Farabeuf o la crónica de un instante. Salvador Elizondo: Erotismo y muerte

Farabeuf de Salvador Elizondo

Georges Bataille sostenía que el erotismo nace de la transgresión: el único medio para acercarse a la verdad del erotismo es el estremecimiento. La sexualidad, para el ser humano, es una de esas experiencias que le permite superar la angustia de la muerte, de la culpa y de la vergüenza. Esta idea es la que sirvió de fondo al escritor mexicano Salvador Elizondo para escribir Farabeuf o la crónica de un instante (1965), una de las novelas más perturbadoras de la literatura hispana.

Hacer un comentario sobre esta irreverente obra se enfrenta a las múltiples interpretaciones que de ella se pueden extraer y de la cuales fue víctima el propio autor. Como en una ocasión confesó, 26 años después de haber escrito el libro, “las explicaciones de Farabeuf las estoy formulando y todavía no las acabo de crear a estas alturas; cada vez que me preguntan invento una”. Podríamos empezar afirmando una observación en principio demoledora para lectores acomodaticios: en esta novela no hay historia, ni aventuras, ni amores, en el libro no pasa nada, nunca pasa nada; lo que pasa es lo que está escrito, como si el tiempo se hubiera detenido en el propio proceso de la lectura, como si todo el texto se pudiera leer de un único vistazo de una forma total y absoluta.

Y es que, como indica el subtítulo de la obra, es la crónica de un instante, un solo momento, el que inspiró a Salvador Elizondo a escribirla: una imagen de principios del siglo XX en la que se ve a un ser andrógino ejecutado públicamente en China mediante el suplicio chino del leng-tch’é o de los cien pedazos. En ella se muestra a una persona (la tortura es tal que no se sabe si ya es hombre o mujer) descuartizada, cortados los brazos, las piernas y el sexo pero aún viva, desmembrada según un diabólico procedimiento gracias al cual el cuerpo apenas sangra y, por tanto, el supliciado muere por efecto del irresistible dolor. El instante que recoge la fotografía es justamente el que expresa en el rostro del condenado la última agonía antes de la muerte, en el momento de mayor tormento (nos resistimos a mostrar aquí la fotografía que, no obstante, los estómagos resistentes pueden ver en este enlace).

A este hecho real, Salvador Elizondo unió otro también real como fue la existencia de Louis Hubert Farabeuf, cirujano y anatomista francés cuyo libro Manual de técnica quirúrgica (1898) ilustra métodos para realizar amputaciones y material médico para realizarlas que aún en la actualidad se utilizan. Y aún más: también recoge la realidad de ciertas expediciones que en 1900 se hicieron desde occidente para crear una Iglesia Católica china y así contrarrestar el poder de la dinastía manchú.

¿Trata de todo esto la novela? No, para nada. Insistimos en que se trata de la crónica de un instante, y ese instante, concretamente, es el momento exacto en que se pasa de la vida a la muerte, y también, el instante en que se tiene un orgasmo, esa pequeña muerte de la que hablan los franceses y que, en su aspecto de instantaneidad, es casi idéntico al de la muerte misma. Unir esos dos instantes en uno solo es el único episodio que propuso Elizondo en su obra.

Para no asustar al lector complaciente (y alentarlo a la lectura de esta novela imprescindible) trataremos de poner orden en la narración: el doctor Farabeuf llega a una casa en el numero 3 de la rue de l’Odeon en París. Allí lo esperan dos mujeres y un hombre. Antes de que llegue el cirujano suena el tintineo de tres monedas del I ching, método de adivinación china mediante hexagramas, y el sonido producido por el deslizamiento de la aguja de madera en un tablero de ouija. Mientras el médico se acerca a la puerta de la casa, una mujer dibuja sobre el vaho del cristal de la ventana un signo, posiblemente un ideograma chino. La otra mujer –llamada la Enfermera- espera al fondo del pasillo la llegada del médico y, mientras, mira a la pareja a través de un espejo. A su vez, este espejo refleja la reproducción de un cuadro de Tiziano, Amor sacro y amor profano, que se halla en una de las paredes de la habitación.

