Los autonautas de la cosmopista. Julio Cortázar

Este libro subtitulado “Un viaje atemporal París-Marsella” fue escrito en coautoría por Julio Cortázar y la que fuera su tercera esposa, la periodista canadiense Carol Dunlop. Intentar catalogar esta obra dentro del género de viajes, o de la narración documental, se quedaría corto. Ante todo, este libro es la demostración de que cualquier cosa, un viaje, o la literatura misma, pueden ser convertidos en un delicioso juego, porque este libro es fundamentalmente eso: un juego, una travesura de sus autores de la que hacen cómplices partícipes a sus lectores, toda una aventura surrealista plagada de humor y ternura que termina convirtiéndose, sin que sus autores lo sepan, en una especie de viaje interior.

La historia, tal y como nos explican al comienzo del libro sus protagonistas, parte de una idea tan absurda como disparatada: Julio Cortázar y Carol Dunlop deciden pasar treinta y tres días en la autopista París-Marsella sin salir de ella, deteniéndose en todos los paraderos que encuentren a su paso. Todo ello a bordo de una vieja y destartalada furgoneta, a la que apodan Fafner y que se convertirá a lo largo de un mes en una casa rodante cuyo equipaje consistirá en víveres, utensilios de aseo, ropa, libros, una cámara de fotos, dos máquinas de escribir y algunas cintas de música.

Los autores documentan todo el libro con multitud de fotografías y dibujos con los que buscan darle a la obra, según sus propias palabras, un “carácter científico”. Pero al margen de la información que nos aportan a través de sus cuadernos de bitácora, los autores nos adentran al mismo tiempo en su propia intimidad y nos desvelan, entre otras cosas, sus opiniones sobre los temas más dispares: música, filosofía, política. Y al margen de sus opiniones vemos también su lado más humano: vemos a la pareja Julio-Carol en su aspecto menos literario, conocemos a algunos de sus amigos, y también sus sentimientos, sus miedos, sus incertidumbres. Incluso llegamos a conocer los nombres con los que se llaman cariñosamente: el Lobo y la Osita. Ambos comienzan contándonos cómo se les ocurrió la idea del viaje, cómo lo fueron aplazando por diferentes motivos y cómo, por fin, tras numerosos preparativos, aprovisionamiento de víveres y la complicidad de algunos amigos, esta loca pareja emprenderá un no menos loco viaje que se inicia hacia finales del mes de mayo de 1982, justo unos días antes de que comenzara la guerra de las Malvinas.

Pero como en todas las cosas, existen las reglas, y este viaje también las tenía, y muy rigurosas. Al igual que sucedía en un cuento de Cortázar en el que una pareja jugaba a encontrarse por las estaciones del metro de París siguiendo un itinerario muy estricto, en este viaje, sus protagonistas tienen absolutamente prohibido salir de la autopista, lo cual, aunque a primera vista no parezca demasiado complicado, implicaba entre otras cosas infringir la normativa de las autopistas francesas, que dicta que ningún coche puede permanecer más de 48 horas dentro de la autopista sin pasar por un control. Pese a que los viajeros trataron de conseguir un permiso del presidente de las autopistas francesas, nunca recibieron contestación, por lo que asumieron que esa prohibición era un reto añadido que le daba mayor interés al juego. Otra regla era no recurrir a la ayuda de los amigos más de dos veces a lo largo de todo el itinerario. De este modo, el Lobo y la Osita debían depender de sí mismos y de lo que pudieran aprovisionarse en los paraderos.

No parece necesario aclarar que no todos los paraderos tenían los mismos servicios: los había con moteles, restaurantes, gasolineras, etc., pero también los había que eran meros aparcamientos sin ningún tipo de servicio, simples estacionamientos en los que el único paisaje visible era la propia autopista y las papeleras alrededor del parking.

