En esa vida de libro que es la biografía de Borges no podía faltar uno de los temas más atractivos de la filosofía: la oposición de los contrarios. Ya lo había dicho su recordado Heráclito: “Como una misma cosa está en nosotros lo viviente y lo muerto, así como lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo; pues éstos, al cambiar, son aquéllos, y aquéllos, al cambiar, son éstos”. Si el padre de Borges le dio el gusto por la razón y la universalidad, su madre, Leonor Acevedo Suárez, representaba todo lo contrario: la fe, la voluntad, la familia, lo particular. Si el padre suponía que todos los hombres son el mismo hombre y que el mundo puede ser la proyección de nuestro pensamiento, la madre pensaba que ella era sólo lo que era, es decir, la hija de Isidoro Acevedo y Leonor Suárez, nieta del coronel Manuel Isidoro Suárez, héroe de Junín.
Es cierto que a Borges se le asocia siempre con libros y bibliotecas infinitas llenas de espejos, pero quien se acerca más detenidamente a su obra (no digo a su vida, sino a su obra) comprende que hay un tema recurrente que aparece mucho antes que los juegos con el espacio y el tiempo y que llega hasta sus últimos poemas: el tema de la épica.
En la casa de Borges (o más bien diría que en todas sus casas) junto a la infaltable biblioteca existía todo un museo familiar de espadas, daguerrotipos y reliquias militares, herencia de la familia, a los que el escritor sumó por su cuenta los puñales, que era como una épica chica que él encontró en los arrabales, como se contará más adelante.
Leonor tenía fe en la sangre criolla que corría por sus venas. Ninguna mezcla había malbaratado su descendencia puramente española, aunque, como buena argentina, los españoles no tenían ninguna importancia para ella: sus antepasados habían sido padres de la Patria, hacedores de su continente y de su país, del que se mostraba tan orgullosa.
En su infancia, Borges se encontró con una biblioteca de ilimitados libros en inglés, pero también con los relatos orales que recibía de su madre referidos a la carrera ilustre de su abuelo como militar y a un feroz desprecio por el caudillo Rosas, que había imposibilitado el esplendor de su familia, fieles al bando perdedor que hay en todas las tiranías.
Ya en su primer libro, Fervor de Buenos Aires, Borges recuerda la épica que envolvía el recuerdo de su bisabuelo aunque con un cierto amargor final:
Dilató su valor sobre los Andes.
Contrastó montañas y ejércitos.
La audacia fue costumbre de su espada.
Impuso en la llanura de Junín
término venturoso a la batalla
y a las lanzas del Perú dio sangre española.
Escribió su censo de hazañas
en prosa rígida como clarines belísonos.
Eligió el honroso destierro.
Ahora es un poco de ceniza y de gloria.
(Inscripción sepulcral, Fervor de Buenos Aires, 1923)
Esa pesadumbre que se adivina en este primerizo poema fue, muchos años después, evitada por un tono mucho más épico, más glorioso, más acorde con la gloria familiar:
Qué importan las penurias, el destierro,
la humillación de envejecer, la sombra creciente
del dictador sobre la patria, la casa en el Barrio del Alto
que vendieron sus hermanos mientras guerreaba, los días inútiles
(los días que uno espera olvidar, los días que uno sabe que olvidará),
si tuvo su hora alta, a caballo,
en la visible pampa de Junín como en un escenario para el futuro,
como si el anfiteatro de montañas fuera el futuro.
Qué importa el tiempo sucesivo si en él
hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde.
(Página para recordar al Coronel Suárez, vencedor en Junin, El otro el mismo, 1964)
Borges en su propia voz:
Años después, Borges le aplicó a esa épica el filtro de su ironía. En una entrevista, en recuerdo de su abuelo Isidoro, padre de Leonor, que combatió en la revolución de 1890, dijo con cierta sorna:
Hablando del Buenos Aires de fines de siglo, recuerdo que mi madre me contaba acerca de la participación de mi abuelo en la Revolución del 90, una revolución un poco casera. Mi abuelo salía todas las mañanas de su casa, en Tucumán y Suipacha, y se iba caminando hasta la “revolución”, que quedaba en la plaza Lavalle. Después, a la noche, volvía a comer. Y a la mañana siguiente (a la noche se iban todos a dormir) volvía a la “revolución”. Supongo que todos no se irían, algunos quedarían. Pero me imagino a mi abuelo yéndose y a los revolucionarios saludándolo: “Hasta mañana, don Isidoro.”
Junto al recuerdo de los antepasados y el amor a la patria, Leonor consiguió en su casa una cohesión familiar que fue fundamental en ese caldo de cultivo literario que para Borges fue su infancia y su juventud. La casa, con los padres, su hermana y sus dos abuelas, representó para el escritor una especie de burbuja donde se pueden encontrar prácticamente todos los temas y recursos que utilizó posteriormente en su obra. Podríamos decir que si bien Jorge Guillermo Borges le proporcionó a su hijo el guion cultural y filosófico que más tarde desarrollaría con tanto éxito, Leonor amuebló la escena con mimo y algodones para facilitar en sus hijos la tarea que se encomendó desde el principio y que fue tener fe en ellos, en sus posibilidades.
A los seguidores de Borges siempre les han rechinado esas fotografías del escritor ciego y mayor del brazo de su madre, tratando de encontrar en tan “extraña” relación motivos edípicos en lo que sólo era una evidente muestra de amor y cariño normal entre madre e hijo.
Leonor fue ante todo una mujer culta e inteligente, y a la vez (cosa rara) muy práctica, que buscó la armonía entre todas las personas que amaba y, como mujer diestra y experimentada que era, trató de hacer fácil la vida a sí misma y a los demás. Cuidó a su marido cuando quedó ciego, al igual que hizo con su hijo cuando se vio limitado por la ceguera, y eso no la califica como mujer sempiternamente entregada al hombre sino como persona que quería de verdad a los que quería.
