Corazones cicatrizados es una de las grandes novelas sobre el sufrimiento que se han escrito. Su autor, Max Blecher, fue un escritor rumano que murió a los 29 años víctima de la enfermedad que se describe en esta novela, la tuberculosis ósea, en el año 1938. Escribiría dos novelas más y un buen puñado de poemas cuyo tema principal fue siempre la dolencia que lo torturaría durante toda su vida.
La enfermedad como protagonista
Su protagonista, Emanuel, es el alter ego del autor, que en esta obra nos presenta los comienzos de su enfermedad o, mejor dicho, el momento en el que decide acudir a una clínica de reposo para ponerle remedio. Descendiente de una familia pudiente, pudo permitirse, desde su Rumanía natal, acudir a la costa norte francesa, en concreto, al sanatorio de Beck, una pequeña población junto al Canal de la Mancha.
El gran acierto de esta novela es la elección del punto de vista, la tercera persona, ya que con ello Max Blecher tomó distancia de los hechos, que los presenta de un modo frío y desapasionado. Quizás en ello esté lo más estremecedor de la obra: cómo un enfermo, en pleno padecimiento de su dolencia, es capaz de mostrarnos los hechos como si le ocurrieran a otro. De alguna manera, el autor estaba universalizando el sufrimiento, le estaba diciendo al lector: “Tú también, en un momento dado de tu vida, puedes sufrir esto mismo que estás leyendo en estas páginas.”
Sabemos que hasta 1969, la doctora Elisabeth Kübler-Ross no estableció lo que en psicología se denomina las etapas principales del duelo, y por eso aún hay que darle más importancia a la inteligente composición de esta novela, escrita en los años treinta, puesto que Max Blecher, a lo largo del texto, las describe con una exactitud estremecedora: la negación, la ira, la negociación, el dolor emocional y la aceptación. No es de extrañar que la obra no adquiriera fama mundial hasta hace pocos años, descubierta en una famosa feria literaria, puesto que el escritor rumano se adelantó muchas décadas a su tiempo.
Como suele ocurrir en la actualidad, cuando se trata de lanzar un libro, se busca un referente que suene al posible lector, y a Max Blecher le tocó pasar por ser el Kafka rumano, cuando no tiene ningún parecido almítico escritor checo. Lo que en Kafka hay de onírico, en Corazones cicatrizados es pura realidad, casi diría hiperrealidad, ya que Blecher no ahorra al lector ni un solo hecho que le acaece, por repugnante o doloroso que sea.
El terrible confinamiento
He leído que el escritor Mihail Sebastian dice de esta novela que “penetra en las zonas más complejas del alma y nos las da a conocer con precisión analítica”. Subscribo en su totalidad estas palabras puesto que, a diferencia de otras obras de confinamiento a causa de una enfermedad (me estoy acordando de La montaña mágica de Thomas Mann o La peste de Albert Camus), Corazones cicatrizados huye de cualquier aspecto filosófico o existencial para centrarse exclusivamente en los hechos, eso sí, sin que falten las reflexiones propias de quien se encuentra enfermo y tiene a su alrededor otras personas, no solo en su misma situación, sino más graves o en proceso de mejoría.
Sirva de ejemplo este breve párrafo de una humanidad perturbadora, referida al momento en que se encuentra por primera vez en la consulta del médico del sanatorio:
“Comenzó a desnudarse. ¿Cuántas veces se había desnudado aquel día? Se acordó de un inglés que se había suicidado y había dejado una nota: “Demasiados botones que abrochar y desabrochar toda la vida”. Ahora, por tercera vez, se tendió en la cama.”
La siguiente etapa se da cuando el enfermo entra por primera vez en el comedor, cuando se halla ya sumergido en la realidad de lo que es habitar en un sanatorio: la auténtica sensación de la atroz categoría vital en la que está entrando. La enfermedad, algo tan íntimo, tan inexpresable para quien no la vive, de repente se democratiza y, a la vez, pierde esa singularidad que parece hacernos distintos, puesto que hay otros, muchos otros, que se encuentran en la misma situación, y son ellos los que establecen la verdadera medida de la dolencia.
Decía antes que toda enfermedad tiene un proceso, y ese proceso tampoco es exclusivamente íntimo, puesto que hay algo doloroso en la convivencia con los demás: en un sanatorio, en un hospital, la curación es tan implacable como la enfermedad. Para el que aún está en los comienzos de su probable recuperación, los enfermos que se han curado, o que están cercanos al restablecimiento no son siempre una fuente de alegría, y no por una cuestión de envidia, sino de simple comparación y sobre todo de incertidumbre: ellos se han curado, ¿lo haré yo? Y por un lado, el futuro se presenta ilusionador, pero por otro, se muestra lejano, acaso inalcanzable.
