La verdad sobre el caso Mendoza

 

Estoy seguro de que Eduardo Mendoza es masón. ¿Por qué? Porque es de lo más inverosímil y estrafalario que se puede ser hoy en día. No olvidemos que estamos hablando del más español de los escritores ingleses, o el más inglés de los escritores españoles, con permiso de Javier Marías. Tengo aún más pistas de que nos enfrentamos ante un escritor de lo más extraño: sobre un estante de mi biblioteca tengo diecisiete novelas, el total de su producción narrativa, de las que me he leído dieciocho. Es más: tengo los veintiún libros que ha publicado y todos me los han regalado. ¿Curioso, no? Han llegado a mi cuarto sin permiso de mi voluntad, sin que yo haya pensado siquiera en comprármelos. ¿Se los habrá enviado el propio Eduardo Mendoza a las personas que me los regalaron para que no dejara de leerlo? ¿Y por qué quiere Mendoza que yo lo lea, precisamente a él? Y aún me queda una pregunta más inquietante: ¿Quién es Eduardo Mendoza? Porque hay un detalle que no debemos perdernos: ¿alguien puede creer que el tipo de la foto que aparece más arriba es el mismo que el que se ve en la foto que se encuentra más abajo?

Es imposible negar la evidencia: no es el mismo; más bien parece su hermano. Pero hay un problema: Eduardo Mendoza no tiene hermanos, sino una sola hermana, Cristina, que no creo que gaste bigote de cabo furrier o de gentleman inglés. O sea, alguien se está haciendo pasar por hermano de Eduardo Mendoza y ni el mismo escritor se ha dado cuenta. Creo que estamos ante un caso que debería resolver el ínclito Ceferino, detective orate y adicto a la Pepsi Cola, invención (¿?) de Mendoza, manifiesto alter ego de éste, cuya mejor definición la dio el propio escritor en su segunda novela: “un mamarracho de mierda”. ¿A quién se estaría exactamente refiriendo? Por cierto, no le pregunten a Mendoza cómo se llama el referido detective, porque él les dirá que su nombre es Bienvenido.mendoza2

Leer un libro de Eduardo Mendoza no es una cuestión baladí. Es algo más que entretenerse con una narración: es adentrarse en un mundo, cosa que suele ocurrir con los grandes escritores. A bote pronto, se me ocurre que lo mismo sucede con Jardiel Poncela, o con Dickens, que quizá sea una referencia más apropiada cuando hablamos de Mendoza. Porque también estoy seguro de que él siempre ha querido escribir como Dickens, incluso que podría escribir igual o mejor que Dickens, lo que pasa es que no le da la gana hacerlo. Y ese es uno de los misterios del caso Mendoza: ¿por qué hace lo que le da la gana en vez de deberse a sus lectores como asegura el resto de los novelistas? Somos muchos los seguidores que nos encantaría que siguiera escribiendo novelas del cochambroso detective Ceferino, y lo que no me saca de mi asombro es que el propio escritor diga que no lo hace porque le salen como churros. ¿Y por qué no se mete a churrero?, me pregunto. Cualquier otro escritor aprovecharía esta veta comercial o simplemente literaria para editar habitualmente y de camino sacar sus buenos dineros, pero él no, claro, él es Eduardo Mendoza, un tipo que lo mismo escribe La ciudad de los prodigios, que acaso sea una de las mejores novelas españolas del siglo XX, que Mauricio, cuya calidad no está palpablemente a la altura de la gran novela sobre Barcelona. Talento, desde luego, no le falta. Lo que le faltan son ganas. Después de todo, Mendoza es un derrochón, como creo que podré probar más adelante.

Sobre esto podríamos hacernos una pregunta más sofisticada: ¿por qué escribe Eduardo Mendoza? Y no me refiero a su famosa aseveración sobre la muerte de la novela, porque nunca ha dicho nada parecido y sin embargo le han atribuido una frase surrealista en boca de un novelista. Lo que exactamente dictaminó fue la muerte de la “novela de sofá”, que como el escritor reconoce, es un subgénero de novela que él mismo viene practicando desde hace 35 años. ¿Qué es una novela de sofá? Nadie lo sabe, ni él mismo. Como escribió en un artículo: “Por definición toda novela está hecha para ser leída en un sofá o en un mueble cuyo rasgo distintivo sea el confort. Si no es para leer novelas, ¿para qué sirve un butacón?”. Incluso termina defendiendo este tipo de novelas frente a la novela “de tumbona” e incluso la novela de “toalla y sombrilla”. Pero como estas disquisiciones no nos aclaran nada, volvemos a preguntarnos, ¿qué es una novela de “sofá”? Y él contesta, tan pancho: es lo opuesto a una novela de “mesa y codos”. Si alguien entiende algo, que me lo diga.

Pero, bien, estábamos en la enésima pregunta de este intrincado caso: ¿por qué escribe Eduardo Mendoza? Me imagino que porque se aburre y no tiene otra cosa que hacer, y lo que es peor, que cuando por fin se decide a escribir una novela, va y se aburre por el camino. Porque, ¿no se han dado cuenta de que las novelas de Mendoza acaban de cualquier manera, o como en el caso de Mauricio (y me refiero a ella por simple capricho) empiezan por un sitio y terminan por otro, si es que las termina? Aunque para eso, como para todo, Mendoza tiene su particular y esperpéntica explicación: no las cierra porque siempre tiene pensada una segunda parte que por cierto nunca escribe. Cuando uno lee que tiene medio escrita una segunda parte de La ciudad de los prodigios, que abarca la historia de Barcelona desde 1929 a 1979, pero que no cree que vaya a acabarla, uno se come los codos de curiosidad e impotencia. Pero, ¿cómo la va a escribir? Pongamos por caso el día que su cuarta mujer, la actriz Rosa Novell, le dijo: “Eduardo, se me está pasando la edad y todavía no he tenido ocasión de salir a escena envuelta, únicamente, en una toalla; es una carencia que me gustaría subsanar cuanto antes, ¿qué se te ocurre?” Y a Eduardo se le ocurre Gloria, una comedia estupenda que a Mendoza no le da la gana de publicar pero que algunos hemos leído por un golpe de fortuna. Y sí, en la primera escena sale Rosa Novell envuelta solamente en una toalla. Ahora por favor, que venga Ceferino y me explique por qué su autor no se pone en serio a hacer lo que mejor sabe hacer, aparte del gamberro.

Por eso, cuando uno coge un libro de Eduardo Mendoza toma en sus manos algo más que un libro: agarra cualquier cosa, que no estamos seguros de que no sea infecciosa. Lo que sí sabemos es que es adictiva. Después de todo, qué podemos esperar de un escritor que sentencia: “Yo no reconozco una línea de separación entre mis novelas serias y mis novelas de risa, porque ninguna me parece seria y todas me dan risa”. Y nos lo creemos, vaya que si nos los creemos. No quiero ni pensar lo que traducía a los jerifaltes del mundo cuando trabajaba de intérprete simultáneo en la ONU. Intuyo que sólo la mera suerte nos libró de una Tercera Guerra Mundial.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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