La Tía Tula. Miguel de Unamuno: La maternidad virginal

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Don Miguel de Unamuno (1864-1936) fue un pensador metido a literato que, acaso sin querer, inventó una nueva forma de escribir novelas, o mejor dicho, de concebirlas, de entenderlas como vehículo para expresar ideas, sus ideas, por lo demás paradójicas y radicales. De hecho inventó una palabra para esta clase de obras, nivolas, singularizadas por su rechazo feroz al realismo imperante en la novelística del siglo XIX (y bien entrado el XX) y por la creación de personajes tan solo caracterizados por sus actos y sus palabras, lo que finalmente terminó llamándose novela psicológica, aunque con unos matices propios que pronto desvelaremos.

Dentro de sus nivolas, quizá la más peculiar sea La Tía Tula (1921) por el tratamiento enrevesado, áspero y contundente de un tema controvertido y novedoso para la época, la figura de la mujer como madre, con la singularidad de que la protagonista, Tula, será madre por decisión propia, sin necesidad de tener hijos y ni mucho menos trato con hombres.

De alguna forma Tula, la sempiterna tía, la madre inmaculada sin contacto con hombre alguno, es uno de esos personajes unamunianos que podrían haber calado en la imaginería novelística universal si no fuera porque el autor lleva hasta sus últimas consecuencias una idea que es más propia de los siglos anteriores que del propio siglo XX: el ascetismo.

Tula, realmente, es una mujer emancipada, una mujer que no quiere depender de nadie y menos de un hombre, una mujer con ideas propias, lejos del estereotipo femenino de su época, pero hay algo que la pierde: su falta de humanidad, la radicalización de su plausible idea y, ante todo, su afán de manipulación, ya que si el mundo no se atiene a su forma de pensar, será ella quien utilice, dirija y mangonee su entorno para imponerse sin piedad.

No es que haya maldad en su manera de actuar: hay simplemente egoísmo, pero un egoísmo dentro de un altruismo, amor propio vestido de amor a los demás, la búsqueda de la salvación de los demás a través de la suya propia.

Unamuno nos la presenta rotunda desde el primer capítulo, en el que ella y su hermana son cortejadas por Ramiro, un hombre normal por no decir simple, que hace lo que cualquier hombre de su edad haría: flirtear sin mayor hondura con las dos hermanas pero que por gracia y poder de Tula se ve abocado a casarse con la otra hermana, Rosa.

Es entonces cuando comienza esa característica tan propia de las nivolas de Unamuno: los hechos acontecen a gran velocidad, sin apenas conocerse la edad de los personajes, dónde viven, en qué trabajan o cuál es su extracción social. El lector se encuentra de boca con una situación planteada prácticamente desde la primera hoja que sin descanso se irá desarrollando con una espeluznante precisión a fuerza de la voluntad de uno de los personajes. Y a su vez, a pesar de que la acción no parece contener fisuras, Unamuno dota los diálogos y los pensamientos que se deducen de las palabras y los gestos de tal ambigüedad que al lector le hace pensar que la historia podría haber sido de otra manera muy diferente, que en cada capítulo hay un momento en que el trágico camino que parece marcado podría haberse desviado si no fuera por la exasperante voluntad de la protagonista.

En Tula no habita un deseo, sino una pasión, un padecimiento, un sentimiento trágico de la vida que inocula a quienes la rodean. Es ella la que decide que el impávido Ramiro se case con su hermana Rosa y que ésta, para no aburrirse en ausencia de su marido, pueda ser feliz y sentirse acompañada por su hermana, lo que se traduce en que Tula se vaya a vivir con ellos.

Y así, cuando nace el primer hijo, Tula ordena y maneja la delicada situación de salud de Rosa haciéndose cargo del crío desde el mismo momento del alumbramiento, en el que ejerce de comadrona y da los primeros auxilios al bebé, porque como ella afirma “Toda mujer nace madre”.

Después de todo, Tula no quiere más que ayudar y así se lo comunica a su hermana compartiendo la crianza del niño y haciendo todo lo posible para unir a los recientes padres a retomar su relación de amor y ternura sin preocuparse por las necesidades y la continua atención que cualquier bebé requiere.

Todo ello desembocará en un nuevo embarazo, en el cuidado de la hermana, en la nueva carga que Tula soporta sobre ella misma añadiendo una nueva hija a sus atenciones siempre diligentes, escrupulosas, como una perfecta madre que no tiene otra cosa en qué ocuparse, a la que la vida le ha otorgado el privilegio de poder dedicar su disposición maternal en las criaturas que el Cielo le ha querido dar, no a través de la lógica y vulgar naturaleza humana de la procreación, sino por la probidad desinteresada de su espíritu, virgen madre amantísima, madre virginal libre de todo pecado y cualquier otro cometido en la vida.

Conforme avanza la historia, trágica a la manera griega, inexorable, aumenta la crudeza de Tula, su ansia de vencer lo que es de por sí anormal en la conducta humana, su discutible camino de perfección arrastrando al abismo a quienes la rodean porque su bondad requiere del beneplácito de los demás, de su forzada aquiescencia, movida por los áridos sentimientos propios de quien entra en la paradójica necesidad de manipular su entorno para mantener limpia su conciencia tornando la soberbia en generosidad.

Unamuno, en su exploración de la intimidad humana a través de lo que él llamaba novelas creativas, nos enfrenta -a su modo- a cuestiones que se dan con cierta frecuencia: detrás de la bondad, ¿no hay a veces afán de protagonismo, un más que probable lavado de conciencia, un vivo interés por manejar la realidad sin que parezca que es manejada? ¿Puede ser el desinterés interesado?

Como respuesta, el novelista nos deja a Tula, a la amantísima y dura Tía Tula, con cinco hijos de los que es madre, que no madrastra, a los que quisiera reunir un día y decirles que toda su vida ha sido una mentira, una equivocación, un fracaso, o para mirarlos con unos ojos que nunca serán tiernos y poder confesarles que con ellos está cumpliendo su misión en el mundo, la misión de una mujer que cada día deja un hogar encendido y cuida de su fuego, no nacido de sus entrañas.

La Tía Tula. Miguel de Unamuno. Cátedra

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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