La paradoja del enfermo
La paradoja reside en existir y, sin embargo, en no estar “completamente vivo”. En el caso de estos enfermos de tisis ósea, el sufrimiento no solo les viene del dolor que sufren, sino de los medios paliativos: precisamente, en el sanatorio de Beck, el médico jefe tiene un sistema de curación que consiste en enyesar el cuerpo entero del paciente, de modo que no se puede mover y, además, lleva consigo un peso extraordinario que le recuerda continuamente que son enfermos que aún no se han curado.
Para sus desplazamientos, el equipo médico ha ideado una especie de carrito-camilla llamada guatera gracias al cual los enfermos pueden ir de un sitio a otro, siempre auxiliados por una enfermera. Siguiendo la prescripción del médico, los anima a salir al exterior, al propio pueblo, por el que se pasean entre personas sanas que, ya acostumbradas al singular espectáculo, no muestran ninguna piedad por los enfermos. También ese brutal contraste entre personas sanas y enfermas dará un tono sombrío al relato, que sin embargo Max Blecher mitiga con la forzada alegría de los tísicos, que pueden así respirar el aire limpio de la zona y no se ven confinados a cuatro paredes.
En el sanatorio, Emanuel conocerá a otros pacientes, que son especialmente asignados por el médico jefe a cada uno de los enfermos recién llegados, dependiendo de su estado emocional. En el caso del protagonista, tendrá como ángel protector a un tal Ernest, un muchacho en plena recuperación, que sin embargo contrasta con el recién llegado en su percepción de persona recluida desde hace tiempo.
Hay un párrafo en el que se describe el claroscuro pensamiento del que, aun sabiendo que pronto abandonará el sanatorio, lleva demasiado tiempo dentro de él:
“-Me gusta que llueva. Este tiempo no nos prueba a nosotros, los enfermos. Lluvia, cielo cubierto, frío… Por si no lo sabes, todo el mundo está reducido a la misma habitación entre cuatro paredes… A la misma tristeza. Cuando hace buen tiempo afuera, con el calor y el sol, entonces las cosas me parecen terriblemente inútiles e incomprensibles. ¿Qué puede hacer una persona en medio de la limpidez del ambiente? Y aunque hiciera algo… sería demasiado claro… demasiado visible y demasiado ininteligible. El misterio más inquietante quizás sea el que se nos aparece de la forma más simple y evidente. Prefiero estos días tristes y lluviosos en que uno se queda acurrucado en casa y tiene el entendimiento de un perro apaleado…”
El amor en los tiempos del confinamiento
A su vez, en este obligado confinamiento, también aparecen las emociones y los sentimientos normales de cualquier ser humano y que en el caso de Emanuel se cifran en la relación que mantiene con una ex enferma, Solange, una joven que en principio lo ilusiona pero que se muestra como inalcanzable solo dentro de su mente puesto que la muchacha nada hace para que Emanuel pueda llegar a pensar tal cosa.
Como decíamos, él tiene el cuerpo completamente inmovilizado por una escayola, pero los brazos los tiene libres y, en un momento determinado, en esa soledad terrible de los enfermos, siente deseos, a los que accede Solange, no sabemos bien –al mismo al principio- sino como buena samaritana o como mujer. Pues bien, ese acceso a la feminidad secreta, al sexo femenino, al cuerpo libre de obstáculos, se muestra de pronto como un sufrimiento inmenso, puesto que el cuerpo del enfermo no puede responder a lo que la mente le exige.
La enfermedad, en muchos casos, agota la vida más esencial con el dolor y el sufrimiento, y convierte al ser en un mero cuerpo, en un trozo de carne encogido y flácido que se descompone hasta la putrefacción final. Así lo ven todos los pacientes del sanatorio de Beck, también con sus esperanzas, sus ilusiones, sus autoengaños. Verse reducido a ser un cuerpo, a contemplar la vida desde la horizontalidad, en lugar de la perspectiva vertical a la que estamos acostumbrados, cambia totalmente la percepción de las cosas, y este proceso lo describe a la perfección Max Blecher en Corazones cicatrizados.
Como afirma en uno de los capítulos, el enfermo se ve reducido a ser “menos que tú mismo” y ya no es tanto la dolencia, el dolor puro –cuando existe- o el confinamiento forzado, sino el sufrimiento de verse convertido en algo, en un objeto de seguimiento y estudio, en una materia que padece y progresa y empeora.
Obviamente, en aquella época la psicología no trataba el cuidado mental paliativo de los enfermos y por eso es muy interesante leer un texto en el que la enfermedad se nos muestra en su aspecto más cruel, tal como es como hecho que detiene, suspende o rompe nuestras vidas. Tal vez la mejor lección -la inmensa lección- que nos da Max Blecher en Corazones cicatrizado es enseñarnos que, cuando el cuerpo demanda una atención desmesurada, la mente, el cerebro, es otra parte del cuerpo (si no es la causante de la dolencia) a la que hay que prestar más atención que cualquier otra cosa, como un acto de coraje o de inteligencia.
Corazones cicatrizados. Max Blecher. Editorial Pre-Textos.