Primera memoria, de Ana María Matute: el eco de la inocencia perdida

Portada de Primera Memoria, de Ana María Matute

Primera memoria, publicada en 1959, es la puerta de entrada al universo íntimo y conmovedor de Ana María Matute. Es la historia de una isla luminosa y cerrada, y también la crónica de un verano donde la infancia se quiebra para siempre. Pero, sobre todo, es la novela de una voz que descubre la soledad y la pérdida mientras los ecos de la guerra se filtran en cada rincón de la memoria.

Matia, la narradora, llega con su abuela a una isla balear para pasar el verano. Allí están Borja, su primo orgulloso y cruel; los otros niños, que funcionan como un coro salvaje y burlón; y Manuel, un muchacho humilde y callado que se convierte en el único refugio posible en un mundo hecho de hostilidad y recelos. En el fondo, late la conciencia de una guerra civil que lo transforma todo en algo sórdido e incierto.

Matute construye la novela con una prosa que nunca se precipita, con un ritmo de marea que arrastra suavemente al lector hacia la orilla de la infancia. El lenguaje es preciso y cargado de resonancias poéticas, como si cada palabra guardara la fragilidad de las emociones que evoca. La isla —con su luz implacable, sus olores y sus rumores— es mucho más que un escenario: es un mundo cerrado, donde la atmósfera densa y ardiente parece encerrar todas las pasiones y miedos de los personajes.

La mirada de Matia es la de alguien que contempla el final de algo muy grande sin entenderlo del todo. Porque Primera memoria no es una novela de hechos espectaculares, sino de revelaciones íntimas. Las traiciones y las lealtades se susurran más que se gritan; la violencia aparece en los gestos pequeños, en los silencios cargados de sentido. Todo está filtrado por la mirada de una niña que todavía no sabe que la inocencia es un lujo que no durará mucho.

A través de esa mirada, Matute deja ver cómo la infancia no es un paraíso, sino un territorio hostil donde la ternura y la crueldad conviven. Borja, con su cinismo precoz y su arrogancia, es el reverso oscuro de la inocencia. Y la abuela, con su autoridad seca y casi despótica, encarna el peso de una tradición que asfixia y ordena la vida de los demás.

La novela respira una melancolía que no es simple nostalgia. Es el reconocimiento de que el tiempo de la infancia es también el tiempo de la intemperie: ese lugar donde las heridas duelen más porque no sabemos todavía cómo ocultarlas. En cada página de Primera memoria late la certeza de que crecer significa, casi siempre, aprender a callar lo que más nos importa.

Matute no condena ni absuelve a sus personajes. Los entiende, los retrata con una delicadeza feroz, y nos entrega su historia sin moraleja, sin conclusiones fáciles. Lo que queda, al cerrar el libro, es la sensación de haber asistido a un rito de paso: la niña que ya no podrá regresar a la orilla de ese verano; el lector que se reconoce en cada sombra y en cada latido de la memoria.

Leída hoy, Primera memoria sigue siendo un testimonio hermoso y doloroso sobre la infancia como territorio de frontera. En la claridad luminosa de la isla, Matute supo ver —y hacernos ver— la verdad esencial de la infancia: que es, a la vez, un lugar de juegos y de heridas, un umbral desde el que todo empieza y todo se despide. Una verdad tan antigua como el mar que envuelve a los personajes y tan honda como la nostalgia que deja en quien la lee.

Primera memoria. Ana María Matute. Editorial Destino.

5/5 - (1 voto)

Acerca de Jaime Molina

Licenciado en Informática por la Universidad de Granada. Autor de las novelas cortas El pianista acompañante (2009, premio Rei en Jaume) y El fantasma de John Wayne (2011, premio Castillo- Puche) y las novelas Lejos del cielo (2011, premio Blasco Ibáñez), Una casa respetable (2013, premio Juan Valera), La Fundación 2.1 (2014), Días para morir en el paraíso (2016), Camino sin señalizar (2022) y El sicario del Sacromonte (2024).

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