El árbol de la ciencia. Pío Baroja

El árbol de la ciencia. Pío Baroja

En el centro del Paraíso había dos árboles: el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso, frondoso y daba la inmortalidad. Del árbol de la ciencia no se dice como era, pero sobre él pesaba el aviso de Dios: si se comía de su fruto, nuestros primeros padres morirían de muerte. Andrés Hurtado, alter ego de Pío Baroja (1872-1956), pensaba que el consejo de Dios no era muy distinto al del accionista de un banco: «comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá.» En estas pocas palabras puede resumirse un libro inmenso, El árbol de la ciencia (1911), a mi entender la primera novela existencialista de la historia, escrita sobre la base de un pesimismo extremo acerca de las posibilidades del conocimiento del ser humano.

En ella aparece un personaje muy cercano a la biografía y al pensamiento de Baroja, Andrés Hurtado, un hombre que trata de comprender el mundo a través de la ciencia médica, de la ciencia pragmática que ayuda a los humanos a sentirse mejor e identificarse con la vida a través de la salud, y que sucumbe ante el embrutecimiento de los hechos cotidianos, los únicos que realmente descubren tristemente el comportamiento del hombre.

Así nos encontramos con un joven estudiante de medicina en Madrid que va conociendo la vida a través de la pobreza moral de su tiempo. El retrato de aquella España de finales del siglo XIX y principios del XX es demoledor; pero aún es más demoledor que esa visión pueda llegar hasta nuestros días, porque detrás de la lectura filosófica de la novela, tras su fondo de abstracción que sirve sin embargo para elevarnos a ricos planteamientos morales utilizables en lo cotidiano, hay una cruda acusación frente a las condiciones políticas del individuo que se ve envuelto en un mundo de intereses, su país, su cultura o sus costumbres, que pueden desanimar a la promesa más emprendedora envuelta, como una niebla, por un clima de miseria social implacable.

Desde ese punto de vista, El árbol de la ciencia es una novela muy española, y cuando me refiero a española me gustaría extenderlo a todo el mundo hispano, cuya ancestral herencia explica muchos de sus comportamientos históricos.

¿Cómo prosperar dentro de ese clima miserable? El primer destino de Andrés Hurtado como médico será una población manchega, Alcolea, sobre la cual, al principio, cae la mirada misericordiosa del escritor vasco para poco después ir desvelando el fondo cenagoso sobre el que anidan los intereses de unos y de otros, intereses políticos y económicos que prefiguran las dos Españas cainitas que han seguido manteniéndose durante un siglo. Leer el enfrentamiento político entre conservadores y liberales en ese mezquino pueblo es estremecerse ante el parecido con la realidad que vivimos día a día en este país y en tantos países de habla hispana, un enfrentamiento vacuo, sin solución.

Ante este espectáculo de la lucha por la supervivencia con los medios más ruines, ¿qué puede hacer el hombre interesado por la verdad, si no científica, puesto que la vida no es una ecuación matemática, sí filosófica, en cuanto a tratar de explicar el sentido de la vida con el arma del pensamiento? Baroja, en este aspecto, se muestra desgraciadamente pesimista. ¿Es la vida una sucesión de acontecimientos que le ocurren al hombre al margen de su voluntad, que ocurren porque sí, porque tienen que ocurrir por el instinto animal que llevamos dentro?, ¿o la vida puede ser sometida a un método que la haga mucho más fructífera a través del razonamiento? No es casual que Andrés Hurtado haga mención a Kant, al que lee en busca de una verdad racional, de una explicación consciente de las raíces del comportamiento, y que después se incline por la amarga filosofía de Schopenhauer, ese reactivo contra el análisis lógico de la vida.

Porque en cuanto nos vamos alejando de los conocimientos simples y entramos en el dominio de la vida, nos encontramos dentro de un laberinto, en medio de la mayor confusión y desorden. En ese baile de máscaras al que asiste el escritor a través de su personaje, donde bailan millones de figuras abigarradas, Andrés Hurtado se plantea acercarse a la verdad, pero ¿dónde está la verdad?, ¿detrás de qué máscara que pasa por delante de nosotros?; ¿es un rey o un mendigo?; ¿es un joven admirablemente formado o un viejo enclenque y lleno de úlceras? La verdad es una brújula loca que no funciona en ese caos de cosas desconocidas.

¿Y dónde colocar los sentimientos dentro de ese desconcierto? Porque en la novela se plantean también las distintas formas de relación humana, la de la amistad, la filial, la familiar, la profesional, y finalmente el amor entre dos personas desconocidas que deciden aunar sus vidas para sentirse complementadas. La respuesta del escritor también es pesimista en este aspecto aunque trata de iluminar aunque sea tenuemente la vida de Andrés con la aparición de Lulú, una joven adelantada a su tiempo, y el amor que tímida y progresivamente va adueñándose de ellos, casi de puntillas, puesto que el enamoramiento o la pasión parecen descartados de las creencias de los dos jóvenes.

Hay quien aún piensa que Pío Baroja fue un escritor sin la profundidad suficiente como para tenerlo en cuenta entre los grandes de la literatura cuando buena parte de sus novelas es un esfuerzo por comprender la naturaleza humana en todas sus facetas. Para Baroja en la vida no hay ni puede haber justicia. La vida es una corriente tumultuosa e inconsciente donde todos los actores representan una comedia que no comprenden; y los hombres, llegados a un estado de intelectualidad, contemplan la escena con una mirada compasiva y piadosa.

En contra de lo que pueda pensarse, en el pesimismo bien entendido hay mucho de misericordia, de condescendencia por los defectos del ser humano. Baroja vertió en esta obra maestra un profundo humanismo que sólo es posible expresar cuando se ha deseado, se ha pensado y se ha sufrido mucho.

El árbol de la ciencia. Pío Baroja. Alianza Editorial.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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