Hay lectores impacientes y con mucho temperamento y hay escritores impacientes y con mucho temperamento que arrastran al lector página tras página hasta la última línea sin dejarle tomar aliento. A Stefan Zweig (1881-1942) le irritaba toda la verborrea, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente moroso de una novela y por eso escribía novelas que se leen sin respiro, intensas, vehementes, amenas, sin que por ello pierdan un ápice de complejidad. Con Amok (1922), Stefan Zweig volvió a descender al infierno de los sentimientos extremos, tan característicos de su literatura; no olvidemos que fue gran amigo y seguidor de Sigmund Freud, el hombre que descubrió que el infierno podía habitar dentro de nuestra mente.
Al entrar en una novela de Stefan Zweig tenemos la impresión de penetrar en una cámara oscura. Al principio no se ven más que las sombras, y se oyen voces confusas, sin saber a ciencia cierta de dónde proceden. En Amok, el narrador está haciendo una travesía en barco de Calcuta hacia Europa. En la madrugada, descansa del bullicio de la mañana sentado en la cubierta cuando una voz interrumpe la calma. En la completa oscuridad escucha una tosecilla seca, nota una presencia que no puede desvelar, ni siquiera el bulto engullido por las sombras. El silencio se vuelve insoportable; sólo a la luz de un fósforo vislumbrará la cara de un hombre que fuma una pipa. Desde ese momento, el hombre no cesará de hablar hasta el amanecer.
Es el protagonista de la historia, que tiene que encenderse interiormente para hacerse visible, que para resonar tiene que poner en tensión sus nervios, hasta romperse. Es un médico que ejerce en la India desde hace siete años entre salvajes y fieras, huido de Europa por un turbio asunto amoroso. Ha vivido en silencio todos esos años, ha guardado un dolor dentro de sí que lo ahoga, y ahora necesita hablar.
Ser correspondido en el amor es, para los poetas, alcanzar el cielo sobre la tierra. Los cielos de este hombre están más altos. Para él, el amor no significa dicha, tregua ni término, sino un momento exaltado de la pasión en que la vida duele más. De nuevo una mujer aparece en su vida, en su consultorio: es blanca, distinguida, culta. Antes de ser atendida habla de Flaubert. No se queja: sólo siente vértigos, debilidad, pequeños desvanecimientos. No tiene fiebre, ni cree que padezca una grave enfermedad.
Desde la perspectiva de su dolor, el hombre quiere que nos imaginemos la situación: desde hace años, es la primera mujer blanca que entra en sus habitaciones. Y de repente, él siente que hay en la estancia algo fatal, un peligro cierto. Tiene como un presentimiento físico. Esa mujer, con su frívolo parloteo, ha entrado en su cuarto con la brusca exigencia de quien empuña un cuchillo en la mano. Naturalmente no está enferma; naturalmente, ha acudido a él porque su marido lleva de viaje cinco meses y vuelve dentro de unos días. Otras llegaron antes suplicantes, avergonzadas, desechas en lágrimas y excusas. Pero ella es una mujer fría, de mirada provocativa e imperiosa, que habla arrogante entre evasivas. Ha acudido a él porque vive retirado, porque no la conoce, porque es un buen médico y porque puede comprar su silencio con el dinero suficiente para que vuelva a Europa.
Stefan Zweig no se detiene una sola línea para pintarnos el gesto de este hombre; pero oyéndolo, por sus palabras, sus tropiezos, sus balbuceos, su agitación nerviosa, nos lo imaginamos trabándose ante la presencia admirable de la bella mujer, temeroso de su confianza, inseguro ante su propia soledad. De repente, imagina a esa mujer desnuda en los brazos de un hombre, en un estertor de placer, entre abrazos y besos. Y entonces todo su ser se concentra en un deseo ardiente: el deseo de humillarla, de oprimir sus labios sobre su cuerpo y arrancarle un gemido de placer. No es lascivia, nos asegura, ni deseo sexual, ni lujuria; es algo que no se puede comprender por un mente equilibrada: es el Amok, una embriaguez, una locura, una crisis de monomanía homicida e insensata, fruto del clima, de la atmósfera densa y abrasada, que deprime los nervios como una constante noche de tormenta.
Ella naturalmente se niega a sus deseos, lo rechaza, se marcha del consultorio, y a partir de ese momento se romperá en ese hombre el lazo que lo une con la vida real: lo único que quiere es ayudar a la mujer en su propósito, ciegamente, sin pararse ante nada, pero ella lo evita, huye de él, como el caso de un hombre que corre detrás de otro para prevenirle contra un asesino, y ese otro, tomándole por criminal, se asusta de él y sigue corriendo hacia la muerte. Ambos entrarán entonces en una espiral de obsesión, desengaño y locura, en un infierno interminable, en las terribles consecuencias del Amok.
En la obra de Stefan Zweig escuchamos siempre un impulso vital completamente primitivo, casi vegetativo, fanático. Amok es una historia que no puede dejar de leerse desde la primera línea y que desemboca como un estruendo fatal en un desenlace inesperado, hipnótico. Y entonces, sólo entonces, cuando ya arde el fuego en sus personajes, cuando ellos se están consumiendo en su extraña fiebre, es cuando Stefan Zweig dota de un relieve único la maraña de lo dramático y nos entrega una novela cuajada de momentos de suprema excitación, de sentimientos apasionados, como pocas veces hemos tenido ocasión de leer.
Amok. Stefan Zweig. El Acantilado