Las uvas de la ira. John Steinbeck: Nada ajeno a lo humano

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No me suelen gustar las novelas con mensaje político porque, por lo general, se les suele ver el plumero. La literatura es ficción y si algo hay realista e interesado en la vida es la política. Por eso casi ninguna novela escrita por los escritores soviéticos merece la pena ser leída. Sin embargo, cuando prima la fuerza de la ficción sobre el mensaje, se produce una poderosa aleación que refuerza los sentimientos que quiere imprimir la novela en el lector, que la hace más poderosa. Ya digo que son casos rarísimos, pero uno de los mejores, si no el mejor, lo representa Las uvas de la ira (1939). Son conocidas las ideas comunistas de su autor, John Steinbeck (1902-1968), pero digamos que es un comunismo pasado por América, mucho más apegado al humanismo que a la economía, y desde luego bastante alejado del pensamiento soviético. En el momento en que fue escrita es posible que para algún despistado supusiera un desagradable encuentro con lo que estaba pasando en la Unión Soviética de Stalin, pero leída ahora se alza como uno de los monumentos más formidables en contra del capitalismo que se hayan escrito y, además, y sobre todo, una novela de un vigor narrativo fuera de serie, que se inyecta directamente en la sangre, que no puede dejar indiferente al lector, que lo aturde como un puñetazo en la mandíbula.

En cierto sentido, Steinbeck era consciente del mensaje que quería transmitir, y en un ejercicio de honradez, estructuró la novela de manera que los capítulos impares (muy cortos) fueran ese alegato contra el capitalismo del que hablamos, sin ficción alguna, como si estuviera relatando un libro de historia, pero de una historia real que ocurrió efectivamente en Estados Unidos en la época de la Gran Depresión, cuando al capitalismo se le vieron todas sus costuras y sus carencias. Steinbeck no engaña a nadie, y esos capítulos son perfectamente prescindibles para el lector sensible a ciertos mensajes que pueda considerar subversivos o que no comulgue con sus ideas.

Pero en los capítulos pares es donde de verdad se encuentra la ficción en su pleno apogeo, potente, recia, inmisericorde, como un navajazo en la cara. El argumento es de sobra conocido por la excelente película de John Ford y no supone ninguna sorpresa para nadie. Pero hay que resaltar que ni el libro ni la película fueron censuradas nunca en la pacata América en la que fueron concebidos, porque la calidad literaria (y cinematográfica) es tal, y cuenta la realidad con la minuciosidad y la crudeza de manera tan rotunda, que sería negar estúpidamente la realidad el tratar de deshacerse de una obra maestra de este calado. Aprovecho para decir que aun siendo el film de John Ford una obra maestra fiel al argumento, no produce ni mucho menos la sensación de desasosiego y de asfixia que se tiene cuando se lee página a página, con todas sus palabras, la desgarradora historia que se cuenta en esta imprescindible novela.

Si para los europeos de principios del siglo XX, los Estados Unidos eran la tierra prometida, para los norteamericanos que sufrieron la Gran Depresión, California constituyó esa otra tierra prometida, donde el sol y los frutales, el lujo y el cine, eran como el maná que resolvería todos los problemas. Steinbeck sitúa el principio de la acción en el Medio Oeste, tierra híspida e ingrata, donde solo crece el cereal de mala manera para esos pequeños propietarios de un puñado de tierra que subsisten como pueden con lo poco que producen. Pero eran malos tiempos para América, y los grandes terratenientes y las poderosas empresas vieron en aquellas tierras el granero del país, de modo que comenzaron a echar a sus ocupantes de la peor manera posible, abandonándolos directamente al hambre.

