Las horas veloces

No sé si estarán de acuerdo, pero tengo la sospecha de que cuanto más deprisa vamos, cuantas más cosas queremos hacer y más rápido las realizamos, nos queda la impresión de que menos tiempo tenemos. Es el tiempo de las horas fugaces. No entendemos cómo ocurre, pero sabemos que los años se nos pasan, que los días se nos escapan como arena entre los dedos en medio de responsabilidades, problemas, urgencias. Nada se puede dejar para mañana, y si lo dejamos, sentimos un arrepentimiento, una desazón que no nos abandona. Somos hijos de la cultura de la prisa.

Desde esa edad remansada que es la infancia, deberían enseñarnos que pocas cosas son urgentes de verdad, que la prisa sólo lleva a la precipitación y ésta a su vez lleva la mayoría de las veces al error y a la frustración. Hay que educar la voluntad de una forma inteligente, nos dice el filósofo José Antonio Marina. Y para eso, lo primero que hay que hacer es detener el impulso. Nos aconseja Marina: “Hay que enseñar al niño a hablarse a sí mismo de tal manera que le ayude a frenar el primer empujón del impulso”. Y la primera orden es: “Piensa un instante lo que vas a hacer”. ¿Se imaginan ustedes un mundo en el que las personas se detuvieran un momento antes de actuar? Que yo sepa, no hay ninguna escuela donde se enseñe esto, ningún programa de televisión que nos ayude a deliberar. Pero lo que resulta obvio es que uno de los males de nuestro tiempo es el estrés y la ansiedad, que millones de personas acarrean todos los días una sensación de angustia porque por muy deprisa que van no llegan a conseguir todo lo que quieren, porque no tienen tiempo para lograrlo.

Y sin embargo, la prisa goza de un cierto prestigio. He estado en reuniones donde algunos asistentes presumían de sus dudosas hazañas automovilísticas: habían conseguido restarle una hora a su vuelta de vacaciones poniendo el velocímetro a más de 180 kms. por hora. Cuando conduzco por una autovía y veo a esos coches que sólo conocen el carril izquierdo, avisando con fogonazos a los pesados que se atreven a adelantar a una velocidad normal, me pregunto qué asunto tan importante le esperará al conductor cuando llegue a su destino para que ponga en peligro de una forma tan absurda su vida y la de los demás.

No hay espectáculo más ridículo que los grupos de japoneses tomando los museos con sus pantalones cortos y sus cámaras. Digo japoneses como podría decir cualquier otro turista acelerado. Los he visto recorrer las salas de Velázquez en el Museo del Prado a una velocidad de crucero, haciendo fotografías con una sola mano mientras que con la otra tomaban un sandwich. Recorren los museos, los monumentos, las calles, con un apresuramiento casi compulsivo, subidos a veces en autobuses que le dejarán una impresión de la ciudad como de tarjeta postal, viendo pasar la belleza fugazmente a través del visor de su cámara de vídeo. Por suerte, aún hay lugares que permiten el deleite de los sentidos: paseando por Lisboa, que es una ciudad que sólo puede conocerse con mucha calma, entré en un museo, el de las Janelas Verdes, casi secreto a juzgar por los pocos visitantes que había. En medio de un silencio casi monacal, descubrí una sala que contenía una única obra sublime: las Tentaciones de San Antonio, de El Bosco. El influjo de la pintura era poderosísimo, pero lo que más me llamó la atención fue que enfrente habían colocado un banco que invitaba al recogimiento, a la contemplación tranquila de cada uno de los detalles sorprendentes del cuadro. Comprendí entonces que la belleza no entiende de tiempo, que sólo está al servicio de los que no tienen prisa. Los minutos que pasé contemplando aquel cuadro han conquistado mi memoria con mayor intensidad que el recuerdo de muchos museos completos.

Y a pesar de todo, no reconocemos las huellas de ese mal que nos empuja a ir más deprisa. Todos los años aparece un curioso ranking de ciudades españolas medidas según su bienestar. Por supuesto, las variables que manejan suelen ser de tipo económico: renta per cápita, precios, tipo de servicios, etc. Pero nadie se detiene a evaluar el grado de civismo de sus habitantes. Cuando visito una ciudad me gusta observar el número de coches que se paran en los pasos de cebra, la facilidad con que los conductores utilizan el claxon, el nivel de impaciencia o malhumor en las colas de los supermercados. Me detengo en los rostros de los ciudadanos y a veces descubro la crispación y otras el cansancio de la gente en los vagones del metro al anochecer. Entonces pienso que si el tiempo es oro, la prisa es su peor forma de devaluación.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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