Y es que además, Leonor Acevedo fue una mujer independiente y con las ideas muy claras: ferviente católica, nunca permitió que sus ideas religiosas se impusieran a sus hijos; luchadora por la libertad, se opuso al régimen de Perón hasta el punto de ser detenida y encarcelada simplemente por ser la madre de Borges. Quizás una pequeña anécdota de aquel tiempo que contaba su hijo pueda hacernos una idea de su peculiar manera de ser:
Durante los duros años del peronismo, cuando yo fui expulsado de la Sociedad de Escritores por negarme a poner el retrato de Perón, [mi madre y yo] fuimos amenazados por un matón. El sujeto llamó a altas horas de la noche y lo atendió mi madre: ‘Yo voy a matarte a vos y a tu hijo’, dijo una voz debidamente tosca y profesionalmente maleva. ‘¿Por qué, señor?’, preguntó mi madre. ‘Porque soy peronista’, agregó el anónimo individuo. Entonces mi madre le respondió: ‘Bueno, en cuanto a matarlo a mi hijo es muy fácil. Él sale todas las mañanas a las ocho para ir a su trabajo; usted no tiene más que esperarlo. En cuanto a mí, señor, he cumplido ochenta años y le aconsejo que se apure si quiere matarme, porque a lo mejor yo me le muero antes.’ ¡Qué lindo, ese yo-me-le-muero-antes! ¿No? Es algo dicho de una manera bien criolla. Ahora, ¡qué tonta la amenaza! Bueno, en realidad todas las amenazas de muerte son tontas y ridículas. Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad…
En algunas fotografías podemos verla en su casa, junto a su hijo, en una actitud maternal pero también cómplice, rodeada de todo aquello que de verdad quería, en unas habitaciones modestas, no muy espaciosas, donde resalta la ausencia de un televisor o una radio. También la vemos familiarmente sentada anotando las palabras de un Borges ciego o acompañando a su hijo en París o en Austin, en Londres donde Georgie va a recibir la Orden del Imperio Británico, y se la ve con el rostro satisfecho, orgulloso, a veces cansado, siempre dispuesto, cortés, amable.
Se adivina en ella a una mujer enérgica y frágil a la vez, quizá algo autoritaria en sus decisiones prácticas (pero eso no es un defecto), coqueta, sensata, lo suficientemente cerca de su hijo para servirle de ayuda pero nunca demasiado cerca como para influir en él. En definitiva, una mujer práctica y segura de sí misma y de la valía de su hijo.
Fue tan eficaz para Borges, tan invisible en su cotidiana presencia, que en su obra apenas quedan huellas explícitas de la existencia de su madre o de su relación con ella. Pensemos que Borges se dedicó durante más de una década, los últimos años de su vida, a repasar con su poesía cuantas cosas le habían ocurrido, pensado, imaginado o admirado. Y su madre, significativamente, no está.
Acaso pensó que toda su producción se había movido entorno a los temas que había recibido de ella, ese fervor épico tan desusado en pleno siglo XX y tan frecuentado por Borges:
Soy, pero soy también el otro, el muerto
el otro de mi sangre y de mi nombre,
soy un vago señor y soy el hombre
que detuvo las lanzas del desierto.
Vuelvo a Junín, donde no estuve nunca,
a tu Junín, abuelo Borges. ¿Me oyes,
sombra o ceniza última, o desoyes
en tu sueño de bronce esta voz trunca?
Acaso estés buscando por mis ojos
el épico Junín de tus soldados,
el árbol que plantaste, los cercados
y en el confín la tribu y los despojos.
Te imagino severo, un poco triste;
quién nos dirá cómo eres y quién fuiste.
(Junín. El otro, el mismo, 1964)
Acaso, sin embargo, el motivo de ese olvido se encuentre en que sintió que su madre fue testigo de su vida, de su éxito literario pero también de esa sensación de derrota existencial que lo afligió siempre y que era tan patente para las pocas personas que lo rodeaban. Leonor Acevedo murió en julio de 1975, a los 99 años. Pocos meses después, el 21 de septiembre, Borges publica en La Nación un soneto brutal, transido de sinceridad y de dolor. Esperó a que su madre se apagara definitivamente para confesar aquello de lo que siempre se sintió culpable: no haber devuelto a sus padres todo lo que hicieron por él.
El arrepentimiento
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.
(El arrepentimiento. La moneda de hierro, 1976)
Conversaciones con Borges. Habla sobre su madre:
La familia:
«No sé si tengo una concepción de la vida. Yo no soy católico y no estoy seguro de ser cristiano. Eso se debe al ambiente en que me he criado. Mi madre, como todas las señoras argentinas, era católica. Mi padre, como todos los señores argentinos, era libre pensador, ateo. Mi abuela, la inglesa, pertenecía a la iglesia anglicana, pero algunas generaciones atrás la familia había sido puritana. Se sabía la Biblia de memoria; creo que era la más religiosa de todos. Ese ambiente puede parecer de discordia, y sin embargo no lo era, porque eran unas personas que se querían mucho y se llevaban muy bien.»
Una pequeña maldad sobre su familia materna:
«Cuando se es de familia criolla o puramente española, por lo general, no se es intelectual. Lo veo en la familia de mi madre, los Acevedo: son de una ignorancia inconcebible. Por ejemplo, para ellos ser protestante es sinónimo de judío, es decir: ateo, librepensador, hereje. Todo entra en la misma bolsa.»
Su obra:
«Mi madre tiene mucho que ver con la esencia de mi obra. Ella es un poco el alma y el espíritu que la impulsan.»