Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Stefan Zweig: La compasión peligrosa

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 Stefan Zweig (1881-1942) fue un hombre pasional y excesivo, es decir, un idealista. Confió toda su vida en una idea cultural de profunda raíz humanista y, sin embargo, se vio abocado a conocer las dos grandes guerras mundiales, como si la realidad se negara contundentemente a sus deseos pacifistas. Su suicidio en Petrópolis no fue sino la consecuencia de sus pasiones: su vida no tenía sitio en un mundo como este. Mucho se puede discutir sobre la influencia que la propia personalidad tiene en las creaciones de un escritor: en el caso de Stefan Zweig apenas hay cabida para esta discusión. Sus historias, sus personajes, responden a esa espiritualidad insatisfecha, a ese fuego interno y permanente que siempre lo inquietó.

Sus novelas nos presentan invariablemente a seres atados a una pasión que no pueden dominar, abandonados a un mundo inmenso de deseos entre los cuales no son más que partículas perecederas. Son personajes víctimas de la fatalidad, unidos a un destino que les crea una situación sin salida, a una fatalidad que dimana por entero del carácter o, si se prefiere, de la falta de carácter. No hay lucha: el enemigo comparece y, con sólo comparecer, triunfa. Entonces la catástrofe es inevitable, un hondo y turbio hechizo que llama desde el abismo. El lector, sin duda, compadece a las víctimas. Asiste atónito al abrazo de la sensualidad donde se abandonan como ante un vértigo. No obstante, en esta galería de víctimas no hay seres primarios, ni brutos desprovistos de inteligencia. Todas ellas, al confiarnos su historia, ya sea en lo peor de la crisis, ya años después de haberla sufrido, se describen con inteligencia, se ven tal como realmente son o tal como quisieran ser vistas por los demás, pero con la penetración, con el cuidado, con el lenguaje y hasta con la elocuencia de quienes están habituados al análisis y a la reflexión. Con ellos estamos a enorme distancia del puro instinto animal. Con ellos nos derrumbamos en el abismo en cuerpo y alma, y el alma, mientras cae y aún caída, sigue dándose cuenta de su derrota y sigue juzgándose sin demasiada indulgencia.

La heroína de Veinticuatro horas en la vida de una mujer (1929), que durante un sólo día de su vida perdió el dominio de sí misma y se entregó a un ser indigno, al volver al hogar, vuelve llena de íntima vergüenza; desvía la cara para que su hijo no la bese y siente el deseo físico de purificarse. Hay una lucidez extraña en las criaturas de Stefan Zweig: ellas mismas se ven caer arrastradas por una pasión, y ellas mismas son capaces de analizar sus actos una vez realizados para llevarlos como un estigma a lo largo de sus vidas.

Stefan Zweig no escribió sus novelas para demostrar la validez de las teorías de su amigo Sigmund Freud, aunque es evidente que éstas influyeron en la génesis de su obra: al presentarnos a esos seres que sucumben repentinamente a una llamada del abismo, da vida novelesca a la idea de que bajo la orgullosa figura del hombre responsable, del hombre guiado por la razón y por los grandes principios, pervive el hombre primitivo como una tierra fértil en la que sigue prosperando una flora pujante y dañina.

Nada nos puede hacer suponer que esa venerable anciana que el narrador de la novela encuentra en una pequeña pensión de la Riviera oculta una pasión desenfrenada que sólo una vez afloró para permanecer viva en su interior toda su vida. Es la historia de un amor dañino, de un desmesurado amor por uno mismo, que tal vez sea la peor forma de amor: hace 27 años conoció a un hombre en Montecarlo que habría de cambiar su concepto de conciencia.

Ese hombre se encuentra arruinado por su pasión por el juego. Lo ve sentado a la mesa de la ruleta, nervioso, crispado; en sus manos adivina una avidez que no ha encontrado en ninguna otra ocasión. Cuando ese hombre, cuyo nombre nunca conocerá, pierde todas sus fichas en la mesa, sabe que a continuación lo único que le espera es el suicidio. La historia de esa mujer es la historia de una salvación: es la única que puede conseguir que el hombre se mantenga con vida hasta el día siguiente y no tiene más armas que la palabra y una infinita compasión. Sólo ha de salvar esa noche, remontar las tinieblas hasta que aparezca el sol sobre el horizonte y entonces el hombre comprenda que toda una vida le espera por delante.

Pero allá donde se encuentra la redención también se encuentra la gratitud: ese hombre, si se salva, le deberá la vida. Y ella cree haberlo salvado. Pero la gratitud no llega, no llegará nunca. Ese es el gran momento de la novela, esa pasión oculta que ella se revelará a sí misma cuando llegue el día: se ha enamorado de sí misma, de sus actos piadosos, de su comprensión hacia el ser humano, hacia un ser humano concreto. Son páginas inolvidables: aquella noche estuvo tan llena de lucha y de palabras, de pasión y de cólera, de odio y de lágrimas, de promesas y de embriaguez, que le parece haber durado mil años. Y tras esa noche sólo tiene una recompensa: el desencanto, un desencanto que no querrá confesarse ni entonces ni más tarde. Es el animal herido en su orgullo, es ese amor desenfrenado por uno mismo que se hubiera redimido con una simple palabra, con un solo gesto. Stefan Zweig consigue de una forma extraordinaria que esa palabra omitida, que ese gesto nunca hecho, sea el verdadero protagonista de la novela.

En Veinticuatro horas en la vida de una mujer hay una sabia tolerancia hacia las debilidades humanas, sin caer en sentimentalismos, sino mediante una construcción sólida que se basa fundamentalmente en la agudeza de la mirada, en la brillante introspección que tan bien supo utilizar el escritor austríaco para demostrarnos de una forma admirable que el arte, el estilo, por encima de la anécdota, es lo que dota a una novela la categoría de obra de arte.

Veinticuatro horas en la vida de una mujer. Stefan Zweig. El Acantilado

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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