Hay una serie de actos nimios que describe el autor: la mujer tropieza con su pie en la base de una mesilla y roza con su mano la mano del hombre; en un libro abandonado hay dos cartas: una de ellas describe un incidente banal ocurrido en una playa, durante un paseo de la mujer de París con un hombre. La mujer huye y al volver a su casa encuentra un sobre amarillo sobre un mueble; lo abre y descubre en él la fotografía del ajusticiado mediante el suplicio del leng-tch’é; esta fotografía parece ser que la tomó Farabeuf muchos años antes en China, y la mujer, ante la contemplación del éxtasis agónico del supliciado se excita sexualmente y se abandona en el cuerpo del hombre sintiendo la imperiosa necesidad de hacer el amor con él.

Como se puede observar, he realizado un relato más o menos cronológico de determinados hechos. Pues bien, esto no nos sirve para comprender la novela puesto que no figuran así en el texto; imagínese, más bien, el lector que estos hechos son como papelitos que amontona entre sus manos, los mueve dentro como si fueran dados, y los arroja sobre una mesa: uno de los posibles relatos seguiría exactamente el –desordenado- orden en que quedaran gracias al azar. Vuelva a recoger los hechos y comience de nuevo la operación: la historia la volvería a contar de nuevo según el siguiente orden azaroso, y así seguiría reescribiendo la novela.

La diferencia de este método con la magnífica obra de Salvador Elizondo es que el autor dispuso de estas imágenes, o hechos, o anécdotas, de acuerdo con las ideas sobre el montaje cinematográfico de Eisenstein, ¿recuerdan?: por ejemplo, la escena de las escaleras de Odesa: es irreal, parece detenida en el tiempo; una y otra vez las tropas bajan por la escalinata, una y otra vez vemos la expresión de la madre, el carrito del bebé parece no terminar de bajar, la muchedumbre parece estar continuamente en estampida, y sin embargo, en la realidad todo ocurriría en un momento: si lo pensamos bien, aquella histórica escena seguro que fue mucho más breve que en la pantalla. Fue, para entendernos, un instante, pero gracias al demorado montaje de Eisenstein comprendemos ese instante.

A pesar de lo que llevamos escrito, Farabeuf no es una novela escabrosa o violenta. La violencia se produce, en todo caso, con la velocidad de la lectura, con ese cúmulo de imágenes que en principio carecen de significado pero que con la reiteración cobran un sentido casi litúrgico en la mente del lector. Hay un momento en que entendemos que esa reiteración tiene algo de ritual, que los instrumentos quirúrgicos que el doctor Farabeuf lleva en su bolsa negra servirán para una ceremonia en la que el sexo y la muerte, el orgasmo y el dolor, se encontrarán en un mismo plano, coincidirán en un instante.

Desde Baudelaire, el arte moderno busca el efecto, la sensación; la belleza no es una causa sino un efecto. Esto lo supo reflejar Salvador Elizondo en Farabeuf a través de imágenes de fuerte impacto contrapuestas a otras en principio banales, de ahí también la continua referencia a los espejos que, en su estatismo, lo mismo no reflejan nada que devuelven la imagen congelada de un instante perfecto.

Las obstinadas alusiones al momento de la muerte y las amputaciones quirúrgicas, al coito sexual, a la idea del todo relacionada con los ideogramas chinos, a ese espantoso rostro de un ser desmembrado pero aún vivo, a la calma con que el doctor Farabeuf sube las escaleras de esa casa de la rue de l’Odeon, que parece que nunca llegará a la habitación donde lo espera una mujer entregada en un acto de amor extremo, con el paroxismo de un dolor que coincide exactamente con el instante en que la tortura se vuelve un placer exquisito y equipara la agonía con el orgasmo, muestran en definitiva una extraña fascinación por las imágenes prohibidas respecto al aspecto moral y no sexual del cuerpo. Como el propio Salvador Elizondo confesó, solamente un mexicano podía escribir un libro como Farabeuf.

Farabeuf o la crónica de un instante. Salvador Elizondo. Ediciones Cátedra.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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