La Veronal. Siena. Las lechuzas no son lo que parecen.

VeronalEl particular viaje del colectivo multidisciplinar capitaneado por el coreógrafo Marcos Morau hace una nueva escala, esta vez en Siena. Continúa así su periplo cartográfico y pincha otra tachuela en el mapamundi sobre el que se disponen los nombres de los lugares que han visitado figurada o específicamente sus piezas: Veronia, Suecia, Moscow, Islandia o Nippon Koku (ésta última para la Compañía Nacional de Danza), son los títulos de algunos de sus recorridos por diferentes puntos del globo terráqueo, boutade resultona y eficaz, la de sembrar de nombres de lugares el repertorio de la compañía, componiendo una batería de piezas compuesta de viajes y recuerdos adheridos como pegatinas en la superficie de su equipaje.

En Siena nos encontramos en una sala de un museo, diáfana y blanca, con sólo un cuadro de dimensiones épicas colgado en la pared, La Venus de Urbino de Tiziano, más grande que el original, y cuatro bancos corridos como único mobiliario de la estancia. Al fondo una puerta que da a un oscuro espacio indefinido.

En uno de los bancos, una mujer sentada mira el cuadro y el guarda del museo la mira a ella, imagen que recuerda de manera instantánea a esa misteriosa Madelaine de Vértigo mirando el retrato de su antepasada Carlota Valdés, la rúbrica de este guiño no va a tardar, unos minutos más tarde, la música de Bernard Herrman para el film de Hitchcock sonará, afirmando que, una vez más, La Veronal disfruta llevando las influencias cinematográficas al escenario.

Arranca así la nueva marcianada de Morau, quien, autoconsciente y encantado de ello, lanza su discurso por los derroteros de una iconografía surrealista y pretendidamente asfixiante. El movimiento llega a los bailarines lejos de toda lógica y sin lógica también es como se mueven sus cuerpos. Y es el cuerpo sobre lo que versa el “argumento” de esta Siena, si es que se pueda llamar así. Pues textos y coreografías van a parar a este concepto tan concreto y a la vez tan abstracto: el cuerpo como objeto y como artefacto, el cuerpo en sus estados y en sus modos de percibirse. Reflexiones todas ella de elevadísima profundidad, pero que a veces caen en la trampa de convertirse en mero testimonio de la mayor de las superficialidades. Cavilaciones ajenas al espectador en lo que al movimiento coreográfico se refiere,  puesto que, si no fuese por una voz en off (a veces , otras, el texto es recitado por los intérpretes) que nos lleva a pensar en ellas, uno nunca creería que la pieza gire en torno a ese análisis tan sesudo de la representación del cuerpo humano desde el Renacimiento hasta nuestros días.

De lo que no cabe duda es que La Veronal es un colectivo único a la hora de plantear una estética poderosa en pos de perfilar una experiencia única, fruto de aunar la más esmerada iluminación; una escenografía portentosa (que recuerda a algunas producciones del Tanztheatre de Pina Baush o de Peeping Tom, con el interés por acotar el escenario y reducir las entradas a puertas, eliminando las cajas); un vestuario cuidado y excéntrico, que consolida el producto final dándole un envoltorio de primera; y un ambiente musical y espacio sonoro meticuloso y preciso que  perturba al espectador en la justa medida y que confiere el suspense que los derroteros de la dramaturgia exigen.

