La caverna de las ideas. José Carlos Somoza

El cadáver de un joven horriblemente mutilado alrededor del cual se agolpa una multitud de curiosos es el arranque de esta curiosa novela. Y digo lo de curiosa porque, si bien ese comienzo puede ser más o menos típico para una novela policial, “La caverna de las ideas” da o intenta dar (dependiendo del juicio de cada lector) más de un vuelta de tuerca a la trama que se anuncia desde la primera página.

Para empezar, no se trata de un escenario cualquiera, ni de una época cualquiera. El cadáver del que hemos hablado aparece en una calle ateniense, y pertenece a Trámaco, un joven estudiante de la Academia de Platón. Uno de los personajes que acuden a contemplar el cadáver es la persona que se encargará de investigar éste y otros crímenes similares. Se trata de Heracles Póntor, cuyo nombre tal vez despierte una sonrisa por su parecido (intencionado o no) con el de Hércules Poirot, el detective clásico de Agatha Christie. Aparentemente, todos están de acuerdo en que el joven Trámaco ha muerto, como otros muchos antes que él, víctima del ataque de una manada de lobos, en el bosque. Pero al sagaz investigador Heracles Póntor hay detalles que no le cuadran, y se propone descubrir la verdad. De hecho, en esta novela, el papel que desempeña Heracles es conocido por los atenienses como “descifrador de enigmas”. Además de Heracles, hay otra persona que está interesada en desvelar la verdad. Se trata Diágoras de Medonte, uno de los filósofos de la Academia de Platón y discípulo de éste. Diágoras acude en busca de Heracles para requerirle sus servicios como investigador puesto que, según él cree sospechar, su querido alumno Trámaco ha muerto por circunstancias distintas a las de un ataque de los lobos y fundamenta sus sospechas en que llevaba varios días observando una actitud extraña y un comportamiento agitado en su discípulo, e incluso se atreve a afirmar que dicha actitud respondía claramente al miedo, un miedo por algo que debía ser atroz a juzgar por su manera de mirar. Diágoras está dispuesto a pagar a Heracles una determinada cantidad si averigua lo que realmente sucedió. Y Heracles Póntor acepta, en parte como juego pero, sobre todo, porque era algo que él mismo quería hacer. Desde ese momento, ambos personajes entran en conflicto desde un punto de vista intelectual, porque ni siquiera son capaces de ponerse de acuerdo en lo que cada uno de ellos considera que es la verdad. Para Heracles Póntor, todo un pragmático, no se puede descifrar aquello que no se ve, y “conocer la verdad equivale a saber cuánta verdad podemos saber”. Para Diágoras, por el contrario, y como buen discípulo de Platón, lo que vemos, lo que nosotros llamamos realidad, no es sino una sombra, lo que nos lleva al famoso mito platónico de la caverna, que da título a este libro. Pero decir la verdad, o conocerla, como decía J. B. Priestley, puede resultar tan arriesgado como cruzar una esquina peligrosa. Y los protagonistas de esta novela deciden asumir ese riesgo.

Hasta aquí, esta novela podría pasar por una simple historia policial ambientada en una época remota. Esto no es nuevo, y la propia Agatha Christie usó ese recurso ambientando alguna de sus novelas en el Egipto de los faraones. Pero en este caso, el autor propone un giro en verdad sorprendente, aunque tampoco sea del todo nuevo. Tras el texto policial de “La caverna de las ideas”, se abre una nueva línea argumental que se corresponde con la de un traductor que está trabajando precisamente en dicho texto, es decir, la historia policial. Y el traductor descubre que la novela que tiene ahora en sus manos, esconde bastantes secretos. Uno de ellos es estrictamente profesional o literario. El autor nos descubre, tal vez demasiado insistentemente, las múltiples “eidesis” (una figura literaria inventada por José Carlos Somoza para esta novela, y que consiste en una especie de metáfora en la que el verdadero motivo del texto está oculto por claves bastante crípticas) que se esconden en el texto y que, en este caso concreto, parecen tener una correspondencia con los doce trabajos de Hércules. Pero existe un secreto mucho más terrible que el traductor descubre, al margen de la literatura, y es y es que todos los traductores precedentes de “La caverna de las ideas” desaparecen o mueren. El traductor actual (del que desconocemos el nombre) se enfrenta así a un enigma que desborda su capacidad, le hace pensar, a él y a cuantos le rodean, que está perdiendo el juicio. Conforme avanza en la traducción, su implicación se acrecienta cada vez más, de forma que, el traductor comienza a pensar que, por momentos se está convirtiendo en un personaje más de la novela, en una especie de efecto metaliterario. Antes he dicho que este recurso, aunque bastante original, no era del todo nuevo, puesto que me hizo recordar al ya usado por Unamuno en su novela “Niebla”.

En cualquier caso, la novela presenta dos realidades diferentes: una que avanza por el lado de una investigación (para mi gusto la más conseguida y entretenida) y otra que avanza por el lado de una traducción (que, pese a su originalidad, la encontré demasiado reiterativa). Después de una serie de múltiples peripecias que les llevan a Heracles y Diágoras a poner en peligro sus propias vidas, ambos van descifrando poco a poco el enigma hasta que alcanzan, como era de esperar, la correcta resolución de los distintos crímenes que se van sucediendo. Y como ocurre con este tipo de historias, la verdad es cada vez más tortuosa y menos placentera. Todo se complica, como en un juego de espejos, y nada es lo que parece. La resolución de la trama policiaca es impecable y no aburre lo más mínimo. Y cuando ya estamos alcanzando las últimas páginas, el autor nos reserva una nueva sorpresa, con la cual cobra verdadero sentido el título del libro y no s hace ver de un plumazo, que todo cuanto hemos leído tan sólo era una sombra y que la realidad estaba fuera de la caverna, o en nuestro caso, fuera del libro.

La caverna de las ideas. José Carlos Somoza. Alfaguara, 2006

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En busca de Klingsor, de Jorge Volpi: la ciencia y el mal

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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