La máscara de Dimitrios. Eric Ambler: El azar y la providencia

Portada de La máscara de Dimitrios, de Eric Ambler

La casualidad es el nombre que le damos a la causalidad cuando ignoramos su origen. Es el principio de toda religión, pero también puede ser el inicio de una aventura como nos explica Eric Ambler (1909-1998) en su novela más ambiciosa La máscara de Dimitrios (1939). De hecho, la novela se abre con una sentencia de Chamfort: «La palabra azar es un atributo de la Providencia». Por supuesto, esta frase es falaz como todas las frases bellas, pero también es cierto que a veces el azar actúa con una suerte de desmañada coherencia que bien puede confundirse con las acciones de una Providencia consciente de sí misma.

En este caso la Providencia se llama Eric Ambler, afamado escritor de novelas de espionaje, que juntó en esta obra dos seres irreconciliables por su trayectoria vital: el inescrupuloso Dimitrios Makropolulos y el tranquilo profesor inglés Latimer. Cualquier parecido entre ambos parecería una simple broma, pero uno perseguirá al otro a lo largo de toda la novela, o mejor dicho, ambos se perseguirán por un objetivo que en ningún momento aparece claro.

Sólo en principio se saben los propósitos del profesor Latimer: él ha visto el cadáver de Dimitrios, sacado del puerto de Estambul, casi desfigurado, con su documento de identidad cosido en la chaqueta, un documento acreditado, verdadero, cuya foto coincide con la cara del asesinado. El único problema es que nadie ha visto antes a Dimitrios Makropoulos, que Latimer es uno de los primeros que lo ven, aunque sea muerto, y que eso le inspira la idea de querer saber más sobre su oscura persona, puesto que Latimer, además de profesor, también es escritor de novelas policiacas, como Eric Ambler, su creador.

De esta manera asistimos a la pesquisa que un ingenuo profesor hace sobre una monstruosa persona. Las primeras pistas se las dará otro monstruo, esta vez legal, el jefe de la policía secreta de Estambul, o eso es lo que cuentan, un tal coronel Haki, hombre poco fiable, de los que hablan poco y callan demasiado, uno de esos tipos de los que se oye hablar a menudo pero a los que jamás les puedes echar una mirada. Él sabe algo de Dimitrios.

Por lo pronto, es el que le enseña el cadáver a Latimer: le hacen gracia los pobres escritores de novelas policiacas, todos los días rodeados de cadáveres de ficción sin haber visto nunca uno tumbado en la fría morgue. Dimitrios es un cadáver, sí, pero también es muchas cosas más: un hombre con una trayectoria criminal de 20 años; que es seguro que cometió un asesinato en Estambul, pero que sin duda ha habido muchos más que se desconocen. Dimitrios es difícil de seguir: es el típico tipo sucio, vulgar, cobarde, pura escoria. Asesinato, espionaje, drogas: esa es la historia, la larga historia de un hombre escurridizo y traicionero al que ningún gobierno le ha podido echar el guante y del que no se conserva ninguna fotografía. Lo conocen bien en Estambul, pero también en Sofía, en Belgrado, en París y en Atenas. Un gran viajero que no carga con ninguna maleta sino con la sombra de la sospecha allá a donde va.

Latimer tendrá que usar de toda su astucia para reconstruir el largo camino que llevó a Dimitrios desde un juicio por asesinato del que escapó indemne, hasta el Bósforo, acuchillado por alguien que sí que lo conocía bien. Como Dimitrios, tendrá que viajar por media Europa para ir juntando las piezas de ese rompecabezas que es la vida del asesino. El gran logro de la novela será seguir esas pistas igual que las seguiría el propio lector, puesto que Latimer no es un sabueso, ni tiene una especial intuición para seguir huellas.

Unas circunstancias le llevaran a otras, en su camino empezarán a cruzarse personajes que de alguna manera saben historias sobre Dimitrios, historias parciales, por supuesto, esto o aquello que Latimer tendrá que ir formando en su cabeza, igual que lo hará el lector inteligente. Porque esta novela, esta gran novela de espionaje que revolucionó el género y puso las bases de lo que más tarde sería un género señero en el siglo XX, esta obra está escrita para lectores inteligentes, que participen en la trama y vayan formando poco a poco la personalidad del escurridizo Dimitrios conforme Latimer va escuchando su historia de boca de sus informadores.

No hay trucos, ni engaños: toda la historia está ahí, a disposición del lector. Cuando Latimer se entera que en Sofía Dimitrios participó en una revuelta política de la que sacó pingües beneficios, el lector irá junto al profesor al centro de información, que aportará un nuevo dato, quizás inseguro o borroso, quizá cierto, que irá formando poco a poco el rostro verdadero de Dimitrios. Igual ocurrirá en Atenas, en Suiza o en París: unos y otros se esforzarán en contar su verdad sobre Dimitrios, pero lo que impresiona de la novela es que por muchos trozos que se vayan formando de su persona, nunca sale el rostro completo; ocurre como con su fotografía: que nadie la ha visto, o solamente parece haberse visto por primera y última vez en el forro de la chaqueta de un ahogado en el Bósforo.

Pero no toda la pesquisa se guía por la inteligencia, ni siquiera por la casualidad: hay algo de la Providencia, de esa frase de Chamfort que preside el relato: hay mucho de azar en los movimientos de Latimer, quizá demasiado azar, como si algo o alguien estuviera guiando sus pasos. Esa sospecha se apoderará pronto en el lector, y será un nuevo ingrediente de intriga de la novela. Al final nadie sabe quién mueve a quién, quién sabe de quién: se cumple la premisa fundamental de una gran novela de espionaje o, en general, de cualquier novela: no sabes lo que va a pasar en la siguiente página; estás deseando saber qué pasará en la siguiente página. En eso consiste quizás el arte de escribir novelas.

La máscara de Dimitrios. Eric Ambler. RBA.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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