En Pasado perfecto (1991), Leonardo Padura nos introduce por primera vez en el universo íntimo y desencantado de Mario Conde, ese teniente de la policía cubana que arrastra su nostalgia como otros su arma reglamentaria. Conde no es el detective frío y eficiente de las novelas negras al uso, sino un hombre profundamente humano, escéptico, solitario, que bebe ron, escribe en secreto y recuerda con melancolía el país que alguna vez soñó ser.
La novela comienza con un encargo que parece uno más en la carrera del Conde: debe investigar la desaparición de Rafael Morín, un antiguo compañero de la secundaria, hoy convertido en un brillante y prometedor cuadro del Partido Comunista. Lo que en principio es un caso policial corriente, se convierte pronto en una exploración de las heridas del pasado, de los sueños traicionados, de las fidelidades rotas por el tiempo y la ideología.
Porque Rafael Morín no es sólo un desaparecido: es también el novio que se llevó a Tamara, la muchacha que Mario Conde amó con la intensidad de los diecisiete años. La investigación que se abre es doble: por un lado, la búsqueda del paradero de un hombre; por otro, la indagación en una memoria que nunca ha dejado de doler. El crimen —si es que lo hay— no importa tanto como el paisaje moral que lo rodea.
Padura se aleja aquí del modelo clásico de novela de intriga para ofrecernos una cartografía emocional de una generación que creció con grandes ideales y que ha tenido que aprender a vivir entre ruinas. El crimen es el punto de partida, pero el verdadero enigma es Cuba: esa Habana de los años 80, agrietada, luminosa, decadente, donde los héroes del pasado visten camisas de lino y conducen coches estatales, y los antiguos camaradas se transforman en burócratas fríos o en fantasmas del recuerdo.
El estilo de Padura es denso, atmosférico, marcado por una cadencia tropical que recuerda al bolero más que al thriller. La Habana no es solo el telón de fondo de la historia, es también su protagonista invisible: sus calles, sus olores, su humedad constante, sus bares perdidos entre sombras y música vieja. Hay en Padura una voluntad de narrar la ciudad como un cuerpo que ha sido amado y que, por eso mismo, duele.
Conde, por su parte, se mueve con la melancolía de quien sabe que ya es tarde para casi todo. Lo suyo es una vocación policial contaminada de literatura, una necesidad de comprender más que de resolver. Lo persigue la belleza esquiva de Tamara, el recuerdo de los días de secundaria, cuando la revolución parecía una promesa y no una losa. Y mientras camina por una ciudad donde cada muro parece contar una historia, descubre que todos, de alguna forma, han desaparecido: el Rafael que conoció, la Tamara que amó, el Mario que soñaba con ser escritor.
Pasado perfecto es, en definitiva, una novela sobre lo que queda cuando se desvanece la fe. Padura no juzga a sus personajes, los mira con compasión y lucidez, consciente de que nadie ha salido ileso del naufragio. Como en las mejores novelas negras, la verdad no redime: solo sirve para mostrar el precio de haber vivido. En el caso de Mario Conde, ese precio se paga con recuerdos, con silencios y con ron compartido entre amigos que también arrastran sus propios fracasos.
Leída hoy, Pasado perfecto conserva toda su fuerza. No sólo por su valor como retrato de una época, sino porque en ella se cifra una pregunta que no caduca: ¿qué hacemos con lo que fuimos?, ¿cómo seguir adelante cuando el pasado no ha dejado de perseguirnos? Padura no ofrece respuestas fáciles, pero nos da algo más valioso: la voz de un personaje inolvidable y la certeza de que, aunque no resolvamos el enigma, vale la pena seguir haciéndonos las preguntas.
Pasado perfecto. Leonardo Padura. Tusquets.