Hay libros que capturan, casi sin proponérselo, el espíritu de una época. Nada, la primera novela de Carmen Laforet, publicada en 1945, es uno de ellos. Ganadora del primer Premio Nadal, Nada fue un golpe de aire fresco —y al mismo tiempo una bofetada amarga— en la literatura española de posguerra. Con un estilo sobrio y una mirada despiadadamente lúcida, Laforet trazó en esta obra un retrato demoledor de una Barcelona asfixiada por la pobreza, el resentimiento y la derrota moral.
La protagonista, Andrea, es una joven de dieciocho años que llega a la ciudad para estudiar Letras en la universidad. Llena de ilusiones, cargada de la inconsciencia y la esperanza propias de su edad, Andrea espera encontrar en Barcelona una puerta hacia la libertad y la independencia. Pero lo que se encuentra al llegar a casa de sus familiares en la calle Aribau es un mundo opresivo, casi irrespirable, donde las miserias económicas y las tensiones familiares han corroído cualquier posibilidad de afecto genuino.
La casa de Aribau, en la que conviven su abuela, sus tíos, su prima Gloria y otros personajes deshechos por el tiempo y las circunstancias, se convierte en un microcosmos de la posguerra española: un espacio donde las frustraciones, las violencias soterradas y la sordidez del día a día contaminan cualquier atisbo de entusiasmo juvenil. Andrea, atrapada en esa atmósfera enferma, lucha por no ser devorada por la decadencia que la rodea, por mantener intacto, aunque sea a duras penas, un núcleo de identidad propio.
Lo fascinante de Nada es que, a pesar de su aparente sencillez argumental, construye una tensión constante, una sensación de peligro soterrado que nunca llega a estallar pero que impregna cada escena. La novela no necesita grandes eventos ni dramáticos giros de trama: el horror se filtra en lo cotidiano, en los silencios envenenados, en las discusiones familiares cargadas de rencor, en la violencia latente entre los tíos Juan y Román, en la pobreza que convierte cada comida, cada prenda de ropa, en una batalla por la supervivencia.
Carmen Laforet escribe con un estilo austero y preciso, sin sentimentalismos ni adornos innecesarios. La voz de Andrea, desde una primera persona contenida, transmite una mezcla de asombro, decepción y resistencia, capturando con una naturalidad sobrecogedora el paso de la adolescencia a una madurez abrupta, casi forzada. No hay en su narración grandes gestos ni rebeliones heroicas: hay, más bien, una lenta toma de conciencia, una especie de resignación lúcida ante la constatación de que los sueños, a veces, no encuentran tierra fértil donde crecer.
A pesar de su tono sombrío, Nada no es una novela desesperada. Hay, de hecho, pequeños destellos de belleza, momentos de complicidad y amistad —como los que Andrea encuentra en Ena, su compañera de universidad—, que funcionan como breves respiros de humanidad en un entorno que parece empeñado en anular cualquier posibilidad de esperanza. La amistad con Ena representa para Andrea un vínculo con un mundo menos corrompido, un atisbo de afecto genuino que la sostiene en medio del naufragio familiar.
Pero Nada es también una novela sobre el desencanto. Andrea no encontrará en Barcelona la vida que soñaba. No será la ciudad de las oportunidades, sino el escenario donde aprenderá que la dignidad no siempre conduce a la felicidad, que la independencia puede ser una carga solitaria y que, a veces, no hay más triunfo que la simple supervivencia. La «nada» del título no es solo el vacío existencial de la protagonista, sino también el vacío moral de un país desangrado, atrapado en un presente sin futuro.
El mérito de Carmen Laforet radica en haber capturado esa sensación de desamparo con una escritura que nunca cae en el dramatismo fácil ni en la denuncia explícita. Su novela es sutil, insinuante, poderosa precisamente por lo que calla tanto como por lo que dice. No pretende construir una epopeya de la miseria, sino mostrar, con una delicadeza implacable, la banalidad de la tristeza, la rutina del dolor.
Leer Nada hoy sigue siendo una experiencia conmovedora. No solo por la precisión con que retrata una época de ruinas materiales y emocionales, sino porque su protagonista, Andrea, sigue hablando al lector contemporáneo: a cualquiera que haya sentido, en algún momento de su vida, que los sueños chocan contra muros de incomprensión, de pobreza o de indiferencia.
Carmen Laforet, con apenas veintitrés años, logró en Nada una obra de madurez asombrosa, una novela que, bajo su aparente sencillez, contiene una mirada hondísima sobre el desarraigo, la pérdida de la inocencia y la silenciosa heroicidad de quienes, incluso rodeados de ruinas, se niegan a dejar de ser ellos mismos.
Nada. Carmen Laforet. Austral.