Saramago recuperó el mito de la caverna y nos dijo que es tan actual como cuando fue expresado por Platón, hace ya 24 siglos, para explicar su idea de la verdad y la realidad. No estaría mal que recordáramos someramente en qué consiste: dice que a los hombres nos ocurre igual que a unos cautivos que, encerrados en una cueva, sólo vieran reflejadas en su fondo las sombras que proyectan desde fuera los seres que se mueven en el exterior. Como están prisioneros desde siempre, no conocen lo que existe en el exterior de la caverna, y por tanto, creen que las sombras son auténticos seres reales; pero si fueran liberados y pudieran salir al exterior, reconocerían su error.
Hasta aquí el mito, pero no nos sería difícil traducirlo a la actualidad. Basta pensar un momento para darnos cuenta que nosotros vemos la realidad a través de ese fondo de sombras que es la televisión y que otros, unos seres cuyos nombres sólo podemos ver cada año en la inefable lista que la revista Forbes elabora con los hombres más ricos del mundo, manejan desde el exterior la única verdad que nos está vedada. Ellos dictan y nosotros obedecemos, o lo que es peor, creemos que cada cosa que hacemos está regida por una voluntad libre e insobornable.
No hay más que ver ese circo de satén que es la moda: mujeres anoréxicas y deslumbrantes pasean modelos que jamás veremos en los escaparates de nuestra ciudad, ropas suntuosas que desconocen el tacto del tergal o el poliester. Pasean escotes inverosímiles y sujetadores labrados en piedras preciosas que usaran mujeres cuyos rostros no encontraremos nunca en el supermercado. Mientras, nosotros, los que miramos fascinados los flashes que iluminan la pantalla del televisor, hacemos nuestro particular desfile por la pasarela de los mercadillos dominicales en busca de la ganga más barata.
Pero el relumbrón del dinero no para ahí: la publicidad nos invita cada día a alcanzar la felicidad que tantos siglos llevaba el hombre buscando a cambio de un puñado de monedas. Beber un determinado refresco puede ser un acto tan místico como ver a Dios o conducir una marca de coche nos lleva al fin del mundo, al límite de nuestros sueños más inalcanzables. Y mientras nos ofrecen cada vez más diversidad de cosas, tantas que no tendríamos tiempo para comprarlas, ellos, los que están fuera de la caverna, se agrupan, fusionan, monopolizan el mercado de la ilusión en una operación lenta pero inexorable que los está convirtiendo en el ojo que todo lo ve, en el brazo que todo lo puede. Ahora, a esa acumulación de poder le llaman globalización, y a su lugar de operaciones, aldea global, que no deja de ser una expresión paradójica y confusa.
Y lo han hecho de tal modo que han seguido a Platón hasta el final; porque éste añadió que si algún hombre privilegiado pudiera salir de la caverna y viera la realidad y volviera para relatarlo a los demás cautivos, no encontraría fe en sus palabras y sería objeto de burla, y que si intentara liberar a los prisioneros para que pudieran contemplar el verdadero mundo, pudiera ser que le costara la vida. El mejor ejemplo está en esa caverna perfecta que son las dictaduras.
Contra todo esto, una mente privilegiada como la de Ernesto Sabato, nos invita a la resistencia. Nos dice: “El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria”. Leyendo a Sabato he descubierto que un acto de rebeldía puede ser algo tan simple como pasearse por la calle sin prisa, por el gusto de sentir la luz de un atardecer o gozar del espectáculo de la Naturaleza en todo su esplendor, o disfrutar de unas horas dulces de recogimiento, elegir en cada instante aquello que no nos aconsejan hacer o pensar en grandes letras de molde, porque no queremos ser convidados de piedra en una fiesta a la que en verdad no estamos invitados.