Recuerdo bien que La trilogía de Nueva York fue el primer libro que leí de Paul Auster, siendo yo todavía un joven universitario, y no fue el último. Reconozco que no me encontré con el tipo de libro que me esperaba porque lo anunciaban como una novela policíaca o como una novela negra y, aunque algo de eso había, lo que yo no sabía es que con este libro yo estaba leyendo un género totalmente distinto: el género Paul Auster. Y es que Paul Auster podrá gustar o no, pero lo que queda fuera de toda duda es que sus obras tienen un estilo y una personalidad inconfundibles que las hace únicas.
En cualquier caso, una cosa es cierta: hay novelas que juegan con las expectativas del lector, que parecen moverse dentro de un género solo para desmontarlo desde dentro. Y La trilogía de Nueva York, de Paul Auster, es un ejemplo perfecto de esta estrategia. Lo que en un principio parece un homenaje a la novela negra —con detectives, desapariciones y enigmas por resolver— se transforma en una exploración de la identidad, el lenguaje y el sentido de la realidad. Auster nos sumerge en un mundo donde nada es lo que parece, donde los personajes se diluyen en sus propios reflejos y donde la ciudad de Nueva York se convierte en un espacio laberíntico donde cada calle puede ser una trampa y cada caso, una pregunta sin respuesta.
Compuesta por tres relatos interconectados —Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada—, esta trilogía juega con las convenciones del género policial solo para desmantelarlas con una prosa elegante y despojada, con diálogos que parecen acertijos y con una atmósfera de extrañamiento que recuerda ligeramente a Kafka y Borges. Cada historia sigue a un protagonista que, de alguna manera, se enfrenta a la desaparición de su propia identidad, en un proceso donde investigar a otro es, en el fondo, investigarse a sí mismo.
En Ciudad de cristal, la más célebre de las tres historias, un escritor llamado Quinn recibe una llamada telefónica de un desconocido que lo confunde con un detective llamado Paul Auster. Sin saber muy bien por qué, Quinn acepta el caso y se adentra en una investigación que lo llevará a seguir a un hombre llamado Stillman por las calles de Nueva York, en una persecución obsesiva donde la ciudad misma se convierte en un mapa de significados ocultos. Pero lo que parece una trama detectivesca pronto se revela como una meditación sobre la escritura, la identidad y la pérdida de uno mismo en el otro.
Fantasmas, la segunda parte de la trilogía, adopta una estructura aún más abstracta. Los personajes, con nombres de colores (Blue, White, Black), se persiguen unos a otros en un juego de vigilancia donde el detective termina atrapado en su propio reflejo. La historia, más que un misterio a resolver, es un experimento sobre la observación y la escritura, sobre cómo la realidad se convierte en un relato y el relato, en una prisión.
Finalmente, La habitación cerrada nos presenta a un narrador que debe reconstruir la vida de un amigo desaparecido, un escritor cuyo talento parece inalcanzable. A través de cartas, manuscritos y pistas dispersas, el protagonista intenta reconstruir la figura de ese otro ausente, hasta que, sin darse cuenta, empieza a confundirse con él. Aquí, la literatura no es solo un tema, sino un mecanismo de transformación, un proceso donde la identidad se desdibuja entre lo real y lo escrito.
Uno de los aspectos más fascinantes de La trilogía de Nueva York es su capacidad para subvertir el género sin renunciar a la intriga. Aunque las historias parecen novelas de detectives, sus verdaderos enigmas no son los crímenes o las desapariciones, sino las preguntas sobre quiénes somos y cómo nos definimos. Los personajes de Auster no solo buscan a otros; se buscan a sí mismos en los reflejos de los demás. Y la ciudad de Nueva York, con su inmensidad y su anonimato, se convierte en el escenario perfecto para este juego de espejos.
El estilo de Auster es sobrio pero hipnótico. Su prosa fluye con naturalidad, sin artificios innecesarios, pero cargada de una densidad filosófica que se desliza entre las líneas. No hay explicaciones definitivas ni resoluciones claras; cada historia deja al lector en un estado de incertidumbre, como si hubiera seguido un camino solo para descubrir que el punto de partida y el de llegada son el mismo.
Casi cuarenta años después de su publicación, La trilogía de Nueva York sigue siendo una de las obras más influyentes de la literatura posmoderna. No es solo una deconstrucción del género policial, sino también una reflexión sobre la escritura como un acto de desaparición, sobre la identidad como algo inestable y sobre la ciudad como un laberinto donde cada pista nos lleva, inevitablemente, a otro enigma. Leerla es entrar en un territorio donde la realidad se deshace y la literatura es la única brújula posible, aunque su destino sea un misterio sin solución.
La trilogía de Nueva York. Paul Auster. Anagrama.