Spoon River es un pueblo situado en el estado de Illinois, un pueblo cualquiera, un pueblo inventado, un pueblo donde sólo habitan muertos en sus tumbas. Su creador, Edgar Lee Master (1868-1950), cobrador de la compañía Edison, luego abogado, siempre escritor, inventó un libro inclasificable para contarnos la vida de un pueblo a través de sus muertos.
Considerado como uno de los mejores libros de poesía del siglo XX, la Antología de Spoon River (1915) es una obra pasmosa que se puede leer como una novela porque contiene una bella e intrincada historia, la historia de ese pueblo y sus imaginarios habitantes contada a través de 244 epitafios escritos por los propios habitantes que yacen bajo las lápidas.
No son muertos que hablen, muertos que deambulen por calles fantasmales, muertos que parezcan vivos, sino muertos que han tenido la mágica oportunidad de escribir su autobiografía en las someras palabras que caben en un epitafio, y como tales epitafios, están escritos con frases cortadas o versículos que sin embargo no desmienten su condición prosaica, pues de hecho los versos carecen de métrica y rima, son libres como libre es el mensaje que cada uno ha dejado para la posteridad sin tener que dar cuenta a nadie, y también, sin saber qué han escrito sobre ellos quienes tuvieron algo que ver en su vida.
Este cementerio asentado sobre una colina es la máxima expresión de la democracia, puesto que allí todos son iguales, de nada les vale ya haber sido jueces, cocheros, médicos, poetas, prostitutas, directores de periódico. Cada uno tiene algo que decir, o que reprochar, o de lo que vanagloriarse, o de arrepentirse, pero ninguno tiene derecho a mentir, porque la mentira ya no importa fuera de la vida.
No obstante, algunos no sólo tienen el privilegio de contar escuetamente su vida, sino de resumirla en una sentencia, como es el caso del desconocido Alexander Throckmorton:
En la juventud, yo tenía alas fuertes e infatigables,
pero no conocía las montañas.
Con la edad, conocí las montañas,
pero mis alas fatigadas no podían seguir a mi visión…
El genio es sabiduría y juventud.
Otros, como Albert Schirding, sentencia sobre su triste vida poniendo como ejemplo la de uno de sus vecinos:
Jonas Keene pensaba que su suerte era muy dura
porque todos sus hijos habían fracasado.
Pero yo conozco un destino aún más doloroso:
fracasar uno mismo cuando los hijos tienen éxito.
Sin embargo, el epitafio que escribe el citado Jonas Keene parece poner en entredicho tal lamento y aclara lo que su vecino no quiso ver en vida:
¿Por qué se mató Albert Schirding
al no lograr ser Superintendente de Escuelas del Condado,
Si tenía la suerte de tener medios de vida
e hijos maravillosos, que le honraron
antes de que él llegara a los setenta?
Unos epitafios aclaran otros, o parecen respuesta de otros, o recrean puntos de vista distintos que muchas veces arrancan una sonrisa en el lector, porque no hay nada más patéticamente irrisorio que un muerto fatuo, como este Jefe de la Policía Municipal:
[…]me regalaron el bastón-estilete
con el que herí a John McGuire
antes de que él sacara la pistola con la que me mató.
En vano gastaron su dinero los prohibicionistas
para hacer que le ahorcaran, pues, en sueños,
me aparecí a uno de los doce miembros del jurado
y le dije el secreto de toda la historia.
Catorce años fueron suficientes por haberme matado.
Versión que difiere un tanto de la que escribe el borracho y asesino John McGuire, todo un ejemplo de los trapos sucios que oculta cualquier pueblo:
Me habrían ahorcado, de no haber sido por lo siguiente:
mi abogado, Kinsey Keene, estaba ayudando a atrapar
al tío Thomas Rhodes por la quiebra del banco,
pero el juez, amigo de Rhodes,
quería librarle,
y Kinsey se propuso dejar en paz a Rhodes
a cambio de una condena de catorce años para mí.
Y el trato se hizo. Yo cumplí mi condena,
y aprendí a leer y a escribir.
De esta manera muchas veces sincopada, se va dando forma a lo que fue la vida de aquel pueblo cuyos habitantes yacen en una colina. No en vano, Edgar Lee Master concibió al principio este libro como una novela aunque fue abandonando la idea motivado por su absorbente trabajo como abogado en Chicago.
No obstante, es curioso constatar la génesis de esta peculiar obra, escrita por un hombre peculiar. Lee Master era un profundo demócrata que creía en los Estados Unidos, en lo que representaba su país, en el ejemplo que daba al mundo, en la lucha que el propio pueblo americano había sufrido para alcanzar las libertades que el escritor creía sagradas y eternas.
