Los hijos muertos, de Ana María Matute: así en la paz como en la guerra.

Portada de Los hijos muertos-Ana María Matute

Si en una de las pinturas negras de Goya, Duelo a garrotazos, el genial pintor nos ofrece la visión metafórica de la lucha fratricida de lo que algunos llaman “las dos Españas”, la novela Los hijos muertos de Ana María Matute nos muestra de una forma magistral, en el plano literario, ese enfrentamiento cainita.

El tema del cainismo en Los hijos muertos.

El cainismo fue un tema recurrente en la obra de Ana María Matute. No en vano, en 1949 la escritora publicó su novela Los Abel, cuyo título ya es una referencia clara al conocido pasaje de la Biblia que enfrenta a los hermanos Caín y Abel.

En el caso de Los hijos muertos, ese odio fratricida tiene como telón de fondo la Guerra Civil Española y la posguerra, lo que convierte a esta novela en algo mucho más especial de lo que parece.

¿Y qué es lo que la hace tan especial? Pues que fue publicada en 1958, en plena dictadura franquista, y lo que la convierte en una pieza insólita es que, pese a lo espinoso del tema, escrita en una época en la que la libertad no era precisamente la norma en España, la novela fue galardonada con dos importantes premios: Premio de la Crítica (1958) y Premio Nacional de Literatura (1959).

La narrativa de Ana María Matute tiene dos vertientes claras: una fantástica, representada por novelas excepcionales como La torre vigía, Olvidado rey Gudú o Aranmanoth; y una realista, con obras como Los Abel, Algunos muchachos, Los soldados lloran de noche y, destacando entre todas ellas, Los hijos muertos.

Consideraciones generales de la novela.

Injusticia, fatalidad, el tiempo, lo incomprensible y el asombro constante hacia ello y un sinfín de imágenes nos hacen recordar que la vida es temporal y no todo es miel sobre hojuelas. De fondo, Hegroz, ese enclave que aparece en otros escritos de la autora y corresponde, en la realidad, a Mansilla de la Sierra, en Logroño, donde la autora pasó su infancia.

El lector que se adentre en Los hijos muertos enseguida comprenderá que no es una novela fácil de leer. Sin embargo, es una novela crucial para comprender el universo mental y creativo de Ana María Matute.

De prosa rica, la autora contrapone de forma magistral la crueldad que subyace en la narración con el lirismo de una prosa exquisita. La descripción de la tierra, de los bosques, de los pueblos es absolutamente vívida. Valga esta muestra de ejemplo:

“Daniel Corvo alcanzó una primavera tardía. Verdecían ya las empinadas laderas de Oz y Neva, pero aún había nieve en las cimas. Daniel ya lo sabía. Hegroz no era buen pueblo. Abandonado al fondo de un valle, las montañas de la sierra formaban en torno un ancho círculo, como una muralla. Barrancos abajo, le llegaban tres ríos, y había en Hegroz, quizá por eso, algo como un rumor bajo, constante, envenenador. Pero Daniel recordaba con amor los bosques: los robles, las encinas y las hayas. Las grandes choperas, los mimbres del río, las cuevas de las murciélagos y los insectos. Aquellos que cuando el sol daba de lado se volvían azules, y de frente, verdes o morados. Al recuerdo de Daniel volvió el olor del trigo, del centeno y la cebada. Los ariscos terrenos de labor, los pagos lejanos y empinados llenos de piedras, cardos y maleza. Era tierra de bosques y de pastos. Un pasto fuerte, verde y oloroso que daba una carne de gusto salvaje sangrante.”

No se quedan atrás los relatos de amores no siempre correspondidos, el hambre, la lucha contra un orden previamente establecido y las historias entrelazadas se convierten en protagonistas absolutos.

Una crítica social en Los hijos muertos.

El comienzo del libro está copado por una saga familiar, los Corvo, que se transforma en una saga rural que devora el tiempo, lo que fuimos y lo que somos. Los Corvo son esos ricos que se hacen ricos, viven ricos y mueren ricos a costa de los más necesitados. Todo el que no entre dentro de sus planes es un traidor. Como contrapartidas, la soledad de una guerra y el espíritu político de una facción que se quedó y otra que se fue.

