Las once mil vergas. Guillaume Apollinaire: El erotismo cubista

Portada de Las once mil vergas, de Guillaume Apollinaire

Tal vez el nombre de Guillaume Apollinaire, el autor de Las once mil vergas, no diga nada a nadie en la actualidad, cuando él fue el primer vanguardista de la literatura, tan influyente en el siglo XX como lo sería su amigo Pablo Picasso en la pintura. Ahora casi nadie lo sabe, pero hubo un tiempo, hasta principios del siglo pasado, en el que las novelas y la poesía eran exclusivamente realistas, y aunque eso no sea de por sí un desmérito, tuvieron que llegar autores como Apollinaire para defender la imaginación por encima de todo frente a un mundo cómodo y aburguesado que leía en sofá y mesa camilla. Más o menos como hoy.

Este francés exagerado y extravagante defendió la belleza sobre lo normativo y establecido, y esa defensa la llevó a su propia vida: en 1914, cuando ya era un celebrado poeta, se incorporó como voluntario a las tropas francesas para enfrentarse a las del Káiser Guillermo. Poco después, dicen que leyendo el periódico en una trinchera, un trozo de obús se le incrustó en la cabeza y él, como capitán de los poetas, llevó un vendaje blanco alrededor de su cráneo como una forma de manifestar públicamente que la estética estaba por encima de las patrias, las guerras y la triste realidad de aquel momento. 

Lamentablemente, en 1918 sucumbió a la pandemia de la gripe española que asoló Europa y con su muerte se frustró una carrera genial que ya nunca sabremos adónde hubiera llegado.

A pesar de ser conocido como poeta, Apollinaire comenzó su trayectoria literaria en 1906 con una novelita pornográfica que actualmente es su obra más recordada. Las once mil vergas es una genialidad que –aunque pueda parecer mentira -a estas alturas del siglo XXI- seguirá escandalizando a la inmensa mayoría de los lectores que deseen acercarse a sus páginas.

Naturalmente Las once mil vergas es una novela que hay que leer en el contexto de su época (como todas las obras maestras), y si hay un adjetivo que pueda calificarla, éste es el de rompedora. Quiero imaginarme en 1906, con escritores de la seriedad de Henry James, Joseph Conrad o Thomas Hardy –a quienes, por cierto, nadie leía- la irrupción de un relato en el que la incongruencia y la imaginación libérrima son sus características principales. En este caso, la temática erótica era lo de menos; lo realmente rompedor era el descaro con el que estaba escrita.

Pero vamos a poner al lector en situación: Guillaume Apollinaire formaba parte de ese grupo de amigos, todos artistas, que, como un milagro, se juntaron en París para cambiar el Arte para siempre. Entre sus amigos estaban Pablo Picasso, Jean Cocteau, Georges Braque, André Breton o Henri Matisse. Esta gente, sentada en los veladores del barrio de Montmatre, fue revolucionaria. Para que los lectores lo entiendan, sin ellos, por ejemplo, no hubiera sido posible la existencia del cómic. La imaginación y la libertad creadora eran sus consignas.

Guillaume Apollinaire en 1917
Guillaume Apollinaire en 1917, licindo su vendaje blanco fruto de una herida en la Gran Guerra

Apollinaire estaba obsesionado con el cubismo, que su amigo Picasso había llevado a la excelencia en Las señoritas de Avignon, y quiso trasladarlo a la literatura como lo había hecho el pintor malagueño: a partir de lo sórdido que habita en la naturaleza humana, pero transformado por la imaginación. De ahí nació Las once mil vergas, una novela cubista, una especie de caleidoscopio de prácticas sexuales guiadas por un único hilo conductor: la libertad absoluta.

Tratándose de libertad, Apollinaire no se arrugó a la hora de escribir sobre el sexo y se dedicó a acumular esas conductas sexuales que ahora los psicólogos califican con el excesivo término de parafilias, pero que están ahí desde hace siglos y que se practican en la intimidad más habitualmente de lo que los sempiternos meapilas creen.

El único autor que se había atrevido a llevar este tipo de conductas sexuales a la literatura había sido el Marqués de Sade, pero en lo que en éste suele ser un catálogo frío de depravaciones sin apenas alma, en Apollinaire es una genial recreación de los deseos humanos, sean cuales sean. Si me preguntaran cuál es el libro más “escandaloso” en cuestión de sexo que existe (entiéndase escandaloso como “plagado de perversiones”), sin duda diría que es Las once mil vergas, que deja la obra de Sade a la altura de un simple tebeo para onanistas.

No voy aquí a enumerar las prácticas sexuales que aparecen en la novela, pero puedo asegurar que están casi todas, y posiblemente no estén todas porque entonces la novela sería infinita, como un libro imaginado por Borges. La peculiaridad de esta obra estriba en su tono, absolutamente desenfadado, como debe ser el sexo, sin limitaciones, sin prejuicios, como podrá apreciarse en este fragmento:

El día siguiente, un oficial de cazadores alpinos vino a hacerme sufrir. Su miembro era enorme y negruzco. Era grosero, me insultaba y me golpeaba.

