Ángeles rebeldes. Robertson Davies


Azazel y Samahazai fueron dos ángeles rebeldes que, según el libro de Enoc, revelaron los secretos del Cielo al rey Salomón y Dios los expulsó. Fuera del Cielo, descendieron a la Tierra, ayudaron a la humanidad a avanzar y enseñaron lenguas, medicina, derecho e higiene. De alguna manera, le enmendaron la plana a Dios, puesto que desvelaron los conocimientos y la sabiduría que Él quería guardarse para Sí, un poco a la manera del perro del hortelano. ¿Y quiénes son actualmente los ángeles rebeldes en la Tierra? El excepcional escritor canadiense Robertson Davies (1913-1995) nos lo aclara: son algunos profesores universitarios los que ponen al servicio de los demás sus conocimientos, los que civilizan al ser humano desde sus estrados. Aunque no todos son así. La mejor manera de distinguir unos de otros puede ser leer Ángeles rebeldes (1981), la encantadora e inteligente novela que ha rescatado para el público español la editorial Libros del Asteroide.

El punto de partida puede parecer simple: un afamado mecenas, Francis Cornish, muere dejando un legado fascinante que debe ser catalogado y repartido por tres profesores de una universidad de Canadá. La colección que deja el multimillonario es abrumadora: una acumulación de libros, pinturas y manuscritos, montones y montones de objetos, muchos de ellos de gran valor. Entre ellos, aparecen unas cartas originales de François Rabelais, el médico y escritor renacentista, dirigidas al alquimista Paracelso, lo que demostraría la relación del francés con el mundo de la Cábala. Sin embargo, las cartas pronto desaparecen del legado, siendo sospechoso de la sustracción otro de los albaceas, el profesor McVarish, un profesor experto en Renacimiento, engreído y despreciable, que aspira a la gloria universitaria, otro posible ángel rebelde, aunque esta vez íntimamente unido a las fuerzas del Mal: sería como Lucifer, el ángel que también ocultó sus secretos a los mortales.

A partir de este pequeño detalle, Robertson Davies nos introduce sutilmente en el mundo de rencillas, engañifas y ridículas vanidades del mundo universitario: lo que para cualquiera no sería más que un dato más sobre Rabelais, para el profesor Clement Hollier cobra una inusitada importancia, no sólo desde el punto de vista académico, ya que le valdría el reconocimiento entre sus colegas, sino también personal, pues el estudio de las cartas, que pretende encomendar en parte a una de sus alumnas, María Theotoky, le servirá para resarcirse de una triste aventura sexual que tuvo con ella.

Robertson Davies es un maestro de la narración: utiliza los elementos a su antojo para crear el clima necesario en el que desarrollar sus tesis narrativas. En realidad, el robo de esas cartas es, dicho en términos cinematográficos, un auténtico Macguffin, es decir, un elemento de suspense que sirve para desarrollar la trama, pero que no tiene, en sí, una importancia primordial. Es más, puede no tener ninguna importancia. La sabiduría de Davies está en envolver la historia con un halo de misterio hábilmente pergeñado y, mientras tanto, ir dejándonos una apasionante historia de celos profesionales, amores no correspondidos, venganzas personales, erudición deslumbradora y una intriga creciente que engancha desde las primeras páginas y supone una delicia memorable para el lector. Por si fuera poco, introduce en la historia a un personaje inolvidable, John Parlabane, un brillantísimo profesor de Filosofía que dejó la universidad para encontrar su camino junto a Dios en un monasterio, sin que ello le impidiera juguetear con todos los vicios posibles, un personaje al que sólo puede calificarse de un hombre malvado, de una maldad contagiosa, un demonio destructivo que arrastra a las personas tras de sí y después se ríe de ellas cuando han sucumbido a su poder.

Como no podría ser de otra forma, Robertson Davies se vale del personaje menos académico de todos, la aventajada alumna María, para desplegar el mundo de méritos e iniquidades de la universidad y presentarnos a otra serie de personajes que van cerrando el círculo de la trama: el otro albacea, Simon Darcourt, que representaría el ángel rebelde puro, un reverendo profesor de griego, hechizado por la belleza de María, atraído sexualmente por ella, que terminará demostrando ser un auténtico eunuco sentimental, escondido bajo una polvorienta capa de sabiduría y una bondad ciertamente estremecedora; o la madre de María, una estrafalaria cíngara que no acepta, después de muchos años, las reglas de la sociedad occidental, mostrándonos toda una serie de ancestrales costumbres gitanas, y que vive de un furtivo trabajo de lutier, construyendo violines que hace pasar por verdaderas antigüedades gracias a una técnica secreta que comparte con su hermano, otro cíngaro misterioso portador de una fuerza descomunal y unos matices sentimentales asombrosos.

Junto a ellos, desfilan por la novela otros personajes menores, pero no menos importantes para conformar la tupida red que envuelve a la historia, como el insigne profesor Froats, un científico que trabaja con excrementos humanos –la porquería salvadora lo llama él- con la esperanza de encontrar ahí algo de valor, o los miembros que forman las cenas de acogida del claustro, todos expertos profesores cuya conversaciones sobre lo humano y lo divino, descritas con una gracia sin igual y que por sí mismas ya justifican la novela, pueden hacer las delicias del lector.

Y todo ello contado con la suficiente ironía, sutileza y brillantez para crear unos personajes que cobran cuerpo conforme avanza el relato hasta hacerse entrañables al lector. Robertson Davies cuenta de una forma encantadora y torrencial, sin darle un respiro al lector, que se enfrenta a un singular tour de force que va en aumento, gracias a la capacidad fabuladora de este magnífico escritor canadiense, del que lo que menos se puede decir es que posee el privilegio de contar con un extraordinario poder de persuasión, ese don que sólo está reservado para unos cuantos escritores elegidos.

Ángeles rebeldes. Robertson Davies. Libros del Asteroide, 2008

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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