Pocos autores han conseguido una maestría igualable en las distancias medias como Willa Cather (1876-1947). La escritora americana escribió dos nouvelles memorables por la concentración narrativa que atesoran sus páginas. Mi enemigo mortal (1926) es un ejemplo de contención y economía verbal, de intensidad y de ritmo. Resulta manido decir que no sobra ni falta una sola palabra, pero es que en el caso de esta nouvelle es así: tiene la extensión justa.
La novela se divide en dos partes claramente diferenciadas: en la primera, un matrimonio afincado en Nueva York tiene una vida llena de emociones intelectuales y sentimentales; en la segunda parte, ese matrimonio vive en el Oeste la ruina de sus vidas. Pero en medio hay un ingrediente desconcertante: la historia es narrada por una tercera persona, una chica conocida de ella, que solo podrá contar aquello que ve o escucha, y que no imagina nada más. Este recurso, bien conocido por Henry James, es aplicado a la narración en su sentido más estricto: lo que no se desarrolle en escena deberá ser imaginado por el lector, lo que, inconscientemente, multiplica las páginas del libro según su buen entendimiento.
Habrá lectores inadvertidos que consideren que se trata de una historia de ambición y de desencanto; por supuesto es eso, pero también es mucho más, porque hay una extraña complejidad en esta trama en apariencia sencilla que puede llevar a engaño.
En la primera parte, la voz narradora tiene quince años y vive en un pueblo del Medio Oeste. La aparición de Myra Henshawe será un deslumbramiento para ella: desde que tenía uso de razón, la chica ha conocido el emocionante pasado de Myra, que se fugó hace quince años de casa de su religioso tío para casarse en matrimonio civil con un empleado de ferrocarriles e irse a Nueva York, despreciando la suculenta fortuna del tío, que la deshereda por su rebeldía.
Yo me di cuenta de que su especial extravagancia consistía en querer a demasiadas personas y en quererlas demasiado. Con solo mencionar el nombre de alguien a quien admirara, uno tenía la impresión inmediata de que aquella persona debía de ser maravillosa, porque su voz envolvía aquel nombre con una especie de gracia.
Ante los ojos de la chica, Myra es una especie de heroína, y así nos la describe cuando la conoce: su voz sonora, alegre y despreocupada; su aspecto desenfadado; su actitud desenvuelta, como si se pusiera el mundo por sombrero; el propio trato que tiene con su marido delante de los demás, cariñoso y entrañable. Y también conocemos al señor Henshawe y rápidamente nos hacemos a la idea de que le falta absolutamente el brillo de su esposa, como si fuera un convidado de piedra en ese matrimonio.
Una navidades pasadas en Nueva York, permitirán a la muchacha conocer mejor a Myra: su suntuosa casa, arreglada con evidente buen gusto; sus no menos suntuosas amistades: gente del teatro, del mundo del arte, que ella recibe en su casa, para los que arregla asuntos amorosos y pone y dispone a su antojo. La vida parece irle maravillosamente a Myra, aunque algunos feos gestos rompen la idílica estampa de belleza que la rodea: no parece tener gran aprecio por su marido ni por la posible felicidad de su matrimonio.
Por supuesto, estamos hablando de sutiles detalles que van apareciendo aquí y allá en una conversación, en un cruce de miradas: delante de la niña no se hacen ni se dicen determinadas cosas, pero siempre queda un rastro de babosa en aquello que no va demasiado bien. Son esos detalles que va dejando Willa Cather con la sabiduría que la caracteriza y que van cambiando poco a poco la historia que el lector se va montando conforme asiste a las escenas.
Cuando la bondad abandona a las personas, aun siendo un instante, empezamos a temerlas, como si también hubieran perdido la razón. Cuando desaparece de un lugar en el que siempre la hemos hallado, es como un naufragio: nos hundimos desde la seguridad en algo malévolo e insondable.
En la segunda parte ya han pasado diez años. La muchacha ya es una aplicada universitaria que busca trabajo en el Oeste y termina alquilando unos pobres aposentos en un hotel cochambroso. Un día se cruza con el señor Henshawe en las escaleras: va portando la cena de su esposa, que se encuentra enferma en la habitación. ¿Se encuentra realmente enferma? Lo que sabemos es que el señor Henshawe perdió su empleo en Nueva York, que ahora malvive de un trabajo que le ocupa gran parte del día, que Myra permanece sola en la habitación donde sigue conservando algunas de las exquisitas pertenencias que poseía en Nueva York. Ahora se escucha el ruido de los vecinos de arriba, gente sin clase. No es la vida que esperaba Myra.
No espere el lector saber qué ocurrió en esos diez años que hay de lapso entre las dos partes: sabrá lo que piensa ahora la mujer, las condiciones en las que vive, la actitud que cada miembro del matrimonio tiene respecto al futuro. Él siente aún la felicidad de los tiempos pasados y la alegría de poder compartir su vida con la mujer que ama. ¿Y ella? Lo que le ocurre a Myra es mucho más complejo.
Parecía fuerte y destrozada, generosa y tiránica, una vieja sagaz y malévola que detestaba la vida por sus derrotas y la amaba por sus absurdos.
A partir de ese momento, Willa Cather despliega un portentoso relato en el que se mezcla el ansia por la belleza, la decadencia física, el desgaste de la convivencia y el horror al porvenir. Contar lo que pasa en esa segunda parte sería privarle al lector de un agradable placer que debe descubrir por sí mismo. Sólo una cosa: no se puede perder una sola palabra de esa nueva Myra postergada a una silla de ruedas, sin un amigo al que acudir, con la sola presencia de esta chica que relata lo que escucha y que ya no siente la admiración que tenía a los quince años: algo ha cambiado también en la propia narradora, y aunque parece que los hechos que se narran son puramente objetivos, la mirada ya es distinta, mucho más madura: un genial ejemplo de cómo el punto de vista cambia las narraciones, de cómo cada cual es o parece ser dependiendo de la mirada del otro.
Mi enemigo mortal. Willa Cather. Alba Editorial.
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