Cuando hubo fornicado con mi mujer, me ordenó acercarme a la cama y, cogiendo la correa del perro, me cruzó el rostro. ¡Ay! una risotada de mi mujer me volvió a producir esa áspera voluptuosidad que ya había experimentado en otras ocasiones.

Me dejé desnudar por el cruel soldado que tenía necesidad de azotar a alguien para excitarse.

Cuando quedé desnudo, el alpino me insultó, me llamó: cornudo, cabrón, animal con cuernos y, alzando la correa, la abatió sobre mi trasero; los primeros golpes fueron crueles. Pero vi que mi mujer gozaba con mi sufrimiento, su placer se transmitió a mi persona. Yo mismo gozaba sufriendo.

Cada golpe caía sobre las nalgas como una voluptuosidad algo violenta. El primer escozor quedaba convertido inmediatamente en caricia exquisita y mi miembro se endurecía. Al poco rato los golpes me habían arrancado la piel, y la sangre que brotaba de mis nalgas me enardecía de una manera extraña. Aumentó mucho mis goces.

El dedo de mi mujer se agitaba en el musgo que adornaba su bonito coño. Con la otra mano, masturbaba a mi verdugo. Inesperadamente, los golpes se hicieron más rápidos y sentí que el momento de mi espasmo se aproximaba. Mi cerebro se entusiasmó; los mártires con que se honra la iglesia deben tener momentos como éste.

Me levanté, ensangrentado y con el miembro erecto, y me abalancé sobre mi mujer.

Ni ella ni su amante pudieron impedírmelo. Caí en los brazos de mi esposa y sólo tocar con mi miembro los pelos adorados de su coño, descargué lanzando horribles alaridos.”

Como se apreciará, el tono puede parecer exagerado, acaso para algunos delirante, pero en el fondo Apollinaire lo que trató de hacer fue reivindicar la libertad absoluta a través de una de sus manifestaciones más naturales, el sexo. El escritor francés no eligió casualmente una novela erótica para darse a conocer al público: lo necesitaba porque justamente por entonces (también lo sería ahora, pero ese es otro cantar) el sexo era lo oculto, lo pecaminoso, lo que no podía manifestarse en público, lo prohibido.

Sin embargo, esas escenas seguro que se reproducían en alcobas del mundo entero en la vida real, porque él no inventó nada, y tuvo que llegar Internet, un siglo después, para demostrar que todo aquello que se consideraba aberraciones, perversiones o depravaciones no eran más que simples deseos eróticos, en la mayoría de los casos insatisfechos, que el porno, en todas sus manifestaciones, ha revelado en la era digital con millones de seguidores.

¿Es por tanto, Las once mil vergas, una novela pornográfica o una novela erótica? Desde luego, por el detalle de las escenas nos inclinaríamos por la primera opción, pero vista en su contexto es una verdadera novela erótica en el sentido estricto de la palabra, puesto que trata de las relaciones íntimas entre seres humanos como seres sexuados, con sus deseos, sus fantasías y su libertad cuando tienen delante uno o varios cuerpos desnudos.

En 1906 era imposible concebir que el erotismo fuera esto, y Apollinaire convirtió su novela en una especie de cómic, en una suerte de esperpento de la realidad, para que se le entendiera. Que cuatro personas desnudas reunidas en una habitación defequen entre ellas para excitarse sigue siendo para muchos escandaloso (e incomprensible) a estas alturas del siglo; pues imagínense entonces. Pero ahora sabemos que este servicio, en la actualidad (y en épocas anteriores, suponemos que también) es muy demandado en el mundo de la prostitución, pagándose bien caro, como tantos otros que aparecen en las páginas de esta novela. Y que, eliminando la parte caricaturesca que, como se ha dicho, era necesaria en aquel tiempo, no hay una sola escena que no podamos buscar y contemplar ahora en cualquier conocida página pornográfica de internet.

En 1917, un año antes de morir, Guillaume Apollinaire estrenó una obra de teatro, Los pezones de Tiresias, a la que calificó con el término de surrealista. Fue la primera vez que se utilizó esta palabra (tuvo que inventársela para definir el texto de la obra) y les puedo asegurar que muchas cosas que aparecen en esta pieza están más que superadas por lo que ahora entendemos como realismo. 

Apollinaire estuvo creando realidad toda su vida. Fue un adelantado a su tiempo, un profeta del arte, un visionario de lo real oculto. Las once mil vergas es una novela deliciosa, divertida y también excitante. Solo hay que leerla con la libertad de pensamiento y la anchura de miras que se presuponen en esta época para entender la intención exacta con la que fue escrita. 

Las once mil vergas. Guillaume Apollinaire. Valdemar.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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