Su primera particular caída del caballo ocurrió exactamente el 25 de abril de 1898, cuando los Estados Unidos declararon tramposamente la guerra a España. Master vio desde ese momento que su país no se contentaba con ser el mejor del mundo, sino que pretendía crear un Imperio. Lo que ocurrió años después, y que desembocaría en la trascendental intervención de los Estados Unidos en la Gran Guerra, llevó al autor a sumirse en una decepción y una amargura que asoma continuamente en esta obra. A ello habría que añadir su trabajo como abogado en una ciudad como Chicago, donde las trampas, las triquiñuelas y los tratos de favor a los poderosos estaban (y siguen estando) a la orden del día.
Tras un fracasado intento como dramaturgo, Spoon River fue una respuesta casi espontánea a la injusticia imperante, a la derrota de sus ideas democráticas. Él mismo lo explicó en su Autobiografía:
La idea se me ocurrió casi de pronto: ¿por qué no hacer de este libro el libro que había pensado en 1906 [entonces, como novela], un libro en el que pintaría el macrocosmos describiendo el microcosmos? ¿Por qué no dar, una junta a otra las historias de dos personajes entrelazadas por el destino, ofreciéndole así a ambas almas incomprendidas la posibilidad de ser pesadas justamente?
El 29 de mayo de 1914 comenzó a publicar en un periódico, bajo seudónimo, estos epitafios que lo consagrarían como escritor. En una especie de trance, durante varios meses ejercía su trabajo de día y escribía de noche, hasta llegar al agotamiento. Los epitafios no guardaban una correlación lógica, sino que salían de sus manos torrencialmente, como resultado de una especie de alumbramiento.
Sólo cuando en 1915 un editor decidió publicarlos como libro, Masters se dio cuenta que la obra guardaba una férrea estructura, que cada verso se hallaba intrincado en un todo que lo unía al resto de los versos, que esas vidas que había concebido se fundían en la muerte, en ese inexorable universo democrático que sólo era posible fuera de la realidad.
La Antología de Spoon River necesita, al menos, de dos lecturas: una primera, digamos hedónica, disfrutando de la alta literatura y del milagro que se va formando frente al lector conforme avanza el libro, y una segunda lectura, más sosegada, en la que se comprende las relaciones de los personajes entre sí, la importancia de ciertos epitafios escritos adrede por Masters a modo de consejos supremos por medio de personajes cuyo nombre no puede pasar desapercibido al lector avisado: Jefferson Howard, Voltaire Johnson, Jonathan Swift Somers, Washington McNeele, John Milton Miles…. sin contar el explícito homenaje a Lincoln, haciendo que su mítica novia, Anne Rutledge, yazga en el cementerio de Spoon River con frases como éstas:
De mí, indigna y desconocida, brotaron
las vibraciones de la música inmortal:
“Sin malicia hacia nadie, con caridad hacia todos”.
De mí, el perdón de millones hacia millones
y el benéfico rostro de una nación
resplandeciente de justicia y verdad.
(Como curiosidad diremos que este epitafio completo, es el que se alza ahora sobre la verdadera tumba de Anne Rutledge, en Petersburg, desde 1921).
Incluso el mismo Masters, bajo el nombre que utilizó en el periódico como seudónimo, Webster Ford, crea su propio epitafio (el último del libro) donde parece ahondar en las expectativas y la fuerza de la juventud, representada por el dios Apolo, frente al desencanto y el declive del hombre maduro movido tan solo por la obligación:
Arrojaos al fuego, morid con una canción de primavera,
si habéis de morir en primavera. Pues nadie puede mirar
la cara de Apolo y seguir vivo, y tendréis que elegir
entre la muerte en las llamas y la muerte tras años de penas,
firmemente arraigados en la tierra, sintiendo la mano espantosa,
no tanto en el tronco como en el terrible entumecimiento
que se desliza hasta las hojas del laurel, que jamás cesan
de florecer hasta que uno cae.
Es tal el carácter de unidad que Masters quiso dar a la obra, que al final de ella hay una segunda parte llamada La Spooniada, poema al modo homérico, escrito, esta vez sí, en pentámetros yámbicos, en el que se expone de manera más uniforme lo que el lector atento ha creado antes en su cabeza: la historia de Spoon River y de sus habitantes, vistos esta vez en vida.
Resulta imposible en una reseña como ésta remarcar todos los hallazgos literarios de la obra, que va desde lo trágico a lo divertido pasando por las fantasías, las expectativas, los fracasos, las frustraciones, la ironía, el lamento, la mordacidad, el desamparo, la venganza, la pobreza, el poder, la injusticia, la guerra, la maternidad, la perdición, el pecado, la aventura o la sentencia filosófica, todo ello y más mezclado y unido en un monumento de palabras que quizá no tenga parangón en la historia de la literatura, tan complejo que puede leerse de diversas maneras y que he preferido hacerlo como una novela, o como 244 relatos cortos, porque ponerle nombre o categorizar este libro es despojarlo de su carácter libre y democrático, de esa igualdad de oportunidades que Edgar Lee Master quiso para su país y que trasladó de forma magistral a su obra maestra.
Antología de Spoon River. Edgar Lee Masters. Cátedra