De hecho, Ana María Matute describe con sumo cuidado la pobreza y su eterno contraste con los privilegiados.

Ahí, Daniel Corvo y Miguel Fernández son los dos protagonistas de esta novela. Con el telón de fondo de la posguerra y su realidad (el alzamiento del bando nacional y la caída de la República), las familias de estos dos personajes y sus entresijos se apoderan de la acción. Este panorama posterior a la guerra, que nos enseña un país dividido y repleto de odio, tiene mucho que ver en la actuación de los personajes, como la marcha de Daniel a Francia.

Las memorias de Daniel Corvo se entremezclan y se equilibran con las de Miguel Fernández, concluyendo en un final amargo pero redondo y diplomáticamente correcto. De hecho, el final no es diferente al ADN literario de Ana María Matute, que se afana por finalizar en decepciones sus escritos, lejos de los finales felices que esperamos en muchas ocasiones.

En la novela destaca el papel de la mujer con personajes con fuerza, importancia e influencia. Todo ello bajo la sombra de los protagonistas, que son hombres y narradores. Las mujeres en Los hijos muertos son apasionadas, arriesgadas e inolvidables. Isabel, asfixiante y envidiosa; y La Tanaya, una campesina y analfabeta pero luchadora incansable. Son dos ejemplos de ese logro importante en la trama.

Análisis del título Los hijos muertos

Los hijos muertos no es un título al azar. La idea de la mortalidad pulula constantemente en la maraña de palabras y sentimientos que afloran en el libro. Los hijos muertos son unas veces reales, como los muchos hijos que perdió La Tanaya, o los que se perdieron durante la guerra.

Pero el título apunta también a una quiebra generacional y a la pérdida de ilusiones éticas. El pueblo de Hegroz, condenado a desaparecer bajo las aguas de un pantano, marca la geografía de la desolación. La decadencia de la familia Corvo, caciques arruinados por la quiebra de sus negocios en América, impone una atmósfera de mezquindad que se extiende por la historia, las calles y los personajes. Allí coinciden dos padres de hijos muertos.

Así, Ana María Matute nos relata cómo Daniel Corvo, partidario de la República, perdió a su mujer embarazada en un bombardeo franquista sobre Barcelona. Por su parte, nos cuenta que Diego Herrera, responsable de una compañía de presos condenados a trabajos forzados, perdió a su hijo cuando fue asesinado por un piquete de milicianos que ajustaban cuentas con los golpistas. En ambos casos tienen razones de sobra para odiarse, cada bando culpa al otro de sus pérdidas. Y sin embargo, comparten el mismo dolor.

Pero lógicamente la prosa incisiva de Ana María Matute va más allá y nos habla de otros hijos muertos, esta vez metafóricos, aquellos que pese a haber sobrevivido a la guerra, al hambre, a las desgracias, han perdido toda esperanza, han desistido de seguir luchando y se han rendido ante un mundo que no comprenden. Son muertos en vida.

Conclusión

Cuando uno de los personajes, Daniel, conoce a Miguel, de una generación posterior a la suya, se da cuenta de que pertenecen a mundos inencontrables y se resigna preguntándose para qué tanta lucha, tanto esfuerzo, tanto sufrimiento.

«Está todo perdido, nos han nacido los hijos muertos, a estos se les mete en la cárcel por estraperlistas, o cosas peores, pero no por ideas políticas».

Una visión, sin duda, pesimista y desgarradora, como toda la obra de Ana María Matute, pero una novela imprescindible que debería ser de lectura obligatoria, sobre todo por los más jóvenes.

Ana María Matute logra en Los hijos muertos combinar todas aquellas situaciones que una España de la posguerra puede tener en una sola vasija: mezcladas, opuestas y similares. Pero todas a la vez, engranadas en una especie de laberinto sentimental. Si este ambiente ya estaba desgarrado por sí mismo, el libro nos recuerda que la vida no es fácil ni tampoco el futuro próximo.

Los hijos muertos. Ana María Matute. Editorial Cátedra.

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Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016) y Camino sin señalizar (2022).

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