la espalda o la cabeza de Marcelle en quien, por otro lado, también yo podría mearme. Marcelle me inundaría entonces, porque tendría mi cuello apretado entre sus muslos. También podría hacer entrar mi verga orinante en su boca.
Solo al final de la novela, cuando el sesgo lúdico de sus impulsos sexuales se impregna de sadismo, descubrirán el coito y la sangre, pero más por formar parte de un ritual herético (y aquí el Marqués de Sade está muy presente) que por la mera satisfacción sexual.
Una última característica de esta novela que, a mi juicio, lo acerca al cuento infantil, es su tono frío, neutro, desapasionado. En el cuento infantil los hechos están contados con una cierta mirada gélida sobre los personajes, ya que a los niños no les interesa los motivos psicológicos o románticos que puede haber detrás del comportamiento humano. Los padres de Pulgarcito dejan morir de hambre a sus hijos en mitad del bosque o la mujer de Barba Azul encuentra en la habitación prohibida el suelo bañado en sangre coagulada y en los muros, colgados, los cadáveres de las anteriores esposas de su marido, y en vez de salir huyendo aterrada, se limita a limpiar la delatora mancha de sangre de la llave.
De igual manera, en Historia del ojo hay una frialdad en el comportamiento de los adolescentes apoyada en una prosa ascética, despojada y enconadamente realista. «Nosotros, en realidad, jamás hemos hablado«, dice en un momento dado el narrador de sí mismo y de Simone. Y así es; la falta de diálogo entre ellos es total y, no obstante, van juntos a todos sitios, hacen las mismas cosas, existe una complicidad y una inteligencia insólitas entre ellos. Como en los cuadros de Paul Delvaux, se mueven como figuras fantasmagóricas, sin alma, y a la vez, seductoramente erotizadas. Incluso en la novela acontecen cuatro muertes violentas, narradas con una gelidez escalofriante.
Posiblemente eran los fantasmas de Georges Bataille, que escribió Historia del ojo como terapia después de una cura psicoanalítica de dos años con el doctor Adrien Borel; unos fantasmas invocados desde lo insano hacia la luminosidad de la adolescencia y la lúdica experiencia del sexo. De cierta forma, Historia del ojo es una novela tan compleja y llena de capas como la mente humana.
Historia del ojo. Georges Bataille. Tusquets.
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