Aparentemente, todo nos indica que un viaje de estas características no puede tener demasiado éxito, pero pronto descubrimos que nos equivocamos. Julio y Carol descubren, apenas iniciado su viaje, que se han adaptado a esa forma de vida, viajando por una autopista a razón de dos paraderos por jornada, de un modo asombrosamente natural. En algunos de estos paraderos, de hecho, los viajeros encuentran un lugar idóneo para concentrarse en su trabajo de escritores (ambos van provistos con sendas máquinas de escribir), un lugar en el que, inesperadamente, alejan de sí cualquier síntoma de la vida ajetreada, lejos del teléfono, de los compromisos que marcan el trabajo y las propias amistades, ajenos en definitiva a cualquier sombra de preocupación. Se asombran de lo cómodos que se sienten, en un estado de dicha como no habrían podido alcanzar a imaginar. De tanto en tanto, reciben la visita de algunos amigos, que han ido buscándolos paradero tras paradero hasta encontrarlos, con el sólo propósito de pasar un rato con ellos y de paso, llevarles algún obsequio: a veces fruta, a veces una botella de vino.

En cada parada hacen nuevos descubrimientos que forman parte de su juego. Desde el “horror florido”, que es como Cortázar llama a los bichos del campo, cuyas picaduras deben soportar estoicamente y que de tanto en tanto invaden sus almuerzos, o incluso su furgoneta. También descubren la bondad de los árboles, con los que se sienten protegidos y descansados bajo su sombra. Analizan con “rigor científico”, como ellos mismos proclaman, el tipo de personajes que deambulan por la autopista, que en un momento dado les parece, a juzgar por las matrículas, plagada de ingleses y belgas. Los autores observan el comportamiento de los conductores, de los niños e incluso de los perros que viajan y se detienen, como ellos, en los paraderos. Descubren que el anonimato los hace felices. Y nos cuentan cómo alcanzan esa felicidad a través de gestos cotidianos: qué comen, cuándo descansan, cómo escriben o leen, cómo se aman. Porque el amor también está presente en este asombroso libro, y realmente este viaje no se podría entender fuera del amor y el afecto que sus autores se prodigan.

Pero no todo puede salir perfecto. En un momento dado, el viaje de Julio y Carol se complica, y las reglas comienzan a ser difíciles de cumplir. Así por ejemplo, los gendarmes que los observan con recelo cuando descubren que los viajeros llevan horas y horas detenidos en el mismo lugar, con clara intención de permanecer en él. O la inesperada aparición de un grupo de obreros encargados del mantenimiento de la autopista y que parece perseguirlos, paradero tras paradero, pues su plan de trabajo coincide con el itinerario seguido por ellos. A los viajeros les divierte imaginar que están siendo espiados, a veces por amigos bienintencionados que recelan de su buen estado de salud, tanto física como mental. Y por último, los viajeros se ven obligados a pasar por dos controles en los que tienen que simular haber “perdido” los tickets del peaje.

De este modo, los autores convierten la autopista en los que ellos mismos llaman “no man’s land”, una tierra de nadie, un espacio atemporal en el que ellos vivieron treinta y tres días de un modo lúdico, inmersos en una felicidad absoluta. Cuando los viajeros alcanzan el final de su itinerario y entran en Marsella, sienten aflicción. Saben que su viaje de regreso será necesariamente más corto, y durante todo el recorrido de vuelta verán, en orden inverso, aquellas islas de felicidad en las que habitaron algo más de un mes. De algún modo los autores -y también el lector- saben que ese viaje ha cambiado por completo sus vidas.

Para cerrar el libro, Julio Cortázar nos cuenta, a modo de epílogo, la prematura muerte de su mujer Carol, enferma de cáncer, seis meses después de aquella aventura surrealista y alocada. De este modo, el alucinante viaje París-Marsella termina convirtiéndose también en una despedida sentimental, aunque ya estuviese previamente anunciada. Carol Dunlop no llegó a ver el libro terminado y Cortázar tuvo que terminarlo solo.

Los autonautas de la cosmopista. Julio Cortázar y Carol Dunlop. Alfaguara, 1996

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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