Adiós a Berlín. Christopher Isherwood: La creación de una atmósfera

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Cuando a Christopher Isherwood (1904-1986) lo acusaron de antimilitarismo durante la Segunda Guerra Mundial, contestó con estas luminosas palabras: «Si temo algo, temo la atmósfera de la guerra, el poder que esto da a todas las cosas; odio los periódicos, los políticos, los puritanos,… las solteronas despiadadas de mediana edad. Temo el modo que yo podría comportarme, si fuera expuesto a esta atmósfera». En 1930, Isherwood vivía en Berlín de dar clases de conversación en inglés a señoras acomodadas a precios muy módicos, y fue viendo cómo paulatinamente ese ambiente de preguerra se iba formando en la pequeña comunidad en la que se desenvolvía todos los días: la del sastre, la de los tenderos, la de las dueñas de las pensiones. Todo esto lo llevó al papel en un libro memorable: Adiós a Berlín (1939), una novela en la que no sabemos hasta qué punto asoma la ficción: hay un desparpajo en la narración, una velocidad en los acontecimientos, un dinamismo en lo narrado, que parece sacado directamente de la memoria del escritor, como si no le hubiera costado trabajo escribir la historia.

Por supuesto, Isherwood era una gran escritor. Adiós a Berlín es una prueba de ello. Que se basara en hechos reales  no le quita un ápice a la calidad memorable de esta novela, en la que, por encima de la trama, hay dos puntos claves que la llegan a la maestría: la creación de personajes y la atmósfera en la que se desenvuelve el relato. El personaje, el narrador en este caso, es el propio Isherwood, y con ese nombre aparece en el relato: no oculta nada. Como él mismo señala al principio de la novela, él es una cámara con un obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capta las imágenes con la simple idea de revelarlas algún  día, fijarlas cuidadosamente en el papel. De hecho, este relato fue transformado años después en una obra teatral llamada curiosamente «I am a camera«. Por tanto, quien se acerque a este libro no va a explicarse la personalidad del narrador, del que apenas sabemos nada, sino del ambiente por el que deambula, de los personajes con los que se encuentra y de los hechos con los que convive y en los que participa.

Hemos dicho que uno de los grandes logros es la creación de personajes: inigualable es la aparición de Fräulein Schroeder, la dueña de la casa donde tiene alquilada la habitación el joven Chris. Es de esas mujeres maternales que lo sacrifican todo por sus huéspedes, que tienen una capacidad de comprensión y de compasión inacabables para los pequeños desastres cotidianos que pueden darse en una pequeña comunidad como la suya. Pero el gran personaje de esta novela es Sally Bowles, que muchos años después interpretaría en el cine Liza Minelli en el film Cabaret.

Sin embargo, lo que en la película es una chica alocada que canta y baila maravillosamente bien, en la novela se convierte en un personaje de carne y hueso, ingenuo, cariñoso, por el que se siente atracción inmediatamente, como si necesitara un cuidado especial, porque es como esos animales que cruzan las carreteras peligrosamente y hay que salvarlos en el último momento, sin esperar de ellos el más mínimo agradecimiento. Sally es como es, vive a salto de mata, trata de abrirse camino en la vida cantando, pero canta muy mal, se mueve de forma patosa en el escenario: está claro que ese no será su destino. Y ella lo sabe, aunque no quiera confesarlo, y para ello va buscando otros caminos para salir adelante, porque Adiós a Berlín es sobre todo una novela de supervivientes; supervivientes a la miseria moral y económica que vivía Alemania al principio de los años 30; supervivientes al ascenso de los nazis, que victimiza especialmente a los amigos judíos de Chris; supervivientes a la mediocridad de la vida de cada uno: Sally, posiblemente, no vale para nada en la vida; o sí vale: para encontrar a un hombre que la saque de la miseria en la que vive, que la haga sentirse como la reina que ella cree que es. Ella no pensará jamás que es una pobre puta que va a la caza de una fortuna, sino una mujer de valía que tiene que encontrar el hombre que haga refulgir el diamante que lleva dentro. Las páginas -pocas en realidad- en las que aparece Sally, son las mejores del libro. Son, sencillamente, inolvidables. Hay pocos personajes tan entrañables como ella en la literatura del siglo XX.

El resto de la novela, que no decae en ningún momento, nos adentra en la ya mencionada miseria económica donde sobreviven los alemanes y en el ascenso político de los nazis, hasta el mismo momento en que éstos alcanzan el poder, en 1933, momento en el que Isherwood decide dejar Berlín, viendo lo que se avecinaba. Curiosamente, lo que un inglés ve perfectamente, los propios alemanes no son capaces de advertirlo: el ascenso de los nazis lo ven como una consecuencia de la vida miserable que lleva el país, no como la amenaza que más tarde será para el propio país y para el mundo entero. Esto se comprueba en la amistad que Chris alcanzará con un potentado judío, un hombre decadente, sumido en la tristeza del arte inútil, del que no sabe sacar partido, que no alcanza a ver las consecuencias del peligro nazi. Ese judío terminará convirtiéndose finalmente en la víctima de su propia ceguera.

En cualquier caso, toda la novela no es más que una impresionante creación de una atmósfera asfixiante, una olla a presión de consecuencias ya conocidas históricamente, en la que se mueven unos personajes que son frutos de su tiempo, marionetas de la situación que les tocó vivir, en la que solo pueden sobrevivir como peces fuera del agua. Solamente parece que se libra de esa atmósfera esa cámara con el obturador abierto, el escritor, el personaje principal que nunca da la cara, ese inglés que más tarde llegaría a ser un famoso escritor pero que tuvo un pasado berlinés del que, gracias a él, todos sabemos un poco más.

Adiós a Berlín. Christopher Isherwood. Acantilado.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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