Todo ello confiere al producto un empaque tremendamente cinematográfico, cosa de la que no se esconden los componentes de La Veronal, sino que enarbolan, siendo recurrentes en sus piezas las referencias a creadores, como por ejemplo, los elementos de Vértigo que he mencionado supra. Los amantes de David Lynch encontrarán en todo el desarrollo de Siena numerosos guiños, algunos más evidentes, otros menos, pero que componen un homenaje surtido de los grandes éxitos del director de Terciopelo azul, algunos de los más significativos podrían ser: a) todo el espacio sonoro recuerda a cualquier película del director, lo que no es raro, porque casi todas las piezas de danza contemporánea lo recuerdan, pero en esta ocasión, además,  está trufado de carcajadas y aplausos enlatados, efecto que usara en el mediometraje de 2002 Rabbits; b) el uso de una espacio completamente forrado de cortinas -espacio paradigmático de Lynch-, verdes en esta ocasión, que en un momento dado, se tiñen con la iluminación convirtiéndose así en las proverbiales cortinas rojas de la Logia negra de Twin Peaks; c)entre los textos que se recitan, hay una revisión del diálogo de la cafetería de Mulholland Drive, casi palabra por palabra, cambiando algunos elementos del texto para amoldarlo al contexto del museo, este punto en concreto despierta verdadero interés en mí, pues, ni en el programa ni en ningún lado se menciona a Lynch como autor de esas palabras, lo que me resulta algo confuso y hace brotar una pregunta insistente en la mente: ¿en qué momento deja de ser algo un homenaje y empieza a ser un plagio?

Pero sigamos con la pieza, los doce intérpretes, entran y salen de la sala, vestidos con una indumentaria que hace pensar en una federación italiana de esgrima, algunos con sus caretas, elemento que dota a los que la portan de una falta de identidad de lo más inquietante; contrastando todos ellos con la oscuridad del modelo de la señora y del guardia de la sala. A lo largo de la hora que dura el espectáculo, numerosos dúos y tríos se suceden, todos ellos dentro del lenguaje cinético que caracteriza al grupo, su búsqueda del espacio negativo en el cuerpo del otro y los minuciosos juegos de enganche que irremediablemente sorprenden al respetable no tanto por su variedad como por lo minucioso de un trabajo tan complicado. Así mismo, también podemos disfrutar de solos encarnados en la fisicalidad plástica de unos cuerpos privilegiados que a menudo rozan lo monstruoso y lo grimoso, jugando, en cualquier caso, con la estructuración y la fragmentación del movimiento salpicada de gestualidad grotesca, eso sí, evidenciando una más que patente inclinación hacia lo explícitamente portentoso y mostrando un gusto por los cuerpos privilegiados de formación clásica,por supuesto, revestido de “raro”.

Ni que decir tiene que los intérpretes brillan en sus ejecuciones con luz propia, son excepcionales máquinas que parecen diseñadas para este movimiento coreográfico. Es más, cabe plantearse hasta qué punto no son indispensables los cuerpos de este elenco para la coreografía final, ya que resulta casi imposible imaginar la soltura y la “comodidad” en la que se mueven, dentro de otro cuerpo que no sea ese mismo, tanto es así que la coreografía está firmada por Morau en colaboración con los intérpretes, y esto lleva a la consecuente pregunta, ¿sería ésta la misma pieza de haber sido montada con otra compilación de intérpretes? Supongo que es lícito plantear esta diatriba, más aún cuando todo el asunto gira en torno al cuerpo y su expresión.

No vamos a negar el valor compositivo ni la dificultad del material que ha hecho famosa a la compañía, sin embargo, en mi opinión, resulta mucho más interesante el trasiego de transiciones y la cartografía de recorridos por el espacio que propone  el coreógrafo–también marca de la casa-, perfilándose un juego de trampantojos que llega a su momento más efervescente hacia el tramo final, en el que el La Venus del perro ha desaparecido y el espacio que había estado oculto ahora se nos releva como una sala de tanatorio donde se encuentra de cuerpo presente la mujer que miraba el cuadro, por él, ahora deambulan los intérpretes en sincronía perfecta con los que quedan en la sala, y la dualidad de los cuerpos se palpa en la ilusión del espejo.

La Veronal triunfa una vez más sobre el escenario y todo aquél que quiera encontrar los elementos que la están convirtiendo en una compañía de referencia a nivel internacional disfrutará entusiasmado de esta suntuosa producción, rara avis en lo que a danza contemporánea española se refiere, no por carencia de talentos, por supuesto, sino de fondos con que gestar semejante tinglado.

La Veronal. Siena.

Madrid en danza. Teatros del Canal.

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