Así encuentra su tierra Tom Joad, ex presidiario, asesino no arrepentido que mató por sobrevivir, que vuelve de la cárcel para seguir su rutinaria y campesina vida al lado de los suyos. Pero cuando llega a su casa la encuentra arruinada y solo una persona, el predicador Jim Casy, le informa de la suerte de su familia: todos han ido a casa del tío de Tom para emprender el viaje a California, en busca de mejor fortuna. De hecho, los panfletos que se van repartiendo por las granjas, donde se asegura que en California hay trabajo para todos, y prosperidad, y uvas y naranjas por donde vayas, permiten abrigar esperanzas para esas pobres familias que se han quedado sin nada cuando ha llegado la cosechadora que hace su trabajo de semanas en un solo día.

De esta manera iremos conociendo a la familia de Tom, pero más que conocerla, nos reconoceremos en ella, en el padre esforzado y sin esperanza, en la poderosa madre, una mujer que es capaz de llevar el mando de la familia sin una mala palabra, sin una orden, con una mirada caritativa y llena de compasión hacia la desgracia de los suyos y de los demás; los hermanos de Tom, llevados por la alegría de la juventud; los abuelos, que nada pueden esperar de ese futuro californiano sino morir en una tierra que les es extraña, y junto a ellos, ese predicador que ya no cree en nada y que es una de las creaciones más portentosas que conozco. En ese microcosmos familiar está concentrado todo el dolor y toda la desgracia de la que es capaz el ser humano. Dije al principio que ésta es una novela humanista, profundamente humanista, y no debemos confundir esa vertiente con otras ideologías que nada tienen que ver con la esencia del ser humano.

Con una camioneta destartalada y muy pocos dólares emprenden el larguísimo viaje al Oeste. He hablado de dolor y de desgracia, y también podríamos hablar de muerte y de soledad, pero lo más resaltable de esta novela es que, por encima de todo, destacan tres sentimientos fundamentales: la solidaridad, la esperanza y la felicidad. El hecho de estar unidos físicamente y también sentirse unidos en el deseo de prosperidad y en la necesidad de subsistencia hace fuertes a esta familia, a la que los acontecimientos no les ayuda, como a casi nadie que se acercara por entonces a California. En lugar de la tierra prometida se encontrarán de boca con el infierno. Sólo la solidaridad entre los hombres hará llevaderos los días sin comer, sin trabajo, buscando hasta debajo de las piedras la manera de sobrevivir, enfrentados incruentamente al poder del capital, del dinero, de la oferta y la demanda, ese poder que no huele, que no tiene corazón pero sí mucha cabeza, la necesaria para enriquecerse con la miseria de los demás.

No hay un momento de respiro para la rabia del lector inteligente, porque se es consciente en todo momento que se está leyendo una obra de ficción, pero también que aquello fue realidad, que de hecho sigue siendo realidad en muchos países y que nadie está libre de encontrarse alguna vez en una situación así. Ese es el gran valor de esta obra maestra: la identificación con la historia y el reconocimiento en cualquiera de sus personajes. Y eso, Steinbeck lo consiguió con una maestría narrativa prodigiosa, cuando el argumento (o la propia historia real) estaba sembrado de trampas para terminar convirtiendo la novela en un panfleto. Por suerte, un escritor de verdad, un hombre que conoce el poder de la ficción y sabe extraerle todas sus posibilidades, puede escribir una novela de esta envergadura, que desgarra, conmociona y entretiene a la vez. Y no es tarea fácil levantar tales emociones contradictorias en un solo texto…

Las uvas de la ira. John Steinbeck. Tusquets.

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Acerca de José Luis Alvarado

Dijo el sabio griego que nada es comunicable por el arte de la escritura; tras apurar la copa de seca cicuta, su discípulo dilecto lo traicionó y acaso lo perfeccionó transmitiendo por escrito sus irónicos conocimientos.Como antes hiciera Montaigne, pienso que la obra de un autor se prolonga y modifica cada vez que se escribe sobre ella. La memoria, que fue oral y minoritaria, ahora se multiplica con cada palabra que integra y justifica el continuo universo, también llamado la Red.

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